martes, 31 de mayo de 2011

Tres obras de teatro en Bogotá

Llevo todo el año buscando buen teatro y no lo he encontrado en Guadalajara, quizá por la sorprendente excepción de Asfixia, en la cual no confiaba dado que Extraños, el montaje anterior del director Eduardo Covarrubias, me pareció un desperdicio de talento de productores de video en un inane espectáculo escénico. Asfixia, afortunadamente, no era un texto escrito, como lo fue Extraños, sin un mínimo de calidad narrativa o dramatúrgica básico, sino todo un señor texto cómico de Chuck Palahniuk, adaptado con aparente buen músculo para la escena —falta comprobar que no hayan pirateado la adaptación cinematográfica con Sam Rockwell, dirigida por ese chistoso señor que sale del agente Coulson en las películas de los Vengadores—. Como sea, en la Asfixia de Covarrubias vi sentido del humor, que prácticamente no he visto este año en Guadalajara, y una actuación sensible a las exigencias de la comedia —es decir, no desesperada por mostrar cuán inteligente es el humor, sino humorística por inteligente— por parte de Andrés David, seguramente uno de los actores jóvenes más consistentes de la ciudad, capaz, aunque no siempre, de interpretar personajes que no se le parecen ni hablan como él.

Pero donde Asfixia cumplió con la solicitud mínima de solidez intelectual y buen gusto narrativo, falló en capacidad de innovación escénica: usó sus recursos múltiples —el video, ajá— de correcta manera y nada más.

Ha sido, pues, un año malo para el teatro de Guadalajara (y aclaro que seguramente no he visto todo lo presentado durante 2011 en la ciudad, pero he visto mucho). Los montajes más interesantes han sido, de nuevo, los importados por la UdeG al Teatro Experimental —sobre todo El amor de Fedra, uno de dos montajes balcánicos, basado en un trabajo de Sarah Kane—. El teatro local ha exhibido su gusto por lo aburrido, lo predecible y lo zafio; su debilidad por los lugares comunes y la vulgaridad; su inmovilidad, su regodeo en una paródica zona de confort. Como recién graduada de esta carrera de aquietada mediocridad, su calificación aprobatoria es el aplauso cerrado de la comunidad local: a nadie le parece que las cosas anden ni medianamente mal.

Lo que más me asombra es que los ejemplos a seguir sean las obras del Defe traídas por la UdeG, que en más de una ocasión han sido tan impactantes como necesarios —gracias a la UdeG vimos Incendios de Wajdi Mouawad en esta ciudad, y jamás terminaremos de agradecerlo—, pero que en muchas otras son trabajos de contenidos arrogantes y autorreferenciales, bonitos espectáculos experimentales que exigen aplaudir un arte basada en la minuciosa exploración de la mugre del ombligo. ¡Cómo se llenan esas funciones! ¡Qué atmósfera de consenso se respira al final de cada una! El público no se pone de pie porque esta primavera ha hecho mucho calor, pero con Más pequeños que el Guggenheim de Alejandro Ricaño o Ensayo sobre débiles de Alberto Villarreal, dos espectáculos de preocupante vulgaridad, el público se ha entregado a los actores a sabiendas de que había pagado por shows en donde los teatreros celebraban, otra vez, a los teatreros (al menos los actores, en estos dos montajes, eran sensacionales).

En fin.

Viajé a Bogotá en la última quincena de mayo y me pagué la entrada a tres obras de teatro. Una fue lamentable y no quiero hablar de ella, porque pagué buen dinero para verla y me arrepentí no bien comenzó; sólo diré que es ésta. Otra fue un reluciente y mal trabajo: en el Teatro Libre de la ciudad están por celebrar un aniversario y necesitan fondos, así que organizaron una gala en ocasión de una decepcionante El burgués gentilhombre, de Moliére, con mucho dinero invertido pero un aburrido trabajo actoral encabezado por el desconcertante protagonista, Jean Claude Bessudo. No investigué, lo confieso: ¿sería un actor francés con un muy buen español, pero mala comprensión del texto? El caso es que el señor parecía no reaccionar a ningún estímulo y contribuía al general derretimiento de las acciones dentro del show. Qué maravilla, al final, que Moliére sobreviva a los teatreros.

