Ahi nomás. Gracias. Me ruborizo un poquito, pero a quién chingados le importa. No le perdono que le guste la imbécil Temporada de patos, pero quien insulta así a Retes y Marcovich merece mi respeto. Siquiera, por unos minutos.
(Y A MÍ ME GUSTA CAIFANES Y QUÉ)
miércoles, 28 de abril de 2010
Sabina, el inmortal
Sobreviviente de sus propias caricaturas, Joaquín Sabina tiene más de 30 años en los escenarios y, a sus 61 de edad, energía suficiente para regresar a Guadalajara y hacer que poco más de ocho mil personas lo bailen, aplauden, griten y coreen como si se tratara del ídolo juvenil de moda. Ayer trajo Vinagre y rosas durante 140 minutos de concierto
Iván González Vega, 24 de abril de 2010
Joaquín dice que le ha costado años pero que ha conseguido sacudirse su caricatura: el borracho noctámbulo y medio canalla pero sensible —“¡Malo con los políticos, bueno con las muchachas!”— al que todos esperábamos salir, como vampiro recontramoderno, de en medio de una nube de humo de Ducados, sonriente y de cara huesuda, galante como un Groucho Marx sin bigote, riéndose por dentro de todos y dispuesto al tequila y al ligue con grupis ocasionales, que nunca le han faltado. Con ganas de ser Bob Dylan y no Serrat. Qué le queda de todo eso. Nada, quizá. O sólo lo más valioso. Tiene 61 años, sobrevivió a un accidente cerebral que por poco le quita cosas que le han de ser más preciadas que la vida: la convicción de que escribe lo que quiere, de que canta lo que le gusta, de que sólo se trepa a los escenarios que va a disfrutar de veras. Sobrevivió a no sabemos qué tratamiento médico que le hinchó la cara. Sobrevivió a un disco que se distingue de todos los anteriores por su desafortunado sonido —Dímelo en la calle— y a otro que fue un prodigio underground todavía incomprendido —Diario de un peatón— y sobrevivió a una gira que fue, poco a poco, devolviéndole las sonrisas, al lado de Joan Manuel Serrat. Allí lució como un señor de edad al que le venía bien pegar de brincos y jugarse albures inocentones con el cantautor catalán. Y fue haciéndose una caricatura nueva: las playeras de estampado adolescente —a rayas de preso, con bolitas rosas, con un signo de interrogación como la que traía la noche de este 23 de abril—, el pantalón largo, la chaqueta informal —anoche, con camuflaje militar—, el bombín que ahora todo el mundo dice que es “emblemático”, los chistes acerca de sí mismo y las canciones que concede a sus amigos durante los conciertos. Hasta un bastón trajo. Es la caricatura de un cantante sexagenario que asegura que rehúye la estabilidad doméstica pero abraza la comodidad de un escenariote como el auditorio Telmex con ocho, nueve mil personas. La caricatura de un superviviente que sobrevivió a sí mismo. Flaco de nuevo, repleto de energías, fiel a sí mismo: anoche, Joaquín Sabina volvió a Guadalajara.
Alguien arregle avenida Laureles
El tráfico desde avenida Américas y Laureles retrasó al taxista: veinte minutos desde el cruce de Patria hasta los Arcos de Zapopan son algo a lo que muchos conductores de viernes por la noche deben haberse acostumbrado. Yo no. Yo tengo dolor de estómago porque hace años que no veo a Joaquín. Vino en febrero de 2001 —qué tiempos aquéllos, antes del 11 de septiembre y antes del accidente cerebral— al teatro Galerías y allí adentro unas quinientas personas le celebraron 19 días y 500 noches cuando todavía no se volvía El Disco Famoso de Sabina. Acababa de salir a la venta Nos sobran los motivos, un en vivo doble en donde, a la mitad de esa canción, él canta:
“Tenían…”.
Y la gente no completa la frase. Él finge que se molesta y, cariñoso, le reclama a su público:
“No, no, no, no, no. A mí me habían dicho que habíais estado ensayando. ¡Tenían…!”.
Y la gente responde:
“¡…razón!”.
Risas.
Aquello se volvió tan famoso, tan famoso, que desde entonces, en cualquier concierto, la masa de público quiere repetir la hazaña.
Llegué veinte minutos tarde. Había cantado ya “Tiramisú de limón” (que no me entusiasma especialmente) y “Viudita de Clicquot” (que me encanta) y estaba terminando “Ganas de…” (cuya inclusión me sorprendió, porque no es precisamente la canción más popular de su disco, el Esta boca es mía). Luego se arrancó con unos versitos —del accidente cerebral para acá, los sonetos y los poemas también son parte de su repertorio regular, las más de las veces muy malos, pero casi siempre popularísimos en automático— que cerraron con una alusión a su “amor tapatío”. Yo estaba encontrando mi butaca en el auditorio y distinguí su figurita de clown medieval con el vestuario equivocado: la sonrisa cínica de quien sabe que van a aplaudirle, porque, seguramente, está deseando de verdad merecerse esos aplausos.
Las mil cabezas de su amor tapatío le retribuyeron el gesto romántico con un aplauso estruendoso. No regalo el adjetivo: ayer la gente de Guadalajara lo aplaudió como si no hubiera venido en años a la ciudad, pese a sus visitas recientes de 2007 con Serrat y de 2006, en un repleto Foro Expo, para presumir Alivio de luto.
