miércoles, 16 de diciembre de 2009

El gato que saboteó Siberia

Esta nota genial y tristísima y preocupante y ridícula me tiene con la mitad de la cara sonriente, la mitad enlutada. Pobre gatito. Qué magníficos quince minutos de fama.

(ESPERO QUE NO SE LLAMARA LUCKY)

Teatro: Memoria de 2009

Éste no soy yo, pero qué señor tan elegante, ¿no?
Este indecente resumen mío de lo que ocurrió en teatro en Guadalajara durante 2009 fue amablemente grabado, leído y transmitido por el programa Escena Radio, de Radio UdeG, como un gesto de deferencia hacia mí, que he colaborado ya en ocasiones anteriores con ese espacio, y por invitación expresa del equipo de producción. La cortesía de Lourdes González y del brillante Miguel Lugo, además del equipo de Escena Radio, me hicieron muchísimas veces mejor el año que se termina; se los agradezco con toda humildad. En este sitio encontrará usted, lector radiofónica, lectora de frecuencia modulada, el podcast de Escena Radio; si se apura, puede bajar el programa del 15 de diciembre, de la transmisión original de este texto.

Lo reproduzco aquí, en su versión original —faltaron unos fragmentitos, sospecho que para nada extrañables, en la transmisión del martes 15 de diciembre—, porque me levanta mucho el ego, y porque, para eso, éste es mi blog y no de nadie más. Ja. Una versión reducidísima y asquerosamente personal aparecerá en mi columna Danza macabra, de Público, el viernes 18 que viene.

La imagen que ilustra este post la he tomado del interesante blog Radio-Actividad.

Memoria de 2009

El año de la crisis, el año de la influenza y el año de la contingencia sanitaria. Con esos tan pesimistas tres elementos, los teatreros de la ciudad bien podrían recordar el complicado 2009 que se nos muere. Fue la contingencia que no sólo puso a los teatreros a arrancarse los cabellos y mesarse las barbas por sus montajes detenidos, sus espacios cerrados, sus taquillas mosqueadas, sino también la que socavó los firmes cimientos de proyectos como el Congreso Internacional Clown 2009 que, sin embargo, salió adelante.

Fue un año con mucho movimiento, muchos montajes en cartelera y la consagración de una certeza: que el público de la ciudad es impredecible. Eso sí: mucho más divertido que los teatreros, que, sin embargo, en 2009 hallaron dos o tres buenas ocasiones para encontrarse de cerca y paladear, brevemente, el amargo sabor de comportarse como una comunidad. Fue el caso del Festival de Teatro Jalisco 2009, un curioso experimento que dejó descontentos a muchos, pero que tuvo el tremendo acierto de reunir durante pocos días a teatreros de todas estirpes y todas calañas. Y fue el caso, un bocado más difícil de tragar, de la polémica en torno a la Compañía Estatal de Teatro y el millón de pesos que Beto Ruiz y su elenco deberán justificar con El gesticulador de Usigli, pero en 2010. Amén de lo que ocurrió con ese montaje en particular, las dos convocatorias que vimos en el año y la suspicacia que suscita casi cualquier proyecto auspiciado por un gobierno panista, la discusión en torno a qué debe hacer la Secretaría de Cultura en su relación con los teatreros fue, más que interesante, esperanzadora: parece que muchos profesionales del estado tienen ganas, ahora sí, de buscar mejores maneras de aprovechar el vínculo con las autoridades. La gran pregunta es el espectáculo de levantamiento de voces de este año si servirá de algo.

