1) Tiene varias entradas interesantes sobre cultura de los medios. Se ha ganado mi interés. Volveré a visitarlo.
2) Se despeina pero no se presenta mal: datos de medios, cultura y otras cositas. Bastante entretenido.
Ajá.
(¡KÉ KOKETOS!)
lunes, 20 de diciembre de 2010
Kuriosísimos blogs
domingo, 19 de diciembre de 2010
Incendios
(Paréntesis obligatorio: un texto mucho, mucho menos zopenco que el que presento a continuación puede leerse en el blog de Luis Mario Moncada. Si usted es prudente, lo leerá antes que el mío. Pero no espero que usted sea prudente.)
Tengo para mí que un gran personaje no es nunca el trabajo exclusivo de un actor. Esta obviedad parece impenetrable para buena parte de la población no porque ignore cómo se hacen un trabajo escénico o una película, sino porque es muy difícil sortear la pura fascinación ante los auténticos grandes personajes de la historia de la actuación. En el cine nos hallaremos todos más conectados, así que pongo ejemplos sacados de allí: los perfectos Corleone de la saga El Padrino, el asqueroso Orson Welles de Touch of evil, Katharine Hepburn en The lion in winter, Jack Nicholson en El resplandor (o, con perdón, Sara García en las dos películas de Los tres García). Más recientemente, ese brutal, explosivo Joker de Heath Ledger en The Dark Knight, uno de mis personajes favoritos porque me permite ilustrar lo que empecé diciendo y ahora diré a continuación: un gran personaje en actuación no es la exclusiva creación de un actor, sino la amalgama de un montón de esfuerzos creativos paralelos; en el caso del Joker: el del guionista, el de los compositores de la música, el del fotógrafo, el del editor, obviamente el del maquillista, por mucho el del director y, sí, del actor que se deja la piel y el cerebro y el corazón en este aparato colectivo para insuflar vida: el concierto de impulsos eléctricos y aparataje inescrutable a la doctor Frankenstein que hace posible que un golem se convierta en algo más que un ente andante y parlante, un ser humano como todos nosotros.
No hay Joker sin Ledger, pero Ledger no habría sido suficiente, pues, sin los talentos de Zimmer y Howard, o sin Nolan fijando el desbocado torbellino del desgraciado poder de Ledger.
Acabo de ver una obra de teatro que me ha recordado a Ledger en su esencia, no en su espectáculo, porque acá hay esfuerzo narrativo donde en el Joker hay edición meticulosa. Se llama Incendios, está basada en el texto hecho evidentemente con la sangre y las tripas del nacido libanés Wajdi Mouawad, un dramaturgo francófono que colocó a esta obra como segunda de una tetralogía que desde ya convoca toda mi atención. La historia de Incendios concentra algunas de las más amargas y cruentas experiencias de la vida del autor, a través de la historia de Nawal, una mujer libanesa en una sociedad machista donde las madres lastiman a sus hijas para que aprendan a lastimar a sus propias hijas. Nawal se enamora y embaraza, es obligada a separarse de su hombre, le arrebatan al bebé y lo pierde. Luego huye y aprende a leer y escribir y a contar su historia y la historia de su pueblo, vaga por el país incendiado en la guerra en busca de su bebé y no lo halla, se involucra en la guerra y en un atentado contra un líder paramilitar y termina presa, violada por un mercenario cruel y torturada. Testigo de numerosas atrocidades, atrapada entre la necesidad de poner fin a las venganzas que atraen más venganzas y el impulso irrefutable de obrar ella misma una venganza final, huye del país, tiene dos hijos, envejece y un día decide quedarse en silencio hasta la muerte. La historia pasa entonces a sus dos resentidos hijos menores, a quienes encomienda buscar a su padre y a su hermano perdidos, para romper el silencio al que ella se abandonó: para desvelar elaboradas mentiras que conducen a una verdad compleja y escandalosa, tan cruel como su propia biografía o la de su país. Porque Nawal está convencida de que todos los horrores pueden haberse originado en el amor, que hay amor en todos los actos humanos e incluso en aquellos que son sólo mal y ruindad.