Escuché ese aplauso con la ansiedad de quien temía perderse el concierto. Hallé mi sitio, saludé a mi gente, escuché que empezaba a tocar “Medias negras” (la versión de son cubano del Nos sobran los motivos) y me senté, pero quería pararme. Bailar y reírme y gritarle a Joaquín vulgaridades al calce como “¡No te nos mueras nunca!”. Pero la gente estaba sentada y sentada se quedó casi una hora. Eran las nueve con veinte de la noche. Yo no tenía cervezas y tenía un contundente dolor en la boca del estómago. El escenario estaba repleto de luces y el telón de fondo eran las azoteas de una ciudad. Ah, sí: el viejo poeta urbano más o menos maldito, el cantautor del tren subterráneo, el Sabina que cierra los bares al amanecer. Pero no era ése el que estaba allí arriba. Era un macizo y correoso señor con una guitarra eléctrica encima plantándole cara al público, cambiándole el ritmo al estribillo de la canción, retando a que lo siguieran. Era Joaquín, estaba cantando.
Y el dolor del estómago se fue al carajo.
Alguien arregle la autopista de Morelia
La voz de Joaquín también cambió mucho. Algo le hicieron en el estudio de grabación y en 1999 lo descubrimos más aguardentoso, con la garganta más áspera en el 19 días y 500 noches, posiblemente el mejor de sus discos de estudio. Antes tenía voz de señorito serio pero que se dejaba todo ante el micrófono. El mejor ejemplo es el Joaquín Sabina y Viceversa en directo, un disco de 1986 en el que media comunidad española le rinde un tributo algo inconcebible para alguien tan joven. Gran, gran disco doble. Íbamos escuchándolo en el Neón rojo de Martha, César y yo, en 1997, el día en que dejamos Morelia y movimos nuestras últimas cosas rumbo a Guadalajara. Yo tenía 17 años y tres o cuatro de trayectoria como fan de Sabina. César no estaba seguro de que Martha fuera la mujer de su vida —no tuvo tiempo de cultivar la duda con la paciencia hidropónica que tanto le gusta a los hombres de 30 años, porque, llegando a Guadalajara, Martha le quitó su amor y el Neón rojo— y a mí acababa de decirme adiós mi única novia de la preparatoria. La autopista que viene desde Morelia ya lucía los baches que creo que hoy todavía nadie ha arreglado y el CD brincaba en el estéreo, pero una sola canción se reprodujo completa y sin saltos. Desesperados de amor, César y yo cantábamos:
Y, luego, más fuerte, como conviene a quien es incapaz de renunciar a su cursilería:
“¡Cuando la ciudad pinte sus labios de neón, subirás en mi caballo de cartóóóóón!”.
Lagrimita. Cambio de velocidad.
Guitarra. Otra lagrimita.
Pero Joaquín cantaba con una voz más tersa y jovial, muy poco parecida a la voz de borrachazo fumador que apareció en 19 días… y que lució anoche, en el Telmex. Dura y rasposa, atacó “Aves de paso” y luego cedió el escenario al recuerdo de Fito Páez, acompañado por uno de sus músicos con “Llueve sobre mojado”. Panchito Varona cantó la hermosa “Esta boca es mía” y la —fascinante— chica que lo acompaña ahora cantó “Como un dolor de muelas”.
Luego Joaquín se puso a acordarse de Chavela Vargas y la gente, ¡por fin!, se puso de pie y se sacudió por cinco minutos la flojera: “Por el boulevard de los sueños de rotos” le sirvió para asegurar —momentos de chistes— que él tiene tres cosas en común con la nonagenaria Vargas: “Ser muy borrachos, ser muy mujeriegos y estar muy retirados”.
La gente se puso de pie y le coreó los versitos mexicanos. Por eso no siento pena de mi historia del Neón rojo con César: todos los fans de Sabina son iguales:
Gritos de la gente. ¡Te quiero, Joaquín! ¡Viva Chavela! ¡Viva José Alfredo! Alaridos de jovencita cuando aparecen los Jonas Brothers. Alaridos de jovencita cuando aparece Miley Cyrus. Alaridos de jovencita de treinta, cuarenta años, parejas de cincuenta o sesenta que bailaban, hasta hace unos minutos, con el culo pegado a la butaca sin poder dejar de sonreír. Cuando canta Joaquín, uno tiene que sentir que está al menos un poco feliz. Anoche la gente lucía como enloquecida. Señores míos, ¿a sus edades?
Alguien arregle el auditorio Telmex
En algún momento fui por una cerveza y luego lidié con la chica de mi puerta porque había olvidado mi boleto. Las sonrisas del público en el concierto de Joaquín conocían unos instantes de rictus en esta clase de trances: todo el mundo mete camaritas digitales o iPod o Blackberry o cosas similares a los conciertos de todo el planeta; ¿por qué en esos foros creen aún que podrán controlar que tomen fotos? Entonces, el muchacho o la muchacha del auditorio Telmex que se pasaba la noche en cuclillas, dándole la espalda al cantante porque había que vigilar a los señores del público devenidos presuntos delincuentes, se te metía entre tú y tu acompañante y le decía a la señora detrás de ti:
“Señora, hay que guardar la cámara”.
Y la sonrisa pasaba a ser un mohincito ofendido.
Yo tomé como cincuenta fotos. Horribles. En 2001 no pude fotografiarlo, pero metí una caguama en la mochila y me la bebí en las narices de todos, ja. Ayer me bebí dos cervezas dobles y, hecha su magia, llegó el momento en que, por fin, entendí “Cristales de Bohemia”.