La Mozuela y la Ventera, en una de las escenas iniciales de Ligazón
Una noche conocí el barrio de La Candelaria, donde comenzó Bogotá, al pie de esos altos y cercanos cerros que la contienen hacia el oriente. Allí decidí meterme a una función gratuita de teatro estudiantil, Se trataba de la exposición de los trabajos de dirección de los alumnos de cuarto año de teatro (les falta uno para graduarse) de la Facultad de Artes de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas. La obra que vi era Ligazón, sobre el texto de Ramón María del Valle-Inclán, creo que un esperpento, en cualquier caso una piecita satírica en que una vieja intenta vender la virginidad de su hija, a lo que ésta reacciona jurando un pacto de amor con un muchacho afilador de cuchillos. La ligazón del título es el juramento: cada enamorado se hiere y bebe la sangre del otro. Para el afilador, el pacto supone su compromiso con un crimen: matar al judío que compró a la chica.

Las raras narradoras gitanas
Era un espectáculo humildoso, pero más allá del decoro con el que nos conformamos los espectadores en las buenas obras de Guadalajara. Es decir, más allá de lo cumplidor, ambicioso pero sensato. Presentado en una hermosa salita de la Corporación Colombiana de Teatro —organismo que merece nota aparte—, la Sala Seki Sano, el montaje estaba basado en un sutilísimo juego de cortes a cargo de dos incomprensibles narradoras agitanadas que pretendían contonearse seductora y misteriosamente por el frente de la escena, como jorobadas que de repente se creyeran diosas eróticas. Era el único error, lo juro, evidente de la obra; todo lo demás, aciertos, o deslices dignos de disculparse: buena dirección de actores, notable presentación de la escenografía, justificación de las acciones, gran ritmo narrativo, resolución ingeniosa y sencilla de problemas básicos —si hay un río a mitad del teatro, ¡usemos una tina y punto!—, buen uso de la básica iluminación, la correcta decisión de poner músicos en vivo mal ecualizados pero bien aprovechados durante la función...

Había, sobre todo, tres cosas a destacar.

1) Actores jóvenes que se divertían como enanos con su trabajo. La Ventera, la madre de la Mozuela, y la Raposa, la amiga con la que acuerda el negocio, eran interpretadas por actrices que exageraban hasta el chillido estridente sus tropiezos y trompicones de ancianas codiciosas y ridículas, pero bien equilibradas por su trabajo de expresión corporal, evidentemente medido, ensayado y supervisado por el grupo de actores y por la directora. Una larga escena de borrachera les sirvió para chistes tan simplones que les faltaba sólo el pastelazo, pero estaba bien preparada e interpretada con justeza y confianza, así que no sólo era divertida, sino que también dibujaba a dos viejas repulsivas felices porque iban a vender a una muchachita.

La Ventera y la Raposa, borrachas
2) Una singular buena lectura del texto: la directora decidió una adaptación literal con el solo añadido de las narradoras gitanas, quienes estaban en un tono equivocado, chocante con el conjunto, pero que servían para resolver un problema básico: es difícil comprender por el oído a Del Valle-Inclán. La directora decidió facilitarle la tarea al espectador con estos añadidos para las acotaciones y, además, muy evidentemente cargó las pilas sobre la correcta enunciación del texto entero. Ninguno de los actores parecía equivocado al lanzar las complicadas parrafadas del brevísimo texto.

LA VENTERA.—¿Cuál fue el consejo que te dio la comadre?
LA MOZUELA.—¿Cuál mi respuesta?
LA VENTERA.—¿Por qué no has recibido el presente?
LA MOZUELA.—No me apetecen las tales ferias.
LA VENTERA.—¡Ahí estás para tirarte!
LA MOZUELA.—Por lo mesmo.
LA VENTERA.—¡No te azorres! ¿Es tirarte pagar con agrado un fino rendimiento, y no lo es ponerte pico a pico con cada uno que va y viene?
LA MOZUELA.—Con ello nada pierdo.
LA VENTERA.—¿Y con tomar una prenda de estima, vendrás a decir que te echas por tierra? ¡Así me muera, si sabes tú lo que es miramiento!
LA MOZUELA.—¡Usted me lo enseña!
LA VENTERA.—Deja los descaros y ten seso.
LA MOZUELA.—Lo mío es mío.
LA VENTERA.—Tú nada tienes.
LA MOZUELA.—Tengo mi cuerpo.
LA VENTERA.—Ni ése es tuyo.
LA MOZUELA.—Habrá de verse.


¿Hay actores que sepan leer bien? En Guadalajara, cuesta trabajo decir que sí. Hay actores llenos de recursos, que suscitan admiración y aprecio por las diversas herramientas que poseen como intérpretes y recreadores de personajes. Pero es probable que la lectura sea su principal debilidad: enuncian y pronuncian mal, acusan su inexperiencia literaria en cada texto, tropiezan con los signos de puntuación y arruinan, en fin, sus años de cursos de expresión corporal con una lengua holgazana y sin educación. La más común de mis protestas contra los actores de Guadalajara es que son incapaces de liberarse de sus propios acentos, de sus propias taras y muletillas orales, de sus tonitos, a la hora de representar. Y yo no seré experto en teatro, pero me parece de lógica simplísima que el actor que no sabe hablar no sabe actuar.

