martes, 24 de noviembre de 2009

A lomos de un hipogrifo


Harry Potter and the prisoner of Azkaban, de Alfonso Cuarón, es pura belleza. La música, la puesta en escena, la fotografía sensacional de Michael Seresin, una notoria elección y dirección de actores —la gran aparición de los benditos David Thewlis, Michael Gambon, Timothy Spall y san Gary Oldman— que incluye un buen trabajo, por primera vez, de todo el elenco de niños, un ritmo increíble, un guión divertidísimo, momentos de auténtica belleza siniestra y hasta el mejor coro de sapos de todos los tiempos. No sé cómo no disfruto más esta cinta que, seguro, compraré: la he rentado y la he visto esta noche; tiene la historia menos entretenida de todas las de la saga, pero, sin duda, y junto con su secuela, The Order of the Phoenix, la mejor narrada.

Sobre todo, tiene esa secuencia y ese pretexto que recuerdo todo el tiempo como piezas de un sueño bonito: Buckbeak, un hipogrifo inverosímil, tan adorable y tan impredecible como un gato pero de 500 kilos de peso y con garras de espolones más traidores que las de un casuario de mal humor. Tratado como un adolescente, vigilado como un niño, humillado como sólo pueden humillarte cuando tienes trece años y tu dignidad está en juego cada tercer minuto del día, Harry Potter se anota un triunfo de honor cuando consigue domar, a fuer de gallardía, al gigantesco animal. Hagrid lo carga y lo pone sobre el lomo de Buckbeak, y el hipogrifo galopa como enloquecido y agita sus alas colosales y gana los aires, libre, salvaje, ingobernable y hermoso, una fuerza de la naturaleza encantada por rozar la superficie del lago con las patas en medio de un vuelo a sesenta kilómetros por hora. Ahora, ignoro si narro esto en orden, pero no importa: Harry Potter aprieta las piernas alrededor del cuerpo de Buckbeak, sabe que, si se suelta, caerá y se matará del puro golpe, pero advierte el placer del hipogrifo, su delicadeza de bestia bajo el cielo dorado y frente al horizonte sembrado de árboles oscuros, por encima de la quietud de un espejo; así que se yergue sobre su montura, se atreve a abrir los brazos: está volando. Nadie que vuele puede estar triste, ser miserable o desear la muerte. Todos los que vuelan se dejan secuestrar por la caricia eléctrica de la felicidad.

Así que Harry grita, grita de alegría. Y su grito se pierde en el bosque y se eleva otra vez a lomos de un hipogrifo.

Más adelante, Sirius Black huye montado en Buckbeak, como un vaquero tenebroso en una película de John Wayne. Es audaz y temerario. Pero nada como tener trece años y gobernar el universo mientras vuelas. Alfonso Cuarón le regaló esa escena a cualquiera que quiera recordar que, un día, fuiste libre, fuiste libre y feliz. No tengas miedo, te dice el imposible pájaro con cuerpo de león. No tengas miedo.


(MISCHIEF MANAGED!)