“Cristales de Bohemia” es una de las catorce canciones de Vinagre y rosas, el disco más reciente, ya triple disco de platino y proeza de 2009 en el mercado español. Para mí, es una muestra de que el poquito de estabilidad doméstica que Joaquín disfrutaba en los últimos años le pasó cierta factura. Vinagre y rosas suena a veces al mejor Joaquín: divertido y descarado, capaz de sacarle un verso memorable al ripio menos elegante, intrépido a la hora de echar mano de un buen personaje o de una historia singular con el cuidado de no convertirla en un tótem bohemio; pero a veces suena también simple y obvio, romántico a la fuerza, repetitivo, redundante, predecible. Domesticado. Me lo imagino sentado en su estudio, mirando hacia la calle, en medio de pocos cigarrillos por aquello de que el médico le ha dicho que ya no está para esos trotes, cejita alzada mezcla de que hace mucho calor y de que la vida lo decepciona de tarde en tarde, en íntima genuflexión de la que despierta para decir: “Ah, pues qué caray: no me salen las letras”.
Él juró anoche que no. “No he caído tan bajo como para vivir una estabilidad doméstica que me quite el dolor, la urgencia, el destrozo. Uno necesita de esas cosas para escribir canciones”.
Contó entonces la historia de cómo armó este disco, con Benjamín Prado, triste porque lo había dejado la novia, “y yo estaba triste porque mi novia no me dejaba tener novia”. Y que se hallaron un día bebiendo y despertaron en un hotel de Praga y así volvió la musa. Y a mí ese trabajo de escritura a cuatro manos no acaba de convencerme. No cuando sus nuevas letras se regodean en un “A, e, i, o, u, a mi boda fueron todas, menos tú” o en algo como “De madrugada y por la puerta de servicios, me pasabas el hachís; al borde del precipicio jugábamos a Thelma y Louise”. Pero Joaquín se dice contento de su Vinagre y rosas y dice que es uno de esos discos de los que no se avergüenza, como el 19 días… Me gusta la increíble “Blues del alambique” y aprecio como sabinista “Viudita de Clicquot”, pero encuentro mejores logros en letras como “Nombres impropios”:
O la vieja letra de “Agua pasada”, que ya rolaba por allí entre sus libros de sonetos:
“Cristales de Bohemia” nomás no me entraba. Supongo que mis prejuicios —el más resistente de ellos mandata que ningún disco de Sabina me gusta los primeros meses— bloqueaban esa canción, como si el estribillo me pareciera demasiado poco ingenioso (“Ay, Praga, Praga, Praga…”, y ya podemos repetir el nombre de la ciudad por otros siete versos, Joaquín, hombre). ¿Cómo se desbloquea una canción de tu cantante favorito? Vas a verlo en vivo, le propinas dos horas y media de tu cariño impertérrito, le perdonas los exabruptos con el Presidente y que invite a comer a don Felipe y a doña Letizia (¿”malditos sean los que aplauden al príncipe de hinojos”?), se lo perdonas todo, vuelves a perdonárselo todo. Y, esto es muy importante, te llevas las cervezas al gaznate como si estuvieras ahogándote de sed, de una sed que sólo se alivia poniéndose muy cursi y muy borracho.
“En el puente de Carlos aprendí a rimar ‘cicatriz’ con ‘epidemia’”, dice Joaquín en “Cristales de Bohemia”. Ayer la entendí del todo. Ayer entendí que su Vinagre... también es un disco de Sabina: sobre desamor y la indecencia de quienes ven pasar el mundo y opinan: ¿por qué ha de ser malo ser cursi, azotarse con esas enanas crisis personales que definen un año, dos de la vida propia? ¿Por qué ha de ser malo hacerlo en 1997 en un auto prestado, o en 1995 en un concierto en el Cervantino, o en 2001 en el Galerías, o a los 61 de edad en el auditorio Telmex?
No es malo, no es malo volver a esto. Hay que volver de vez en cuando, sin timidez y sin pena. Otra vez: “Otra vez a volvernos del revés, a olvidarte otra vez en cada esquina, bailando entre las ruinas por desamor al arte de regarte las plantas de los pies”.
Alguien arregle las estadísticas de esperanza de vida
Por eso celebré que llegaran también “Embustera” (la que más prendió a la gente de Guadalajara) y la linda “Vinagre y rosas”. Anotaciones: Joaquín no cantó nada de Alivio de luto, un disco sólido y redondito que es su gran redención después del “periodo negro” del pasado decenio. Nada. Ni “Números rojos” ni “Con lo que eso duele” ni la popular “Paisanaje” ni “Pájaros de Portugal”. ¡Ni “Nube negra”! Tampoco cantó nada de El hombre del traje gris —no, viejos sabinistas de cuño y de diploma: no cantó “¿Quién me ha robado el mes de abril?”—. Y no cantó “Ruido” ni “Más de cien mentiras”, que también eran rituales en los conciertos de otra época. “Se me hizo muy poquito. Si uno quisiera que cantara más, estaríamos aquí hasta las seis de la mañana”, agregó mi novia, a la salida.
“Poquito”. ¿A ver? Canta tú 26 canciones a esa edad, en medio de una gira de cien plazas, después de seis conciertos en el Defe y de tener que ir este sábado a Aguascalientes y este domingo a Querétaro y luego a Zacatecas-Mérida-Puebla. ¿A ver?Cantó “Cerrado por derribo”, con García de Diego cantó “Amor se llama el juego” y cantó “Calle melancolía”. Cantó “Noches de de boda” y la pegó a “Y nos dieron las diez” y, si se te han subido las cervezas, no tienes idea de qué buen mariachi es el Sabina ése. La gente no terminó de ponerse de pie: a la hora de concierto, por fin le celebró una: “19 días y 500 noches”, sí, con todo y la interacción cantante pródigo-público generoso a mitad de la canción. Le celebró también, con un entusiasmo muy particular, “Embustera”, “Peor para el sol” y la vieja “Princesa”. Nadie esperaba que la cantara, pero hizo el bonito regalo de “Peces de ciudad”, a la que se entregó con emoción auténtica. “Contigo”, “Una canción para la Magdalena” y otras, para que el público se volviera loco. Se despidió dos veces y dos veces regresó. Tapatíos de lento arranque, hacia el final del concierto los del público le gritaban de todo, le lanzaron una prenda de ropa interior que se puso sobre el sombrero, le regalaron un cuadro, le regalaron una playera que decía “Comala”, donde él, dice, aprendió que no debieras tratar de volver al lugar donde has sido feliz. Y el cierre, cierre entero, fue con “La del pirata cojo” y “Pastillas para no soñar”. Dos horas y veinte minutos de concierto. Ahí nomás.
