Celebro al país en el que vive mi familia, en el que he tenido amigos y en el que he intentado ser feliz, con el idioma que uso todos los días, las leyes que intento cumplir y las aspiraciones de un mejor futuro que, secretamente, todos compartimos. Celebro al país del mole, las calabacitas con queso, el espinazo que yo llamo chilayo y los tacos de la esquina, al país donde la chela es más sabrosa y los chiles son el ladrillo con que se edificó el rascacielos de una gastronomía irrepetible e infinita: vivan los chilaquiles, la cecina en caldo y el pico de gallo, dios bendiga a las enchiladas y a las albóndigas con chipotle y a los camarones a la diabla. Celebro al país que va en autobús del desierto al bosque nevado y del llano al manglar y de la playa maternal al cenote que demanda veneración. Celebro el país donde la gente se convence con dos o tres datos y dice: “Pancho Villa fue chido”, y va e intenta imitar un poquitito a ese Villa que imagina y que nada tiene que ver, seguramente, con el de ningún libro de historia. Celebro al país donde poco a poco nos hacemos algo menos racistas, no al país donde “indio” es una mala palabra y donde este tema mata de risa a los políticamente correctos. Celebro al país donde un buen policía vigila la manzana por las noches porque le gusta el barrio o le gusta la gente y no al país de esos buitres repulsivos que se aprovechan de cualquiera macana en mano. Celebro al país donde tu vecino te cuida y te convida con favores diminutos que te resuelven el día, donde tu maestro te dedica cinco minutos extra para que entiendas bien la clase, y donde el dueño de tu empresa cumple con darte nómina legal y rehúye el outsourcing y la dictadura de los recibos de honorarios. Celebro al país de secretarías del medio ambiente que detienen o previenen crímenes contra el patrimonio de todos. Celebro al país de los vendedores de elote que se lavan las manos después de dar cambio, donde los meseros no escupen en tu plato porque les caíste gordo y donde los viene-vienes se vuelven amigos de la colonia porque suponen que así les permitirán trabajar a diario. Celebro al país donde los presidentes municipales ponen a desquitar el sueldo a sus regidores en lugar de pasearse por botaneros para manosear a la flor más bella del ejido o a la miss universo barely legal en turno. Celebro al país donde un empleado de la Comisión Federal de Electricidad te dice: “Esto lo arreglamos ahorita, ya va usté a ver”, en lugar de “Uy, joven, esto se va a tardar dos semanas y va a tener que pagarle al inspector”. Celebro al país donde la señora de la esquina se pelea con los parásitos de Parques y Jardines para que no tiren árboles nomás porque el de la casa de enfrente está cansado de la goma que le ensucia el parabrisas, y donde alguien de Parques y Jardines denuncia a sus malos compañeros. Vale la pena decir: “Que viva este país” cuando un conductor del transporte público respeta el semáforo, el límite de velocidad y el derecho del pasajero a bajarse de un camión que no detendrá en doble fila. Celebro al país de las carreteras en mal estado que son reparadas cuidadosamente, de los ministros de culto que respetan la fe opuesta y de los intelectuales que piensan dos veces antes de abrir la boca. Celebro al país de los reporteros que se niegan a publicar memeces o a ponerle el micrófono a un cardenal ponzoñoso, a una señora copetona con urgencias homofóbicas o a un artista de cuarta que canta estupideces. Y, ya que estamos, celebro al país del televidente que le cambia de canal, del que denuncia una esquina de prostitución infantil y del cinéfilo que guarda silencio. Viva el país donde la gente defiende sus parques contra las obras viales que celebran la ridícula soberbia de los gobernadores, el país de maestros que enseñan a sus estudiantes a no grafitear la barda, el país del conductor de automóvil que se detiene antes del paso peatonal. Viva el país del historiador que dice: “El pasado es discutible, pero el futuro debe ser un acuerdo”. Doscientos años más para el país de los buenos médicos, los buenos dentistas, los socorristas de las cruces de colores y protección civil, los cácaros que aman el cine, las chicas guapas y los milagrosos caballeros que le dejan el asiento a las muchachas, los taxistas que respetan el taxímetro, los futbolistas que se expresan con patadas certeras y le sacan la vuelta a los reporteros mentecatos y a las revistas de espectáculos. Viva el país del chocolate oaxaqueño, del Chepe chihuahuense y sonorense y del Catemaco veracruzano, de las carnitas michoacanas y de los tacos estilo La Paz, de la catedral barroca de Zacatecas y del Chiapas de Belisario Domínguez. Viva el país de Alfonso Reyes, de Salvador Novo, de Jorge Ibargüengoitia que inventó el buen humor, de las Margos Glantz y los Marios Bellatin que hallan belleza en lo sórdido. Que la patria sea un día impecable y diamantina. Viva el país de Silvestre Revueltas y su Sensemayá, del teatro delirante e interminable de Antonio González Caballero y del teatro iluminador de Rodolfo Usigli y de los cartones de Calderón. Viva el México de Agustín Lara, de Tin Tan y del blanco y negro de La Perla, del alto contraste de Amores perros o de la Tucita devenida única mujer que dominó a Pedro Infante: “¡¡¡Lorenzo!!!”. Viva el México inolvidable de una pena de amor que toca fondo si la empujas con una canción de José Alfredo Jiménez, ahogada en mezcal y limones agrios con sal de gusano, y el México donde Jaime López no anda firmando insultos contra el buen gusto para felicidad de los shalalá de Aleks Syntek (no tengo nada contra ti, Aleks, salvo que tu canción fue horrible). Viva el México donde más jóvenes llegan a la universidad y no les da risa si reprueban materias. Viva el México donde los niños todavía pueden salir a jugar a la calle sin más peligro que soltarle un balonazo al carro que va pasando: ¿te acuerdas que tu mamá no tenía miedo de que anduvieras allá afuera de noche? Viva el México donde un número desconocido en el identificador de llamadas es una curiosidad más que una amenaza. Viva el México donde se puede pasear de madrugada, donde se puede recorrer la carretera, donde se puede salir en bicicleta. Viva el México caluroso donde el paisaje desde una azotea merece un brindis y donde un buen taco de frijoles cura el cansancio.
