Una versión recortada de este texto se publicó en la sección Revista de El Informador el lunes 3 de febrero de 2014.
El actor que era dueño de las bombas de tiempo
Iván González Vega
Aunque medía sólo 1.77, Philip Seymour Hoffman daba la
impresión de ser un gigante. Es una imagen equivocada que los espectadores nos
formamos con ciertos actores capaces de lucir un temperamento arrollador. Era,
efectivamente, uno de esos talentos del cine con carácter de bomba de tiempo:
uno esperaba con paciencia a que estallara porque iba a ser un espectáculo, aun
cuando estuviera pegando de gritos o apareciera ya estrafalariamente travestido,
como en su famosa interpretación de Capote o en Flawless.
Su muerte deja un hueco, pues, bastante grande en Hollywood y en el off Broadway del que fue habitual —su compañía, LAByrinth Theatre, llegó a estrenar una obra por año—. Aunque los espectadores lo recordarán por su laureadísimo rol de Truman Capote en el descenso a los infiernos que fue la escritura de A sangre fría —papel que filmó al mismo tiempo, aunque estrenó un año después, Toby Jones en Infamous, con tanta o quizá mayor fortuna que Hoffman—, su filmografía de los últimos 20 años está repleta de títulos que parecen imprescindibles para el Hollywood contemporáneo. El director Paul Thomas Anderson lo tenía como uno de sus actores indispensables —sólo faltó a una cinta desde Boogie Nights hasta The master—, pero Hoffman pasó por lo independiente y lo comercial dejando un rastro magnético: era capaz de medirse a señores como Robert de Niro (la mencionada Flawless) o Meryl Streep (La duda) y de robarles la función, o de aparecerse como secundario entre galanes y hacerse lo más atractivo en la pantalla (Perfume de mujer, Regreso a Cold Mountain o El talentoso Mr. Ripley).
Lo conseguía, por supuesto, con base en un talento innegable, pero también con lo que se evidenciaba como una técnica actoral que parecía discreta y cuidadosa. Su voz podía ser poco atractiva, pero sabía emplearla como instrumento de carácter para imponerle su propio ritmo a las escenas; su corpulencia le otorgaba un singular peso frente a la cámara, pero su marca principal era una paciencia de lagarto en todo su lenguaje gestual, que era siempre económico y calculado, pero también contundente como un mazazo. No parecía sofisticado, sino solamente fuerte e incontestable, un gorilón adorable: el golpeador del salón que ha decidido defender a los pequeñitos.
Lo interesante de sus papeles eran los muchos matices que les daba entre lo patético y lo grotesco: salvó del ridículo a su personaje en Con amor, Liza, donde interpretó a un viudo adicto a aspirar gasolina, pero se permitió llegar hasta el nivel más triste y asqueroso en Happiness, de Todd Solondz, o en La hora 25, de Spike Lee. Luego, ya convertido en una estrella y alrededor de los años de Capote, probó su capacidad para ampliar su registro con papeles que parecían tan pequeños como el villano de Misión Imposible 3, Owen Davian, una bestia más espectacular que todos los efectos especiales de la saga protagonizada por Tom Cruise, y cuyo trabajo basó, precisamente, en una estrategia de contención: derrotado y rojo de rabia, pero sin alzar la voz siquiera, Owen Davian le juraba a los buenos de la cinta que cobraría venganza y los espectadores sabíamos que lo iba a cumplir.
Rabioso y derrotado igualmente era el personaje de uno de sus mejores trabajos: la última cinta del gran Sidney Lumet, Antes de que el diablo sepa que estás muerto, donde el director armó y condujo un reparto prácticamente infalible: Hoffman y su hermano, interpretado por un Ethan Hawke sensacional, hijos de Albert Finney, planean un asalto que les sale mal. Hoffman hace a Andy, el hermano más listo y fuerte, pero también el más desesperado, un heroinómano capaz de pasarle por encima a toda la familia y que ha renunciado a toda redención: un papel ideal para un actor que era como una bomba de tiempo pero que gobernaba la cuenta regresiva. Cuando descubre un adulterio clave para el argumento de la película, Andy no explota, pero su sola respiración —un elemento actoral que traiciona a la mayoría de los actores— es una síntesis de la amenaza y del peligro: vemos que el reloj marca cinco, cuatro, tres, dos... y, sin embargo, queremos que alguien se salve, aunque sea él, este canalla repugnante.
Es probable que otro de los mejores personajes en la filmografía de Hoffman sea, precisamente, el opuesto absoluto de su Andy: Phil Parma, el amable representante del espectador dentro de Magnolia, la película que catapultó desde el indie hasta la primera fila de Hollywood a Paul Thomas Anderson y sus actores favoritos —John C. Reilly, William H. Macy y Julianne Moore junto con Hoffman—. Phil es un enfermero que cuida a Earl —nada menos que el gran Jason Robards—, un magnate de la tele que agoniza, y le toca asistir al modo tormentoso como el millonario, ya con la mente perdida, se arrepiente de haber abandonado a su familia.
Los pocos minutos de Hoffman y Robards son lo mejor de Magnolia, incluso dentro de un melodrama casi teatral basado en desbocadas respuestas de los actores: Phil es un simple y discreto asistente médico, dispuesto a fingir que le enciende un cigarrillo invisible a su enfermo aunque tiene cáncer de pulmón, a escucharlo, a tolerar los estallidos de la esposa enferma, y hasta a intentar ayudarlo a que se redima. Es Phil el que, cuando todo dentro de la curiosa película se ha complicado, le dice por teléfono al empleado de una hotline: “Ésta es la parte de la película donde ayudas a un desconocido; y si esto pasa en las películas seguramente es porque pasa en la vida real”. La línea sería ridícula casi con cualquier actor, pero hace rato que el magistral Hoffman se ha comprado al público; Phil Parma hace que el espectador mueva la cabeza y diga que sí, que es verdad, mientras está sentado en la butaca y lo mira rogando en el teléfono: en la vida real, como dice este hombre, pasan las cosas que pasan en las películas.
Como pasa con todas las estrellas y con los artistas
que no son ancianos, uno se pregunta si no es injusto que los actores famosos
se mueran cuando queríamos verlos muchas veces más en la pantalla (¿qué habría
hecho, a esta altura, Heath Ledger?). Philip Seymour Hoffman tenía 46 años de
edad y, aunque había revelado el año pasado su fármacodependencia —a los veinte
años dejó de beber alcohol—, parecía tener una larga carrera garantizada en
Hollywood. Si no injusto, sí es una gran decepción que se pierdan así los
actores generosos, que calculan cuánto apasionamiento y cuánta entrega resiste
el espectador, pero igualmente se entregan por completo a personajes que,
aunque no son protagónicos, son siempre memorables. Su descarada pose en cintas
como La guerra de Charlie Wilson o Casi famosos, el modo en que brilla
junto a una actriz del tamaño de Laura Linney en Los Savage, parecen hoy, ante todo lo que ya no llegó a hacer, un
pequeño tesoro para Hollywood.
Tenemos que admitirlo: durante las últimas dos décadas estuvimos en presencia de uno de los grandes de verdad; uno de esos capaces de hacernos asentir, de decir que sí, mientras lo mirábamos desde la butaca: este señor no puede estar mintiendo: es verdad que en el cine, como él dice, pasan las cosas que pasan en la vida real.
(SNIF)