Me temo que no cantó más. Nada de Hotel, dulce hotel, y ninguna más de Mentiras piadosas. Snif. ¿Irá a volver? ¿Y si cumple aquello de retirarse de los “grandes escenarios” y nunca hace otra gira? ¿Cuándo iremos a España a encontrarlo en un “escenario pequeño”? Un hombre promedio en este mundo tiene una esperanza de vida que ronda los 75 años. Hierba mala nunca muere y acá hablamos, estamos de acuerdo, de un hierbajo de los peores: si los dioses nos amparan o si nos castigan, habrá Sabina para rato. Pero ¿cuándo? ¿Cuándo volverá, el muy desgraciado, y cantará más?
Alguien arregle el resto del año
En los discos de Sabina hay unas 230 canciones. Las he escuchado todas, una y otra vez. Solo y en compañía. Tengo mis favoritas y hay varias que he decidido no escuchar de nuevo (como Joaquín, opino que del Inventario mejor ni hablamos). Los amigos que compartían conmigo el gusto por el flaco andan ya en otras cosas: unos escuchan musiquita fresa de sudamericanos románticos y bohemios, otros abjuraron del pecado sabinista y volvieron al rock de verdad, César es pejista así que no sé qué escuche —supongo que a Sabina, ni modo—, otros siguen oyéndolo con fe religiosa. Joaquín es cada vez más popular. El otro día me enteré de que la fanática tapatía número 1 es una adolescente de secundaria que resultó hija de una ex compañera de trabajo: o sea que era una bebé cuando su madre y yo ya sosteníamos charlas mentecatas acerca de Sabina. En mi vida, Sabina es más antiguo que mi empleo, más resistente que mis vicios, y su persistencia primero en mi caja de casets y luego en mis muebles de CDs y luego en mi biblioteca de MP3 hace que mis pocas cualidades parezcan efímeras.
Ayer vi a ocho, nueve mil personas, salir del auditorio Telmex con bombines de 300 pesos en la cabeza, playeras que no quise comprar y muchas cosas interesantes y sabias que comentar acerca de Sabina. Hubo quien afirma conocerlo desde siempre. Hubo quien asegura que ha descubierto dónde iba a ser el after con Joaquín. Señoras, señores, treintones de cerveza Corona, muchachitas enamoradas de su ídolo que ya había dejado las drogas por primera vez cuando ellas no habían nacido. Esto es divertidísimo: antes era un cantante medio ridículo y, principalmente, entretenido y gracioso; hoy hay incluso quien lo llama “maestro”. Me imagino que el Presidente debe haberlo recibido con esas reverencias: “Maestro, pero ¿cómo pasa usté a creer que somos ingenuos en la guerra contra el narco? Pase y tómese un tequila, caray, maestro, maestro Sabina. ¡Miren, vino el maestro!”. Y a tocarle las vestiduras el secretario Gómez Mont. Maestro por aquí, maestro por allá.
Yo no creo que Sabina sea maestro de nadie. Ha sido un acompañante de primera clase en los largos años de canciones sencillas o complicadas, de clichés colados sin que los advirtiera y de clichés convertidos en cita suprema que encuentra su sitio en la vida personal de sus fans. Cada canción de Sabina tiene que ver contigo: eso es lo que descubres una vez que has empezado a escucharlo con atención, con diversión, con sinceridad. Qué te va a importar que lo critiquen por cojo y él luego se ande exhibiendo hablador. Joaquín te alegra la noche, te alivia un mes horrible, resuelve un año aburrido; con tres o cuatro canciones te cura la cruda de años sin verlo. Cantas con él, lo disfrutas, le admites una canción que no te gustaba, le aplaudes otra que ya no recordabas, entiendes una canción nueva y proclamas para ti mismo, con una solemnidad que te avergüenza de inmediato: “Esta canción tiene que ver conmigo. Casi la ha escrito para mí”.
Hace dieciséis años que escucho a Joaquín. Ya lo vi en vivo varias veces, lo he escuchado hasta el hartazgo, he sido testigo de su envejecimiento que, si a metáforas de vino vamos, podría ser un añejamiento en barrica de maderas nobles con algunos periodos de agitado en licuadora de dos velocidades. Allí está, adorado por multitudes, un señor de una caricatura nueva: la chaqueta, los chistes de borrachos, el bombín. Pero anoche le perdoné todo. Lo vi detrás de sus caricaturas, como lo vemos quienes tenemos valentía para decir: “Me gustan sus canciones, y qué”. Queremos creer que está feliz: que escribe lo que quiere, que canta lo que le gusta, que sólo se trepa a los escenarios que va a disfrutar de veras. Que ha sobrevivido y, como las cucarachas en caso de guerra nuclear, seguirá sobreviviendo.
Cumplida la cita, Joaquín. Renovado el pacto. Ahora, regresa. Vuelve. Y haz el favor: no te nos mueras nunca.