La actriz a cargo de este papel es Karina Gidi, bien conocida en el medio teatral del Defe, también con destacada trayectoria en cine (fue la protagonista de la premiada Abel, de Diego Luna) y en televisión. En Incendios logra una especie de pequeño milagro: soporta sobre sí misma todo el peso de dos distintas tramas (su historia y la de sus hijos) en un ejercicio que es puramente narrativo, pero además dota de carácter al personaje principal, con un concienzudo duelo de resistencia contra el melodrama y la cursilería. Nawal habla: aprende a hablar y sus palabras son la obra, un texto plagado de lirismo y aspiraciones poéticas que funcionan a veces y otras veces se topan contra la interpretación de los actores. Incendios es, digámoslo pronto, una especie de enorme poema narrativo acerca del triunfo del amor enfrentado a las espirales de odio de la guerra. Todo en el texto son imágenes, autorreferencias y representación, retórica de estupenda factura, cuidadosamente vinculada a las intenciones narrativas pero, eso sí, volcada sobre sí misma. Dura dos horas y cuarenta minutos: demasiado para efectos de un trabajo escénico si no eres Shakespeare y careces de actores que soporten con oficio esta ambición estética y estilística.
Incendios vino a Guadalajara como parte de la XXX Muestra Nacional de Teatro mexicana, en noviembre pasado. Le fue tan bien en el juicio popular, que la oficina Cultura UDG de la Universidad de Guadalajara la hizo volver, a una temporada de cuatro funciones. Yo la vi el miércoles pasado. La experiencia es harto conmovedora y todavía más lacrimógena, con ciertas desviaciones hacia el abierto melodrama (mi opinión es que algunos actores se quedan cortos, y asombrosamente descubro que la conocida crítica Olga Harmony piensa algo parecido). Es también pesada por su larga duración pero ha sido eficazmente puesta en escena por el director Hugo Arrevillaga y los responsables del diseño plástico, subrayadamente los de la discreta música y los de la aparatosa pero eficiente escenografía. El gran matiz está en el trabajo de Gidi.
Karina Gidi trabaja, primero que nada, con una depurada técnica de voz: pasa de ser una muchachita a una mujer madura y consigue numerosos matices de caracterización vocal en este tránsito. Hay un cambio en ella de la silvestre y analfabeta adolescente enamorada a la cerebral y resignada adulta que decide cometer un asesinato, y ese cambio es, en principio, vocal. Luego obra un tremendo ejercicio de contención histriónica cuando, con su voz como herramienta primera, interpreta a Nawal después de sobrevivir a años de cárcel y de tortura en el decisivo juicio contra un genocida en una corte internacional. Es capaz de producir efectos pero eso es lo de menos, y esto es lo que me importa: con lo mejor de la obra de Mouawad, es decir, la recargada retórica antibélica y lirista de sus personajes, consigue contar una historia, situar el contexto histórico de un relato de ficción, dotar de dignidad a una casi inverosímil superviviente de la guerra, transmitir horror a los horrores y familiaridad a los clímax románticos y, con todo esto en suma, producir un personaje realista llevado a conflictos que lo exceden: hacer real, verosímil y contemporáneo, para cualquiera, una experiencia humana extraordinaria. Todo esto, al mismo tiempo que ordena la gramática del montaje: el minimalismo de la música que, sin ella, sería cursi; el aparato de la escenografía que, sin ella, sería estridente; un cierto carácter predecible de la iluminación; y el conjunto del esfuerzo y la temeridad de sus compañeros actores, algunos impresionantes (como Alejandra Chacón, que hace a Saura y merece una nota aparte) y otros menos afortunados.
No quiero pensar en una Karina Gidi superdotada, infalible y perfecta, y no quiero colocarla por encima de sus indispensables compañeros de trabajo. Pienso, más bien, en una actriz que consiguió comprender el reto multidemandante de su personaje, que se animó a entregar el cuerpo entero en un papel lleno de matices, cambios violentos que merecen atención cuidadosa. Asumo que su destacada participación en el montaje es obra no sólo de sus talentos, su instinto o sus habilidades —o de su buena suerte—, sino también del bello texto original, una traducción afortunada y una dirección atenta. A ojos más profesionales y avezados, Incendios seguramente está llena de fallos. Me quedo con mi juicio de espectador y mis aspiraciones de perpetuo estudiante de actuación: este trabajo, éste, de Karina Gidi, me resulta ejemplar e inolvidable, y lo sumo, ya, a mi lista de experiencias imprescindibles en el mundo del teatro, al menos por lo que me toca desde una butaca que me solicita respeto y sinceridad y que sólo se rige por una exigencia: hazme creer que esto es verdad. La Nawal de Gidi ha estado viva para mí, viva y consciente de su vida real. Pongo un DVD y me dejo fascinar por la asombrosa realidad carnal del Joker de Heath Ledger. También he ido al teatro muchas veces, y pocas experimenté un tan íntimo contacto como con esta Nawal. Si puede usted, vaya a ver Incendios, juzgue con justicia sus momentos excedidos, y déjese arrobar por el afortunado trabajo de esta actriz. Se quedará con usted para siempre. Y entonces, cuando estemos todos juntos, todo estará mejor. Todo estará mejor.