Habría que decir palabras como éstas para recordar 2009, y el orden de la siguiente lista depende absolutamente del gusto personal y de la agenda de este comentarista, quien se disculpa por omitir los nombres de aquellas obras que no vio o no pudo ver, pero se siente aliviado de omitir varias otras que vio y desea olvidar, porque, en 2009, siguió haciéndose teatro pésimo en Guadalajara, teatro ofensivo y pretencioso y desalentador. En contraste, hubo la asombrosa Horizontal-vertical de Beto Ruiz y Justyna Tomczak. Dos sensacionales muestras del teatro de Steven Berkoff: A la griega de Rafael Garzaniti y La secreta vida amorosa de Ofelia de Miguel Lugo. El convencimiento de que el buen trabajo de los teatreros locales tendrá que darse por la vía de los grupos más exigentes o no se dará, o si no que le pregunten a Inverso Teatro, a La Nada Teatro o a La Nao de los Sueños y su Comida para gatos. La popularidad inesperada de Sabor a Freud de Eduardo Villalpando y de Ángel de mi guarda, dos proyectos de los cuales hay que destacar, primero, su buena producción. Aunque, guardando las distancias, en Sabor a Freud hay que pensar también en la mancuerna de Vera Wilson y Mauricio Cedeño. Dos Shakespeare de Fausto Ramírez, uno de ellos tan sólido que el otro se disuelve: Romeo y Julieta para niños con una Susana Romo ejemplar y Hamlet príncipe de Dinamarclown. Y Azucena Evans en Demetrius: otra actriz ejemplar. Y Al teatro en bici, y el primer festival de teatro callejero, y cada vez más jóvenes haciendo no sólo teatro joven, sino auténticos esfuerzos por hacer buen teatro: ¿de dónde, si no de jóvenes, salió por ejemplo el Cabaret la Polaca? Una palabra: Serengueti; y un nombre: Sara Isabel Quintero. Las impactantes visitas de Mujeres soñaron caballos de Daniel Veronese y 1984 de The Actor’s Gang. Acerca de la orfandad y El extraño caso de los espectadores que asesinaron a los títeres y la confirmación de que el Mosco Aguilar está haciendo escuela como un director aguerrido y original. Y Opa!, ese show entre Zaikocirco y Les Cabaret Capricho que hizo a más de uno sonreír por el futuro de los artistas circenses en esta ciudad. Todo el mundo amó a Canek y todo el país habló de Doctor Frankenstein, pero otros prefirieron voltear a la inteligente discreción de El mundo de Marikrís de El Triciclo o a la inteligente concreción de Escenas de una mentirosa y su perro, de los Constantini Carla y Daniel. Y una discreta conquista: si quieres ver la cartelera de teatro, asegúrate de tener a muchos teatreros en tu Facebook, porque no hay un solo sitio de Internet, una sola revista, un solo suplemento, un solo periódico, que tenga organizada y en un espacio de fácil lectura las agendas del sector.

Lo demás son hallazgos, repeticiones, aciertos, fracasos, bobadas, genialidades: todas esas cosas que hay en una ciudad donde la vida artística es agitada pero inestable y temeraria pero prejuiciosa como un estudiante de preparatoria. En Guadalajara hay buen teatro: no tanto como en el DF, pero no tan poquito como en otras ciudades. Hay muchas fallas. Hay mucha pedantería, hay divas insoportables por consagradas y divas insoportables porque nadie las conoce, hay mucho amateurismo, y un doloso analfabetismo merced al cual el teatrero promedio dedica menos tiempo a leer libros que a cambiarse el peinado en la estética unisex de la esquina. Pero hay muchos buenos artistas, directores jóvenes que estudian de verdad, actores que preparan sus cuerpos pero también sus cabezas, vanguardias saludables y tradiciones bien conservadas; cada vez hay más productores y, poco a poco, ellos y otros hacen mejor la tarea de buscar patrocinios en lugar de posarse bajo las ubres del gobierno local. Hay buenas ideas; a veces, hay gente con la disciplina, la voluntad y el rigor suficiente para llevarlas a la práctica; y a veces, en brillantes escasas ocasiones, se convierten en montajes geniales. Eso también hay en el teatro de Jalisco, eso también lo vimos en el año que termina. Y si los teatreros hacen bien su chamba, y ningún virus mutante obliga a cerrar los teatros y a retrasar temporadas, 2010 servirá para confirmar que, poco a poco, el teatro en Jalisco se convierte en un sector respetable de la vida en comunidad. Y los que amemos el teatro iremos a otra función con menos sobresaltos y mejores expectativas, y ocuparemos nuestras butacas y esperaremos a que una voz, mediada por un espantoso sistema de sonido, nos diga cuatro palabras cargadas de energía eléctrica que recorren la médula espinal y nos devuelven un poco de confianza en la imaginación humana; cuatro ridículas, rituales palabras: Tercera llamada, tercera: comenzamos.

Para Escena Radio, Iván González Vega

martes, 15 de diciembre de 2009

Más granadas

Foto tomada de Cambio de Michoacán
Nada hay tan terrible como la normalidad: regulariza lo extraordinario y establece parámetros sobre lo regular. Si lo normal acá es que la gente beba leche, que allá la gente beba jugo de naranja deberá ser no ya diferente, sino controvertido: provocador, ofensivo, chocante, exagerado, afectado, sospechoso, peculiar, curioso al menos. Si, de repente, alguien por acá abre una caja de jugo de naranja y lo bebe frente a todos, sacude el mundo, mueve el tapete, desordena y agita. A veces ocurre que lo extraordinario merece más sorpresa que estupor y más curiosidad que morbo, y entonces los de acá adoptan el jugo de naranja como otra bebida admisible. Y todos tienen dos sanos tipos de tragos para el desayuno. A menos que se descubra que el jugo o la leche eran venenosos, en cuyo caso tenemos un bonito problema y, en una de ésas, varios cadáveres que sepultar antes de que mosqueen el escenario.