(ESCRITA POR UNA DEUDA PERSONAL)
Iván González Vega, 24 de abril de 2010
Joaquín dice que le ha costado años pero que ha conseguido sacudirse su caricatura: el borracho noctámbulo y medio canalla pero sensible —“¡Malo con los políticos, bueno con las muchachas!”— al que todos esperábamos salir, como vampiro recontramoderno, de en medio de una nube de humo de Ducados, sonriente y de cara huesuda, galante como un Groucho Marx sin bigote, riéndose por dentro de todos y dispuesto al tequila y al ligue con grupis ocasionales, que nunca le han faltado. Con ganas de ser Bob Dylan y no Serrat. Qué le queda de todo eso. Nada, quizá. O sólo lo más valioso. Tiene 61 años, sobrevivió a un accidente cerebral que por poco le quita cosas que le han de ser más preciadas que la vida: la convicción de que escribe lo que quiere, de que canta lo que le gusta, de que sólo se trepa a los escenarios que va a disfrutar de veras. Sobrevivió a no sabemos qué tratamiento médico que le hinchó la cara. Sobrevivió a un disco que se distingue de todos los anteriores por su desafortunado sonido —Dímelo en la calle— y a otro que fue un prodigio underground todavía incomprendido —Diario de un peatón— y sobrevivió a una gira que fue, poco a poco, devolviéndole las sonrisas, al lado de Joan Manuel Serrat. Allí lució como un señor de edad al que le venía bien pegar de brincos y jugarse albures inocentones con el cantautor catalán. Y fue haciéndose una caricatura nueva: las playeras de estampado adolescente —a rayas de preso, con bolitas rosas, con un signo de interrogación como la que traía la noche de este 23 de abril—, el pantalón largo, la chaqueta informal —anoche, con camuflaje militar—, el bombín que ahora todo el mundo dice que es “emblemático”, los chistes acerca de sí mismo y las canciones que concede a sus amigos durante los conciertos. Hasta un bastón trajo. Es la caricatura de un cantante sexagenario que asegura que rehúye la estabilidad doméstica pero abraza la comodidad de un escenariote como el auditorio Telmex con ocho, nueve mil personas. La caricatura de un superviviente que sobrevivió a sí mismo. Flaco de nuevo, repleto de energías, fiel a sí mismo: anoche, Joaquín Sabina volvió a Guadalajara.
Alguien arregle avenida Laureles
El tráfico desde avenida Américas y Laureles retrasó al taxista: veinte minutos desde el cruce de Patria hasta los Arcos de Zapopan son algo a lo que muchos conductores de viernes por la noche deben haberse acostumbrado. Yo no. Yo tengo dolor de estómago porque hace años que no veo a Joaquín. Vino en febrero de 2001 —qué tiempos aquéllos, antes del 11 de septiembre y antes del accidente cerebral— al teatro Galerías y allí adentro unas quinientas personas le celebraron 19 días y 500 noches cuando todavía no se volvía El Disco Famoso de Sabina. Acababa de salir a la venta Nos sobran los motivos, un en vivo doble en donde, a la mitad de esa canción, él canta:
“Tenían…”.
Y la gente no completa la frase. Él finge que se molesta y, cariñoso, le reclama a su público:
“No, no, no, no, no. A mí me habían dicho que habíais estado ensayando. ¡Tenían…!”.
Y la gente responde:
“¡…razón!”.
Risas.
Aquello se volvió tan famoso, tan famoso, que desde entonces, en cualquier concierto, la masa de público quiere repetir la hazaña.
Llegué veinte minutos tarde. Había cantado ya “Tiramisú de limón” (que no me entusiasma especialmente) y “Viudita de Clicquot” (que me encanta) y estaba terminando “Ganas de…” (cuya inclusión me sorprendió, porque no es precisamente la canción más popular de su disco, el Esta boca es mía). Luego se arrancó con unos versitos —del accidente cerebral para acá, los sonetos y los poemas también son parte de su repertorio regular, las más de las veces muy malos, pero casi siempre popularísimos en automático— que cerraron con una alusión a su “amor tapatío”. Yo estaba encontrando mi butaca en el auditorio y distinguí su figurita de clown medieval con el vestuario equivocado: la sonrisa cínica de quien sabe que van a aplaudirle, porque, seguramente, está deseando de verdad merecerse esos aplausos.
Las mil cabezas de su amor tapatío le retribuyeron el gesto romántico con un aplauso estruendoso. No regalo el adjetivo: ayer la gente de Guadalajara lo aplaudió como si no hubiera venido en años a la ciudad, pese a sus visitas recientes de 2007 con Serrat y de 2006, en un repleto Foro Expo, para presumir Alivio de luto.
Escuché ese aplauso con la ansiedad de quien temía perderse el concierto. Hallé mi sitio, saludé a mi gente, escuché que empezaba a tocar “Medias negras” (la versión de son cubano del Nos sobran los motivos) y me senté, pero quería pararme. Bailar y reírme y gritarle a Joaquín vulgaridades al calce como “¡No te nos mueras nunca!”. Pero la gente estaba sentada y sentada se quedó casi una hora. Eran las nueve con veinte de la noche. Yo no tenía cervezas y tenía un contundente dolor en la boca del estómago. El escenario estaba repleto de luces y el telón de fondo eran las azoteas de una ciudad. Ah, sí: el viejo poeta urbano más o menos maldito, el cantautor del tren subterráneo, el Sabina que cierra los bares al amanecer. Pero no era ése el que estaba allí arriba. Era un macizo y correoso señor con una guitarra eléctrica encima plantándole cara al público, cambiándole el ritmo al estribillo de la canción, retando a que lo siguieran. Era Joaquín, estaba cantando.