Por último, el tráiler de Incendios:
(LO DIGO DE VERAS)
Tengo para mí que un gran personaje no es nunca el trabajo exclusivo de un actor. Esta obviedad parece impenetrable para buena parte de la población no porque ignore cómo se hacen un trabajo escénico o una película, sino porque es muy difícil sortear la pura fascinación ante los auténticos grandes personajes de la historia de la actuación. En el cine nos hallaremos todos más conectados, así que pongo ejemplos sacados de allí: los perfectos Corleone de la saga El Padrino, el asqueroso Orson Welles de Touch of evil, Katharine Hepburn en The lion in winter, Jack Nicholson en El resplandor (o, con perdón, Sara García en las dos películas de Los tres García). Más recientemente, ese brutal, explosivo Joker de Heath Ledger en The Dark Knight, uno de mis personajes favoritos porque me permite ilustrar lo que empecé diciendo y ahora diré a continuación: un gran personaje en actuación no es la exclusiva creación de un actor, sino la amalgama de un montón de esfuerzos creativos paralelos; en el caso del Joker: el del guionista, el de los compositores de la música, el del fotógrafo, el del editor, obviamente el del maquillista, por mucho el del director y, sí, del actor que se deja la piel y el cerebro y el corazón en este aparato colectivo para insuflar vida: el concierto de impulsos eléctricos y aparataje inescrutable a la doctor Frankenstein que hace posible que un golem se convierta en algo más que un ente andante y parlante, un ser humano como todos nosotros.
No hay Joker sin Ledger, pero Ledger no habría sido suficiente, pues, sin los talentos de Zimmer y Howard, o sin Nolan fijando el desbocado torbellino del desgraciado poder de Ledger.
Acabo de ver una obra de teatro que me ha recordado a Ledger en su esencia, no en su espectáculo, porque acá hay esfuerzo narrativo donde en el Joker hay edición meticulosa. Se llama Incendios, está basada en el texto hecho evidentemente con la sangre y las tripas del nacido libanés Wajdi Mouawad, un dramaturgo francófono que colocó a esta obra como segunda de una tetralogía que desde ya convoca toda mi atención. La historia de Incendios concentra algunas de las más amargas y cruentas experiencias de la vida del autor, a través de la historia de Nawal, una mujer libanesa en una sociedad machista donde las madres lastiman a sus hijas para que aprendan a lastimar a sus propias hijas. Nawal se enamora y embaraza, es obligada a separarse de su hombre, le arrebatan al bebé y lo pierde. Luego huye y aprende a leer y escribir y a contar su historia y la historia de su pueblo, vaga por el país incendiado en la guerra en busca de su bebé y no lo halla, se involucra en la guerra y en un atentado contra un líder paramilitar y termina presa, violada por un mercenario cruel y torturada. Testigo de numerosas atrocidades, atrapada entre la necesidad de poner fin a las venganzas que atraen más venganzas y el impulso irrefutable de obrar ella misma una venganza final, huye del país, tiene dos hijos, envejece y un día decide quedarse en silencio hasta la muerte. La historia pasa entonces a sus dos resentidos hijos menores, a quienes encomienda buscar a su padre y a su hermano perdidos, para romper el silencio al que ella se abandonó: para desvelar elaboradas mentiras que conducen a una verdad compleja y escandalosa, tan cruel como su propia biografía o la de su país. Porque Nawal está convencida de que todos los horrores pueden haberse originado en el amor, que hay amor en todos los actos humanos e incluso en aquellos que son sólo mal y ruindad.
La actriz a cargo de este papel es Karina Gidi, bien conocida en el medio teatral del Defe, también con destacada trayectoria en cine (fue la protagonista de la premiada Abel, de Diego Luna) y en televisión. En Incendios logra una especie de pequeño milagro: soporta sobre sí misma todo el peso de dos distintas tramas (su historia y la de sus hijos) en un ejercicio que es puramente narrativo, pero además dota de carácter al personaje principal, con un concienzudo duelo de resistencia contra el melodrama y la cursilería. Nawal habla: aprende a hablar y sus palabras son la obra, un texto plagado de lirismo y aspiraciones poéticas que funcionan a veces y otras veces se topan contra la interpretación de los actores. Incendios es, digámoslo pronto, una especie de enorme poema narrativo acerca del triunfo del amor enfrentado a las espirales de odio de la guerra. Todo en el texto son imágenes, autorreferencias y representación, retórica de estupenda factura, cuidadosamente vinculada a las intenciones narrativas pero, eso sí, volcada sobre sí misma. Dura dos horas y cuarenta minutos: demasiado para efectos de un trabajo escénico si no eres Shakespeare y careces de actores que soporten con oficio esta ambición estética y estilística.