Los jóvenes intérpretes de la Ligazón bogotana que vi el pasado 21 de mayo no eran necesariamente los actores consumados que, espero, algún día llegarán a ser. Pero habían ensayado tanto su trabajo corporal como su trabajo oral, y se notaba. Y el público podía agradecerlo, no sólo porque entendía la barroca prosa de Del Valle-Inclán sino porque, además, podía disfrutarla. Había en ella intención, juego, enigma; eso que mi maestro en un brevísimo curso sobre comedia del arte, el enorme Rafael Garzaniti, definía como doblez y fingimiento: estos muchachos estaban actuando sobre las líneas correctas, sin adelantarse ni quedarse detrás del espectador. En nuestra vida es tan valioso el tiempo real de Internet, que se nos olvida que el teatro ocurría ya en tiempo real antes de la invención de la red de redes: todo suceso acontece en el presente del espectador. De manera que el actor, o entiende el ritmo y la necesidad de "actualidad" del público, o se ahoga y se pierde en él.

3. Ya, para acabar, un sensacional trabajo de dirección. La joven Yudi Yesenia García Mosquera fue tan amable de contarme algunos pequeños detalles del proceso. Me quedo con éste: su montaje, de poquito más de una hora de duración, con seis actores jovencitos (aunque uno que otro ya lucía curtido en lides), le tomó un año de trabajo y perseguía ser digno de un texto que ella escogió por pura afición personal. Pues bien: todo eso se notaba.

La Mozuela y el Afilador
Hace meses que no veo en esta ciudad una obra en donde se note amor y diversión por el trabajo propio: he visto muchas la convicción de que el artista está en lo correcto, esa seguridad repelente de quien actúa o dirige y se para frente a los demás satisfecho de sí mismo, como si tal satisfacción fuera suficiente para que los otros debamos aplaudirlo. "Estoy renovando la dramaturgia", dicen unos. "Mi teatro no se trata de nada y por lo tanto se refiere a todo". "Monto obras de autores consagrados". "Al público le gusta mi comedia". "Me interesa más la exploración física que el texto" es uno de los argumentos que he escuchado más, proveniente, por supuesto, de gente que prefiere inspeccionarse el ombligo como actividad central de sus espectáculos públicos.

El teatro no se trata de uno mismo, en el sentido de que no se justifica por las pulsiones personales. El teatro se sirve de uno mismo para hacerse universal; tiene más un sentido de comunión que de evangelio: ¿por qué dos o tres barbajanes y dos o tres marisabidillas pretenden explicarle al público el universo? Estoy harto de obras de teatro absolutas y definitivas, de dramaturgos categóricos que intentan resolver las dudas existenciales del tapatío de a pie. El tapatío de a pie es un pelmazo, señoras y señores, como lo son el parisino, el cairota y el pequinés de a pie. Pero, viviendo a pie, sabe más de la vida que cualquier teatrero.

He aplaudido muchas veces obras de teatro en Guadalajara que no me parecieron ni medianamente inteligentes, porque aplaudía a la actriz, o al director, o al traicionado dramaturgo. No volveré a hacerlo. Que un artista sobreviva a la estupidez de sus compañeros es una cosa; que yo agradezca al conjunto de esos estúpidos y ese único artista, después de haberles pagado, me hace más estúpido a mí. No volveré a aplaudir, lo siento, sino a aquellos espectáculos que me merezcan una impresión positiva en su conjunto. Este año sólo lo habría merecido uno que otro montaje en esta ciudad. Para mi tremenda fortuna, me invitaron de viaje a Bogotá y pude ver Ligazón. Ojo con esto: fue montada por estudiantes. Ojo con eso, señores.

Por cierto: me encontré un PDF con el texto de Del Valle-Inclán. No tiene desperdicio.

LA MOZUELA.—¡Besa! ¡Muerde! ¡Ligazón te hago!
EL AFILADOR.—¡Vaya un arte de enamorar el tuyo!
LA MOZUELA.—Descúbrete el hombro: ¡Me cumple beberte la sangre!
EL AFILADOR.—¿Profesas de bruja?
LA MOZUELA.—¡De bruja con Paulina!
EL AFILADOR.—¡Pues no me arredro!
LA MOZUELA.—Pues entra a deshacerme la cama.


(OH, YEAH)