Y el dolor del estómago se fue al carajo.
Alguien arregle la autopista de Morelia
La voz de Joaquín también cambió mucho. Algo le hicieron en el estudio de grabación y en 1999 lo descubrimos más aguardentoso, con la garganta más áspera en el 19 días y 500 noches, posiblemente el mejor de sus discos de estudio. Antes tenía voz de señorito serio pero que se dejaba todo ante el micrófono. El mejor ejemplo es el Joaquín Sabina y Viceversa en directo, un disco de 1986 en el que media comunidad española le rinde un tributo algo inconcebible para alguien tan joven. Gran, gran disco doble. Íbamos escuchándolo en el Neón rojo de Martha, César y yo, en 1997, el día en que dejamos Morelia y movimos nuestras últimas cosas rumbo a Guadalajara. Yo tenía 17 años y tres o cuatro de trayectoria como fan de Sabina. César no estaba seguro de que Martha fuera la mujer de su vida —no tuvo tiempo de cultivar la duda con la paciencia hidropónica que tanto le gusta a los hombres de 30 años, porque, llegando a Guadalajara, Martha le quitó su amor y el Neón rojo— y a mí acababa de decirme adiós mi única novia de la preparatoria. La autopista que viene desde Morelia ya lucía los baches que creo que hoy todavía nadie ha arreglado y el CD brincaba en el estéreo, pero una sola canción se reprodujo completa y sin saltos. Desesperados de amor, César y yo cantábamos:
“Tirso de Molina, Sol, Gran Vía, Tribunal, ¿dónde queda tu oficina, para irte a buscar?”.
Y, luego, más fuerte, como conviene a quien es incapaz de renunciar a su cursilería:
“¡Cuando la ciudad pinte sus labios de neón, subirás en mi caballo de cartóóóóón!”.
Lagrimita. Cambio de velocidad.
“Me podrán robar tus días…”.
Guitarra. Otra lagrimita.
“…tus noches, no”.
Pero Joaquín cantaba con una voz más tersa y jovial, muy poco parecida a la voz de borrachazo fumador que apareció en 19 días… y que lució anoche, en el Telmex. Dura y rasposa, atacó “Aves de paso” y luego cedió el escenario al recuerdo de Fito Páez, acompañado por uno de sus músicos con “Llueve sobre mojado”. Panchito Varona cantó la hermosa “Esta boca es mía” y la —fascinante— chica que lo acompaña ahora cantó “Como un dolor de muelas”.
Luego Joaquín se puso a acordarse de Chavela Vargas y la gente, ¡por fin!, se puso de pie y se sacudió por cinco minutos la flojera: “Por el boulevard de los sueños de rotos” le sirvió para asegurar —momentos de chistes— que él tiene tres cosas en común con la nonagenaria Vargas: “Ser muy borrachos, ser muy mujeriegos y estar muy retirados”.
La gente se puso de pie y le coreó los versitos mexicanos. Por eso no siento pena de mi historia del Neón rojo con César: todos los fans de Sabina son iguales:
“Se escapó de una cárcel de amor, de un delirio de alcohol, de mil noches en pena; se dejó el corazón en Madrid, quién supiera reír…”
Gritos de la gente. ¡Te quiero, Joaquín! ¡Viva Chavela! ¡Viva José Alfredo! Alaridos de jovencita cuando aparecen los Jonas Brothers. Alaridos de jovencita cuando aparece Miley Cyrus. Alaridos de jovencita de treinta, cuarenta años, parejas de cincuenta o sesenta que bailaban, hasta hace unos minutos, con el culo pegado a la butaca sin poder dejar de sonreír. Cuando canta Joaquín, uno tiene que sentir que está al menos un poco feliz. Anoche la gente lucía como enloquecida. Señores míos, ¿a sus edades?
“…como llora Chavela”.
Alguien arregle el auditorio Telmex
En algún momento fui por una cerveza y luego lidié con la chica de mi puerta porque había olvidado mi boleto. Las sonrisas del público en el concierto de Joaquín conocían unos instantes de rictus en esta clase de trances: todo el mundo mete camaritas digitales o iPod o Blackberry o cosas similares a los conciertos de todo el planeta; ¿por qué en esos foros creen aún que podrán controlar que tomen fotos? Entonces, el muchacho o la muchacha del auditorio Telmex que se pasaba la noche en cuclillas, dándole la espalda al cantante porque había que vigilar a los señores del público devenidos presuntos delincuentes, se te metía entre tú y tu acompañante y le decía a la señora detrás de ti:
“Señora, hay que guardar la cámara”.
Y la sonrisa pasaba a ser un mohincito ofendido.
Yo tomé como cincuenta fotos. Horribles. En 2001 no pude fotografiarlo, pero metí una caguama en la mochila y me la bebí en las narices de todos, ja. Ayer me bebí dos cervezas dobles y, hecha su magia, llegó el momento en que, por fin, entendí “Cristales de Bohemia”.
“Cristales de Bohemia” es una de las catorce canciones de Vinagre y rosas, el disco más reciente, ya triple disco de platino y proeza de 2009 en el mercado español. Para mí, es una muestra de que el poquito de estabilidad doméstica que Joaquín disfrutaba en los últimos años le pasó cierta factura. Vinagre y rosas suena a veces al mejor Joaquín: divertido y descarado, capaz de sacarle un verso memorable al ripio menos elegante, intrépido a la hora de echar mano de un buen personaje o de una historia singular con el cuidado de no convertirla en un tótem bohemio; pero a veces suena también simple y obvio, romántico a la fuerza, repetitivo, redundante, predecible. Domesticado. Me lo imagino sentado en su estudio, mirando hacia la calle, en medio de pocos cigarrillos por aquello de que el médico le ha dicho que ya no está para esos trotes, cejita alzada mezcla de que hace mucho calor y de que la vida lo decepciona de tarde en tarde, en íntima genuflexión de la que despierta para decir: “Ah, pues qué caray: no me salen las letras”.