Incendios vino a Guadalajara como parte de la XXX Muestra Nacional de Teatro mexicana, en noviembre pasado. Le fue tan bien en el juicio popular, que la oficina Cultura UDG de la Universidad de Guadalajara la hizo volver, a una temporada de cuatro funciones. Yo la vi el miércoles pasado. La experiencia es harto conmovedora y todavía más lacrimógena, con ciertas desviaciones hacia el abierto melodrama (mi opinión es que algunos actores se quedan cortos, y asombrosamente descubro que la conocida crítica Olga Harmony piensa algo parecido). Es también pesada por su larga duración pero ha sido eficazmente puesta en escena por el director Hugo Arrevillaga y los responsables del diseño plástico, subrayadamente los de la discreta música y los de la aparatosa pero eficiente escenografía. El gran matiz está en el trabajo de Gidi.
Karina Gidi trabaja, primero que nada, con una depurada técnica de voz: pasa de ser una muchachita a una mujer madura y consigue numerosos matices de caracterización vocal en este tránsito. Hay un cambio en ella de la silvestre y analfabeta adolescente enamorada a la cerebral y resignada adulta que decide cometer un asesinato, y ese cambio es, en principio, vocal. Luego obra un tremendo ejercicio de contención histriónica cuando, con su voz como herramienta primera, interpreta a Nawal después de sobrevivir a años de cárcel y de tortura en el decisivo juicio contra un genocida en una corte internacional. Es capaz de producir efectos pero eso es lo de menos, y esto es lo que me importa: con lo mejor de la obra de Mouawad, es decir, la recargada retórica antibélica y lirista de sus personajes, consigue contar una historia, situar el contexto histórico de un relato de ficción, dotar de dignidad a una casi inverosímil superviviente de la guerra, transmitir horror a los horrores y familiaridad a los clímax románticos y, con todo esto en suma, producir un personaje realista llevado a conflictos que lo exceden: hacer real, verosímil y contemporáneo, para cualquiera, una experiencia humana extraordinaria. Todo esto, al mismo tiempo que ordena la gramática del montaje: el minimalismo de la música que, sin ella, sería cursi; el aparato de la escenografía que, sin ella, sería estridente; un cierto carácter predecible de la iluminación; y el conjunto del esfuerzo y la temeridad de sus compañeros actores, algunos impresionantes (como Alejandra Chacón, que hace a Saura y merece una nota aparte) y otros menos afortunados.
No quiero pensar en una Karina Gidi superdotada, infalible y perfecta, y no quiero colocarla por encima de sus indispensables compañeros de trabajo. Pienso, más bien, en una actriz que consiguió comprender el reto multidemandante de su personaje, que se animó a entregar el cuerpo entero en un papel lleno de matices, cambios violentos que merecen atención cuidadosa. Asumo que su destacada participación en el montaje es obra no sólo de sus talentos, su instinto o sus habilidades —o de su buena suerte—, sino también del bello texto original, una traducción afortunada y una dirección atenta. A ojos más profesionales y avezados, Incendios seguramente está llena de fallos. Me quedo con mi juicio de espectador y mis aspiraciones de perpetuo estudiante de actuación: este trabajo, éste, de Karina Gidi, me resulta ejemplar e inolvidable, y lo sumo, ya, a mi lista de experiencias imprescindibles en el mundo del teatro, al menos por lo que me toca desde una butaca que me solicita respeto y sinceridad y que sólo se rige por una exigencia: hazme creer que esto es verdad. La Nawal de Gidi ha estado viva para mí, viva y consciente de su vida real. Pongo un DVD y me dejo fascinar por la asombrosa realidad carnal del Joker de Heath Ledger. También he ido al teatro muchas veces, y pocas experimenté un tan íntimo contacto como con esta Nawal. Si puede usted, vaya a ver Incendios, juzgue con justicia sus momentos excedidos, y déjese arrobar por el afortunado trabajo de esta actriz. Se quedará con usted para siempre. Y entonces, cuando estemos todos juntos, todo estará mejor. Todo estará mejor.
Por último, el tráiler de Incendios:
(LO DIGO DE VERAS)
Etiquetas:
actores,
Danza macabra,
teatro
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