Heriberto Yépez cometió el pecadazo de escribir un artículo tan contundente como directo y publicarlo en un periódico de este país donde nadie se cree nada porque, como nadie sabe nada, lo único que sabe es que debe desconfiar de todos. Aquí no creemos en los periódicos ni en la libre voluntad de quienes escriben en ellos, porque asumimos de inmediato que escriben para ellos. Y no creemos en los políticos, en las autoridades, en los gobiernos, en los intelectuales, en los académicos, en los jóvenes, en los adultos, en los niños ni en ningún tipo de sociedad, mucho menos si se cuelga etiquetas como aquélla tan sospechosa de "civil" y esa otra tan abiertamente hipócrita de "organizada". En nadie creemos, ya, los mexicanos: un mexicano es fácilmente definible como ese tipo de ser humano que descree de todos los demás con bilis y con melancolía.
Divago. Como siempre. El texto de Yépez me parece, dije, de una contundencia ejemplar, y no puedo suscribir uno a uno sus puntos, pero suscribo un ejercicio básico que nos andaba haciendo falta: el de la inteligencia. No se trata de encuerar a los cínicos que habitan esta suave patria, ni de exhibirlos, sino de recordar que había por allí al menos un elemento impune en medio de los elencos que recontamos en la película de la violencia mexicana: el consumidor. Yépez no dice que cualquier usuario de sustancia estimulante, estupefaciente o narcótica es un traidor a la Humanidad; dice que el consumidor, como cualquier otro mexicano, es parte innegable de la cadena de inacción y condescendencia con la que fuimos afilando el cuchillo con que el narco y otras malas pécoras han venido a sacudirnos la nuca. Eso es todo lo que dice: habitamos una cierta narcocultura y no podemos negarlo, ¿qué estamos haciendo al respecto? Propone que dejemos de utilizar drogas ilegales. Mala idea no es, aunque tampoco sea sensacional. Y con eso ha sacudido esta tranquila jaula de conformes pajaritos.
En las últimas semanas han estado volando plumas. Y me temo, porque los mexicanos aprendimos a ser así, que no es más que el efecto de que nos resulta muy fácil agarrarnos a picotazos. En México no sólo desconfiamos el uno del otro —de su buena fe, de su inteligencia, de su talento, de su poder, de su suerte—, sino que además estamos entrenándonos en el odio nativo: cualquiera distinto a mí merece ya no sólo mi suspicacia, sino también mis escupitajos en caso de que abra la boca y mis bofetadas en caso de que voltee para mirarme. Con nada queremos estar de acuerdo, con nadie estamos conformes, a ningún sitio vamos que nos sintamos tranquilos. Y ahora querríamos que sólo hubiera clones de cada uno de nosotros, para habitar un país tranquilo donde pensáramos igual y nos preocuparámos por lo mismo.
Yo no digo No + drogas. No es eso lo que me importa. Me importa que creamos al menos en nuestra familia y nuestros vecinos, porque, sí, tengo un corazón blandito y acolchonado, pero también porque sospecho que, como dice la catalana Lolita Bosch en defensa de la parte de corazón mexicano que tiene, todavía podemos creer que la humanidad significa solidaridad, todavía podemos volver a ser humanos después de este inhumano espectáculo con que nos hemos regalado últimamente, todavía podemos sacar fuerzas de hacernos compañía. Yo digo: No + odio. Hemos perdido demasiado tiempo como para desgastarlo en tinta y teclazos acusándonos de imbéciles. Propongo que salgamos de la casa a poner ejemplos de ciudadanía decente: trabajemos bien, cumplamos las leyes, denunciemos su incumplimiento, busquemos algo de bien común. Hace unos días un amigo me recordó que uno de los principales contaminantes de las playas llenas de basura son las colillas de cigarro: una de ellas echa a perder hasta 50 litros de agua y, donde él vive, cuando limpian la arena, han llegado a sacar hasta cinco toneladas: cinco mil colillitas, cada una de ellas ridícula, su conjunto colosal y temible.
Seamos un conjunto temible y colosal. Salgamos, ridículos, a luchar por una parcela de tranquilidad para nosotros mismos y una o dos personas más. Aguantemos. Aguantemos. Aguantemos. Hoy será la casita de algún pobre, ridículo, cándido ciudadano solitario, incapaz de nada contra balas y granadas. Mañana quizá sean dos casitas. Pasado mañana, dos casitas y un departamentito...
Yépez no hizo más que recordarnos: todos tenemos culpa. Es cierto que eso no significa que todos seamos culpables. Pero sí nos atribuye a todos una misma condición: ahora mismo, todos somos responsables de lo que le pase a este país.
Bien por usté, señor Yépez. Ya, como mínimo, por aguantar tanta amargada carrilla. Y, más tranquilamente, por no requerir ninguna defensa.
(NO +)