Él juró anoche que no. “No he caído tan bajo como para vivir una estabilidad doméstica que me quite el dolor, la urgencia, el destrozo. Uno necesita de esas cosas para escribir canciones”.
Contó entonces la historia de cómo armó este disco, con Benjamín Prado, triste porque lo había dejado la novia, “y yo estaba triste porque mi novia no me dejaba tener novia”. Y que se hallaron un día bebiendo y despertaron en un hotel de Praga y así volvió la musa. Y a mí ese trabajo de escritura a cuatro manos no acaba de convencerme. No cuando sus nuevas letras se regodean en un “A, e, i, o, u, a mi boda fueron todas, menos tú” o en algo como “De madrugada y por la puerta de servicios, me pasabas el hachís; al borde del precipicio jugábamos a Thelma y Louise”. Pero Joaquín se dice contento de su Vinagre y rosas y dice que es uno de esos discos de los que no se avergüenza, como el 19 días… Me gusta la increíble “Blues del alambique” y aprecio como sabinista “Viudita de Clicquot”, pero encuentro mejores logros en letras como “Nombres impropios”:
“La mañana y la tarde, qué vaivén entre alarde y agonía: todo lo confundía su swing, porque sabía mirar como un crepúsculo que arde”.
O la vieja letra de “Agua pasada”, que ya rolaba por allí entre sus libros de sonetos:
“Peor es no querer saber quién eres, agua pasada, tierra quemada; que dé igual esperarte o que me esperes, que no seas tú entre todas las mujeres, que la cuenta esté saldada”.
“Cristales de Bohemia” nomás no me entraba. Supongo que mis prejuicios —el más resistente de ellos mandata que ningún disco de Sabina me gusta los primeros meses— bloqueaban esa canción, como si el estribillo me pareciera demasiado poco ingenioso (“Ay, Praga, Praga, Praga…”, y ya podemos repetir el nombre de la ciudad por otros siete versos, Joaquín, hombre). ¿Cómo se desbloquea una canción de tu cantante favorito? Vas a verlo en vivo, le propinas dos horas y media de tu cariño impertérrito, le perdonas los exabruptos con el Presidente y que invite a comer a don Felipe y a doña Letizia (¿”malditos sean los que aplauden al príncipe de hinojos”?), se lo perdonas todo, vuelves a perdonárselo todo. Y, esto es muy importante, te llevas las cervezas al gaznate como si estuvieras ahogándote de sed, de una sed que sólo se alivia poniéndose muy cursi y muy borracho.
“En el puente de Carlos aprendí a rimar ‘cicatriz’ con ‘epidemia’”, dice Joaquín en “Cristales de Bohemia”. Ayer la entendí del todo. Ayer entendí que su Vinagre... también es un disco de Sabina: sobre desamor y la indecencia de quienes ven pasar el mundo y opinan: ¿por qué ha de ser malo ser cursi, azotarse con esas enanas crisis personales que definen un año, dos de la vida propia? ¿Por qué ha de ser malo hacerlo en 1997 en un auto prestado, o en 1995 en un concierto en el Cervantino, o en 2001 en el Galerías, o a los 61 de edad en el auditorio Telmex?
No es malo, no es malo volver a esto. Hay que volver de vez en cuando, sin timidez y sin pena. Otra vez: “Otra vez a volvernos del revés, a olvidarte otra vez en cada esquina, bailando entre las ruinas por desamor al arte de regarte las plantas de los pies”.
Alguien arregle las estadísticas de esperanza de vida
Por eso celebré que llegaran también “Embustera” (la que más prendió a la gente de Guadalajara) y la linda “Vinagre y rosas”. Anotaciones: Joaquín no cantó nada de Alivio de luto, un disco sólido y redondito que es su gran redención después del “periodo negro” del pasado decenio. Nada. Ni “Números rojos” ni “Con lo que eso duele” ni la popular “Paisanaje” ni “Pájaros de Portugal”. ¡Ni “Nube negra”! Tampoco cantó nada de El hombre del traje gris —no, viejos sabinistas de cuño y de diploma: no cantó “¿Quién me ha robado el mes de abril?”—. Y no cantó “Ruido” ni “Más de cien mentiras”, que también eran rituales en los conciertos de otra época. “Se me hizo muy poquito. Si uno quisiera que cantara más, estaríamos aquí hasta las seis de la mañana”, agregó mi novia, a la salida.
“Poquito”. ¿A ver? Canta tú 26 canciones a esa edad, en medio de una gira de cien plazas, después de seis conciertos en el Defe y de tener que ir este sábado a Aguascalientes y este domingo a Querétaro y luego a Zacatecas-Mérida-Puebla. ¿A ver?Cantó “Cerrado por derribo”, con García de Diego cantó “Amor se llama el juego” y cantó “Calle melancolía”. Cantó “Noches de de boda” y la pegó a “Y nos dieron las diez” y, si se te han subido las cervezas, no tienes idea de qué buen mariachi es el Sabina ése. La gente no terminó de ponerse de pie: a la hora de concierto, por fin le celebró una: “19 días y 500 noches”, sí, con todo y la interacción cantante pródigo-público generoso a mitad de la canción. Le celebró también, con un entusiasmo muy particular, “Embustera”, “Peor para el sol” y la vieja “Princesa”. Nadie esperaba que la cantara, pero hizo el bonito regalo de “Peces de ciudad”, a la que se entregó con emoción auténtica. “Contigo”, “Una canción para la Magdalena” y otras, para que el público se volviera loco. Se despidió dos veces y dos veces regresó. Tapatíos de lento arranque, hacia el final del concierto los del público le gritaban de todo, le lanzaron una prenda de ropa interior que se puso sobre el sombrero, le regalaron un cuadro, le regalaron una playera que decía “Comala”, donde él, dice, aprendió que no debieras tratar de volver al lugar donde has sido feliz. Y el cierre, cierre entero, fue con “La del pirata cojo” y “Pastillas para no soñar”. Dos horas y veinte minutos de concierto. Ahí nomás.