Cuando la delincuencia organizada sentó sus reales en el país en torno al control del narco, los secuestros, los asaltos a grandes negocios y la invasión de las autoridades institucionales, consiguió un golpe fantástico que benefició a todos los bandos, a los rivales entre sí inclusive: el éxito de que la gente creyera que su actividad, su influencia y la sombra que arroja sobre nuestros días son normales. No ya extraordinarios, no ya una taza de jugo de naranja que un temerario integrante de la comunidad se bebía descaradamente frente a nuestros ojos: algo regular, algo de todos los días. Todos conocemos a alguien vinculado al narco, todos sabemos de alguien secuestrado, a alguno de nosotros le llegó aquel mensajito de celular que ofrecía una camioneta de cientos de miles de pesos a cambio de un depósito mínimo cuyos beneficios jamás veríamos, todos dimos una vez mordida a un agente de Vialidad, todos sabemos cómo sobornar a un policía para que, por la noche, cuando nos pesca con una cerveza abierta o ejercitando los sanos intereses eróticos personales en el interior de un carro, nos deje ir en paz. No es lo mismo, pero hoy todos aceptamos que, de vez en cuando, sabremos que por ese crucero que atravesamos a diario, cerca de la escuela de nuestro hijo o a media cuadra del trabajo de nuestra pareja, un par de sicarios fulminarán a riflazos a alguna víctima de sus intereses. A las seis de la tarde: normal. A las tres de la tarde: normal. A las once de la mañana, frente al centro comercial por el que paseamos tantas veces: normal. Esas cosas pasan. Pasan aquí, en Guadalajara, como pasan en el DF o pasan, pongamos por caso, en Colima. El matiz viene cuando comparamos nuestras experiencias con las que considerábamos exageradas e inalcanzables, esas que no nos tocarán porque se ven demasiado lejos: Guadalajara no es tan violenta como Tijuana, nos decimos unos a otros, obtenemos un asentimiento definitivo de nuestro interlocutor y seguimos lamentando la suerte de los demás. Nuestros fusilamientos en avenida Vallarta, en avenida Patria, en avenida Mariano Otero, son minucias ante lo que ocurre en Matamoros, en Reynosa, en Monterrey, en Culiacán. Y nos sentimos tranquilos porque nuestro vochito rumbo al exceso inalcanzable avanza a cinco metros por hora, impulsado por nuestras ejecucioncitas y nuestros enfrentamientitos, mientras que en el norte hace un buen rato que echaron a andar un tren bala que es eléctrico y no necesita repostar combustible. Se nos olvida que el vocho, ridículamente lento, avanza de todos modos. Se nos olvida que este cacharro entrador no se para. Se nos olvida que no nos hemos detenido.

Hace cinco años, Morelia, capital de Michoacán, convivía lastimosamente con municipios vecinos afectados por el crimen organizado: la presunta existencia de una organización bautizada por los periodistas especializados como cártel de Los Valencia, otra o la misma bautizada por otros periodistas especializados como cártel del Milenio, y por uno de los más sanguinarios grupos criminales que el país vio en años, los presuntos Zetas. Convivía con Uruapan y sus novedosas primeras planas de cabezas lanzadas a pistas de centros nocturnos como había convivido por decenios con la realidad del narco de la Tierra Caliente, tan temible como hogareño: no salía de su Apatzingán o de su Lázaro Cárdenas y, por eso, a nadie le preocupaba en la ciudad del Festival Internacional de Música, de la Catedral barroca, de las canteras rosas, de la Tota Carvajal y Tomás Boy y de la casa natal de ese elevado prócer derrotado José María Morelos.

La noche del 15 de septiembre de 2008 fue la ocasión de Morelia para darse cuenta de que no era extraordinaria en su normalidad, que podía dejar de ser normal para volverse extraordinaria y que su nueva normalidad sería la otrora extraordinariedad temible de Uruapan o Tierra Caliente. Con unos escrúpulos aparentemente serruchados, unos hombres jóvenes dejaron caer o lanzaron o colocaron estratégicamente dos granadas, en momentos distintos, en medio de los gentíos que se hacen en la avenida Madero en las celebraciones de esta noche de septiembre. Las fotografías dieron cuenta de un horror que, como dice Susan Sontag en aquel libro Ante el dolor de los demás, no es menos doloroso por lejano, pero sí es localizable, como un recorte que podemos medir y estudiar separado de su contexto.