Muera el México de gobernantes que utilizan el dinero público como si fuera suyo y van y se emborrachan y le mientan la madre a quien no le haya gustado: Emilio, ¿cuánto cinismo hace falta para no haber renunciado? Muera el México de los extorsionadores, de los secuestradores, de los narcos que se despedazan en las calles con granadas que hacen hoyos en nuestra tranquilidad. ¡Morelia resiste, éste y todos los 15 de septiembre! Muera el México de la Reynosa esclavizada por “alertas de balacera” y el México del Monterrey encerrado entre narcorretenes. Nunca más un México que sirva de patio de prácticas a sicarios para masacrar indocumentados, ni de Acteales que quieren repetirse, ni de guarderías ABC que sí, chingado: sí pudieron evitarse. Muera el México de artistas que se hacen burócratas o declarantes profesionales y de los abajofirmantes listos para respaldar cualquier ocurrencia. Muera el México de periodismo hecho negocio. Muera el México de la cursilería presidencial metamorfoseada sustituto del trabajo eficiente: toda la estructura gubernamental está hecha una vergüenza y, cuando escucho a un priista o a un panista o a un perredista o a cualquiera de ésos pretenderse vocero de mis vecinos y de mí, siento náuseas y una amargada impotencia: ¿cómo cambiar, cómo arreglar este desastre de vicios y holgazanería financiado con nuestros impuestos?
Chinguen a sus madres los malos ciudadanos, los corruptos, los ladrones, los violentos, los asesinos, los abusivos, los que no quieren salir del hoyo porque siempre hemos vivido muy cómodos allí, en nuestro “más vale malo por conocido” que es la más resistente tradición nacional. Muera el México del rencor y el resentimiento: va cualquiera y opina que el Bicentenario le produjo tal idea y hay sesenta listos para llamarlo idiota, ignorante y atrasado y ninguno de esos sesenta y uno siquiera googleó lo suficiente para entrarle al pleito. Viva el México donde a diario se conquista un nuevo escaloncito en esa empinada pendiente de los derechos humanos. Muera el México del Consejo Estatal de la Familia del DIF Jalisco, al que le importa un comino aclarar las denuncias de que roba niños con la venia del gobierno estatal; de los vecinos que se roban la luz, que se roban el telecable, que se roban la señal de Internet, que se roban el periódico y que avientan las bolsas de basura orgánica el día que pasa la inorgánica. Por cierto: ¡muera el México donde sacamos la basura a la esquina aun sabiendo que tapará las alcantarillas y traerá inundaciones de las que luego vamos a quejarnos! Muera el México de esa trabajadora social del IMSS que, al dar orientación en planificación familiar, le pregunta a los muchachos: “Y tu novia, ¿es ‘muchacha popular’ o es ‘de familia’?”. Muera el México de los sacerdotes que dicen que el condón da sida, que toquetean o violan a los niños y que retuercen el concepto “Estado laico” para beneficiar al partido en el poder. Muera el México donde muchos llegamos a creer que es necesario anular la boleta de votación o preferir a un perro porque no hay nadie decente que merezca nuestro sufragio (viva el México que cuida bien a sus mascotas, dicho sea de paso). Muera el México del profe huevón, del camión de gas escandaloso y de los mínimos salarios mínimos. Al carajo con el México de la hiriente miseria, del futbol como sucedáneo de la solidaridad, del oportunismo como reemplazo de la inteligencia. Enterremos y olvidemos sin cruz mortuoria al México de los papás que riegan hijos por todos lados y al México de las esposas que le sirven primero la comida a sus hijos varones: “Mija, tú, que eres mujer, alza el plato de tu hermano”. Chingue doscientas veces a su madre el México donde tantísima gente pasa hambre, donde los médicos dejan morir a sus pacientes porque les dio flojera atenderlos mejor, donde cualquier pelmazo con estéreo nuevo sube el volumen en el auto para que todos escuchemos su reguetonzote, donde los ancianos tienen que resignarse a una pensión de crueldad luego de una vida de romperse la madre trabajando.