Me temo que no cantó más. Nada de Hotel, dulce hotel, y ninguna más de Mentiras piadosas. Snif. ¿Irá a volver? ¿Y si cumple aquello de retirarse de los “grandes escenarios” y nunca hace otra gira? ¿Cuándo iremos a España a encontrarlo en un “escenario pequeño”? Un hombre promedio en este mundo tiene una esperanza de vida que ronda los 75 años. Hierba mala nunca muere y acá hablamos, estamos de acuerdo, de un hierbajo de los peores: si los dioses nos amparan o si nos castigan, habrá Sabina para rato. Pero ¿cuándo? ¿Cuándo volverá, el muy desgraciado, y cantará más?
Alguien arregle el resto del año
En los discos de Sabina hay unas 230 canciones. Las he escuchado todas, una y otra vez. Solo y en compañía. Tengo mis favoritas y hay varias que he decidido no escuchar de nuevo (como Joaquín, opino que del Inventario mejor ni hablamos). Los amigos que compartían conmigo el gusto por el flaco andan ya en otras cosas: unos escuchan musiquita fresa de sudamericanos románticos y bohemios, otros abjuraron del pecado sabinista y volvieron al rock de verdad, César es pejista así que no sé qué escuche —supongo que a Sabina, ni modo—, otros siguen oyéndolo con fe religiosa. Joaquín es cada vez más popular. El otro día me enteré de que la fanática tapatía número 1 es una adolescente de secundaria que resultó hija de una ex compañera de trabajo: o sea que era una bebé cuando su madre y yo ya sosteníamos charlas mentecatas acerca de Sabina. En mi vida, Sabina es más antiguo que mi empleo, más resistente que mis vicios, y su persistencia primero en mi caja de casets y luego en mis muebles de CDs y luego en mi biblioteca de MP3 hace que mis pocas cualidades parezcan efímeras.
Ayer vi a ocho, nueve mil personas, salir del auditorio Telmex con bombines de 300 pesos en la cabeza, playeras que no quise comprar y muchas cosas interesantes y sabias que comentar acerca de Sabina. Hubo quien afirma conocerlo desde siempre. Hubo quien asegura que ha descubierto dónde iba a ser el after con Joaquín. Señoras, señores, treintones de cerveza Corona, muchachitas enamoradas de su ídolo que ya había dejado las drogas por primera vez cuando ellas no habían nacido. Esto es divertidísimo: antes era un cantante medio ridículo y, principalmente, entretenido y gracioso; hoy hay incluso quien lo llama “maestro”. Me imagino que el Presidente debe haberlo recibido con esas reverencias: “Maestro, pero ¿cómo pasa usté a creer que somos ingenuos en la guerra contra el narco? Pase y tómese un tequila, caray, maestro, maestro Sabina. ¡Miren, vino el maestro!”. Y a tocarle las vestiduras el secretario Gómez Mont. Maestro por aquí, maestro por allá.
Yo no creo que Sabina sea maestro de nadie. Ha sido un acompañante de primera clase en los largos años de canciones sencillas o complicadas, de clichés colados sin que los advirtiera y de clichés convertidos en cita suprema que encuentra su sitio en la vida personal de sus fans. Cada canción de Sabina tiene que ver contigo: eso es lo que descubres una vez que has empezado a escucharlo con atención, con diversión, con sinceridad. Qué te va a importar que lo critiquen por cojo y él luego se ande exhibiendo hablador. Joaquín te alegra la noche, te alivia un mes horrible, resuelve un año aburrido; con tres o cuatro canciones te cura la cruda de años sin verlo. Cantas con él, lo disfrutas, le admites una canción que no te gustaba, le aplaudes otra que ya no recordabas, entiendes una canción nueva y proclamas para ti mismo, con una solemnidad que te avergüenza de inmediato: “Esta canción tiene que ver conmigo. Casi la ha escrito para mí”.
Hace dieciséis años que escucho a Joaquín. Ya lo vi en vivo varias veces, lo he escuchado hasta el hartazgo, he sido testigo de su envejecimiento que, si a metáforas de vino vamos, podría ser un añejamiento en barrica de maderas nobles con algunos periodos de agitado en licuadora de dos velocidades. Allí está, adorado por multitudes, un señor de una caricatura nueva: la chaqueta, los chistes de borrachos, el bombín. Pero anoche le perdoné todo. Lo vi detrás de sus caricaturas, como lo vemos quienes tenemos valentía para decir: “Me gustan sus canciones, y qué”. Queremos creer que está feliz: que escribe lo que quiere, que canta lo que le gusta, que sólo se trepa a los escenarios que va a disfrutar de veras. Que ha sobrevivido y, como las cucarachas en caso de guerra nuclear, seguirá sobreviviendo.
Cumplida la cita, Joaquín. Renovado el pacto. Ahora, regresa. Vuelve. Y haz el favor: no te nos mueras nunca.
(ESCRITA POR UNA DEUDA PERSONAL)
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