Tengo para mí que los morelianos, los nativos y los venidos de fuera, los que vivimos allí y los que no vivimos allí, no habíamos acabado de cerrar la boca ante la alarma que esta nueva normalidad nos ponía enfrente, incuestionable e incombatible, cuando, este martes, otras granadas nuevas, menos gravosas pero igualmente impactantes, estallaron en la ciudad. No hubo tantos heridos, ni muertos, como en 2008. Otras no explotaron y los militares tuvieron que desactivarlas.

¿Ésa es, pues, la normalidad ahora? ¿Es, ésa, Morelia? ¿No la Morelia de las inocentes y rancheras corundas, de los cien tipos diferentes de quesos, de la barbacoa por las mañanas y las hamburguesotas por las noches, de atole de grano y el pan de Zinapécuaro? ¿Ya no la Morelia de los plantones de maestros o de Antorcha Campesina en el obelisco? ¿Ya no la Morelia de los ambulantes que brotaban como hongos después de la lluvia en el centro histórico? ¿Ya no nada más la Morelia de los preparatorianos que cierran escuelas y avenidas para organizar tardeadas, de los gobernantes extrañamente corruptos? ¿No la Morelia del 12 de diciembre en que el paseo de San Diego se llena de cáscaras de cacahuate y bagazo de caña, o la Morelia que se hace intransitable al mediodía cuando el tráfico está en su punto más alto? ¿También es una Morelia estupendamente necesitada de militares y policías en las calles, exageradamente temerosa del narco, arrebatada por la amenaza de una granada nueva quién sabe en dónde, en la Vasco de Quiroga cerca de la Inmaculada a la hora de la cena o en la avenida Morelos rumbo a la Feria, vamos poniendo por caso?

¿Cómo se normaliza un desastre? ¿Cómo una catástrofe deviene orden? ¿Cómo lo exagerado es el promedio? Sé que estiro hasta sus consecuencias más graves lo ocurrido hoy, pero no olvido el crítico escenario del 15 de septiembre de 2008, las consecuencias domésticas más básicas —como cancelar algunos festejos públicos— ni el hecho de que eso, que vemos allí, a cinco horas en autobús de Guadalajara, más cerca del DF que esta normalita Perla Tapatía, está volviéndose normal en el país. Ya no es el vergonzoso patrimonio de algunos estados del norte: por todos lados, el crimen organizado y las autoridades corruptas nos arrebatan ciudades que sirven para que nosotros vivamos en ellas. Más todavía: nos arrebatan ciudades que somos nosotros mismos, nuestros barrios y centros y periferias. Vivimos en ellas y queremos que en ellas vivan nuestros hijos y sabemos que en ellas hemos dejado atrás a nuestros padres: luego, esas ciudades somos nosotros.

Me alarma que nos veamos inexorablemente secuestrados: extorsionados, plagiados, asaltados, ejecutados o heridos por esquirlas azarosas sin más culpa que la de haber pasado por el sitio equivocado a la hora equivocada. Me alarma que mi barrio sea más seguro que el de algunos de mis conocidos porque no nos separan más que algunas avenidas. Yo nací en Morelia y viví allí por años. Y he vivido por años en Guadalajara, como en Manzanillo, y mi periplo por ciudades quizá no haya terminado todavía. En cada una dejé no un pedacito de mi corazón o el trocito más dulce de mi memoria, sino a gente, gente viva que merece que la normalidad de sus vidas esté mediada, en principio, por paz y orden. Esas dos palabras le revuelven el estómago a muchos de quienes conozco y cuyas voces e ideas requiero en esta ocasión, pero que piensen en ellas: quizá estemos en guerra, quizá de hecho debamos organizarnos para enfrentar un asedio tan singular como letal, el de la delincuencia organizada que nos lastima a todos, ya por las balas y granadas, ya por la corrupción y el autoritarismo que convoca y provoca. Me disculpo por la ineficiente comparación, pero me urge hacerla básica: ahora, que nos lanzan el jugo de naranja a la ropa, nos azotan el vaso a la cara y nos marcan la leyenda "Miedo" con los pedazos de vidrio que corten mejor, hace falta que nos preguntemos qué normalidad queremos. Y que la persigamos con denuedo y responsabilidad. No sé cómo evitaremos que más granadas estallen en Morelia; sí sé que los ciudadanos somos capaces de construir mejores ciudades, hogares reales que el imperio del crimen no penetre con tal facilidad. Porque el vehículo en el que nos sube es un vochito o un tren bala, lo mismo da: está moviéndose y no se detiene. No se detiene.

Tenemos que meter ya el freno.

Jake Earle Haley como Freddy Krueger


Megacool.



(UNO, DOS, RORSCHARCH ESTÁ AQUÍ)