Viva el México donde los jueces castigan al violador, donde las mujeres se defienden del patán que las insulta en la calle y donde una convocatoria filantrópica tras un desastre natural no es un pretexto para evadir impuestos. Viva el México de esperanzas y disciplina para perseguirlas, viva el México donde una hora de trabajo es preferible a una hora de Facebook, viva el México donde una razota se junta en el Centro a festejar un 15 de septiembre sin más afán que pasársela bien, y donde se grita “Viva Hidalgo” porque ese viejo, escurridizo, inasible nombre de avenida significa: “Alguien se partió la espalda para que no viviéramos en una colonia sino en un país autónomo”. Viva el México de güeros y prietos que, de tanto en tanto, comparten una fiesta y no un festín de odios insumisos. Festejemos al país donde vale más “mi ciudad” que “mi nación”, donde vale más “mis vecinos” que “mis hermanos mexicanos”, donde vale más un concreto “mi barrio” que un hueco “mi santo tlatoani Cuauhtémoc, mártir purísimo”. Vivan los héroes que nos dieron patria, pero vivan mejor los mexicanos de ahorita, los que quieren festejar y los que no, los que se ríen de esta discusión y los que se mortifican contemplándola. Prefiero un desconcierto de ciento diez millones de vivos si genuinamente buscan orden y paz que las solemnes repeticiones con uniforme de un Himno Nacional belicoso cuya letra no se aprendió nadie. Quiero un país donde mis aspiraciones personales sean viables y que pueda imaginar para mis lejanos hijos, quiero un país donde ahorrar en una afore o un banco confiables, quiero un país sin espectáculos como los cadeneros de antro con afanes de eugenesia o ladrones plutócratas que asaltan impunemente los puestos de gobierno. Quiero un país que invite a ser defendido todos los días, sin necesidad de niños héroes más que para una memoria inspiradora. Quiero un país con algo de armonía en medio de su desmadre ritual, con más paz y sin granadas en la banqueta, con mejor transporte público y sin camionazos de ruta 30 que dejan niñas parapléjicas. Quiero el México que todos hemos soñado alguna vez y al que traicionamos todos los días cuando haraganeamos, cuando nos corrompemos en pequeño porque qué tanto es tantito, cuando el vecino nos vale madre aunque era más fácil ir a avisarle: “Compa, tenemos fiesta; agarra la onda nada más por hoy, ¿sale? De veras, nada más hoy. Te lo compensaré”.
No sé si somos malos mexicanos, pero podríamos ser mejores. No me uniré a la fiesta del Bicentenario porque soy un amargado y me molestan los gentíos y el ruido, pero salud por el México que mejora, el que cambia, el que es más justo y más libre y más respetuoso de leyes más sabias. Ojalá que no tengan que pasar doscientos años para que nos vaya mejor. Ojalá que lleguemos a ver un México algo más satisfactorio antes de morir. Qué risa, las polémicas bicentenarias: ¿quién puede negar que hay mucho que festejar? ¿Quién tiene el descaro suficiente para negar que también hay mucho, muchísimo que lamentar? Es hora de ponernos a trabajar; si quieren, mañana, después de la fiesta. Pero tenemos discusiones, compromisos y urgencias por delante: basta de solazarnos en la pendejada de la historia oficial o la necedad del revisionismo a ultranza. Tenemos un país hermoso, hecho pedazos. Rearmemos este rompecabezas. Un día, podremos sostenerlo entre todos, cuando lo hayamos resuelto, y lo disfrutaremos. Y fundiremos llaves para hacerle estatuas al héroe del que nos acordemos, u organizaremos juegos deportivos internacionales carísimos, o pondremos al Aleks Syntek de su tiempo a componer algo que mejor que un shalalá o no le pagamos. Pero entonces. Ese día, sí, échenme un grito: zapatearé al son de un mariachi, cantaré que le canto a sus volcanes y a sus praderas y a sus flores, juraré que como mi país no hay dos o lo que quieran. Proclamo que ese día diré “Viva México” más feliz que nadie o que, como mi tío que volvió del norte diez años después de haberse ido de mojado, en una borrachera sensacional y honesta, confesaré: “Estoy orgulloso de ser mexicano”.
Ese día, sí. Ese día, que nos habrá costado trabajo a todos, aunque el año no termine en ceros, celebraremos con más ganas que hoy, cuando tenemos tanto, tantísimo que hacer. Celebraremos algo que es nuestro y que nos pertenecerá.
Ese día, sí.
Nos vemos entonces.