martes, 15 de diciembre de 2009
Más granadas
Nada hay tan terrible como la normalidad: regulariza lo extraordinario y establece parámetros sobre lo regular. Si lo normal acá es que la gente beba leche, que allá la gente beba jugo de naranja deberá ser no ya diferente, sino controvertido: provocador, ofensivo, chocante, exagerado, afectado, sospechoso, peculiar, curioso al menos. Si, de repente, alguien por acá abre una caja de jugo de naranja y lo bebe frente a todos, sacude el mundo, mueve el tapete, desordena y agita. A veces ocurre que lo extraordinario merece más sorpresa que estupor y más curiosidad que morbo, y entonces los de acá adoptan el jugo de naranja como otra bebida admisible. Y todos tienen dos sanos tipos de tragos para el desayuno. A menos que se descubra que el jugo o la leche eran venenosos, en cuyo caso tenemos un bonito problema y, en una de ésas, varios cadáveres que sepultar antes de que mosqueen el escenario.
Cuando la delincuencia organizada sentó sus reales en el país en torno al control del narco, los secuestros, los asaltos a grandes negocios y la invasión de las autoridades institucionales, consiguió un golpe fantástico que benefició a todos los bandos, a los rivales entre sí inclusive: el éxito de que la gente creyera que su actividad, su influencia y la sombra que arroja sobre nuestros días son normales. No ya extraordinarios, no ya una taza de jugo de naranja que un temerario integrante de la comunidad se bebía descaradamente frente a nuestros ojos: algo regular, algo de todos los días. Todos conocemos a alguien vinculado al narco, todos sabemos de alguien secuestrado, a alguno de nosotros le llegó aquel mensajito de celular que ofrecía una camioneta de cientos de miles de pesos a cambio de un depósito mínimo cuyos beneficios jamás veríamos, todos dimos una vez mordida a un agente de Vialidad, todos sabemos cómo sobornar a un policía para que, por la noche, cuando nos pesca con una cerveza abierta o ejercitando los sanos intereses eróticos personales en el interior de un carro, nos deje ir en paz. No es lo mismo, pero hoy todos aceptamos que, de vez en cuando, sabremos que por ese crucero que atravesamos a diario, cerca de la escuela de nuestro hijo o a media cuadra del trabajo de nuestra pareja, un par de sicarios fulminarán a riflazos a alguna víctima de sus intereses. A las seis de la tarde: normal. A las tres de la tarde: normal. A las once de la mañana, frente al centro comercial por el que paseamos tantas veces: normal. Esas cosas pasan. Pasan aquí, en Guadalajara, como pasan en el DF o pasan, pongamos por caso, en Colima. El matiz viene cuando comparamos nuestras experiencias con las que considerábamos exageradas e inalcanzables, esas que no nos tocarán porque se ven demasiado lejos: Guadalajara no es tan violenta como Tijuana, nos decimos unos a otros, obtenemos un asentimiento definitivo de nuestro interlocutor y seguimos lamentando la suerte de los demás. Nuestros fusilamientos en avenida Vallarta, en avenida Patria, en avenida Mariano Otero, son minucias ante lo que ocurre en Matamoros, en Reynosa, en Monterrey, en Culiacán. Y nos sentimos tranquilos porque nuestro vochito rumbo al exceso inalcanzable avanza a cinco metros por hora, impulsado por nuestras ejecucioncitas y nuestros enfrentamientitos, mientras que en el norte hace un buen rato que echaron a andar un tren bala que es eléctrico y no necesita repostar combustible. Se nos olvida que el vocho, ridículamente lento, avanza de todos modos. Se nos olvida que este cacharro entrador no se para. Se nos olvida que no nos hemos detenido.
Hace cinco años, Morelia, capital de Michoacán, convivía lastimosamente con municipios vecinos afectados por el crimen organizado: la presunta existencia de una organización bautizada por los periodistas especializados como cártel de Los Valencia, otra o la misma bautizada por otros periodistas especializados como cártel del Milenio, y por uno de los más sanguinarios grupos criminales que el país vio en años, los presuntos Zetas. Convivía con Uruapan y sus novedosas primeras planas de cabezas lanzadas a pistas de centros nocturnos como había convivido por decenios con la realidad del narco de la Tierra Caliente, tan temible como hogareño: no salía de su Apatzingán o de su Lázaro Cárdenas y, por eso, a nadie le preocupaba en la ciudad del Festival Internacional de Música, de la Catedral barroca, de las canteras rosas, de la Tota Carvajal y Tomás Boy y de la casa natal de ese elevado prócer derrotado José María Morelos.
La noche del 15 de septiembre de 2008 fue la ocasión de Morelia para darse cuenta de que no era extraordinaria en su normalidad, que podía dejar de ser normal para volverse extraordinaria y que su nueva normalidad sería la otrora extraordinariedad temible de Uruapan o Tierra Caliente. Con unos escrúpulos aparentemente serruchados, unos hombres jóvenes dejaron caer o lanzaron o colocaron estratégicamente dos granadas, en momentos distintos, en medio de los gentíos que se hacen en la avenida Madero en las celebraciones de esta noche de septiembre. Las fotografías dieron cuenta de un horror que, como dice Susan Sontag en aquel libro Ante el dolor de los demás, no es menos doloroso por lejano, pero sí es localizable, como un recorte que podemos medir y estudiar separado de su contexto.
Tengo para mí que los morelianos, los nativos y los venidos de fuera, los que vivimos allí y los que no vivimos allí, no habíamos acabado de cerrar la boca ante la alarma que esta nueva normalidad nos ponía enfrente, incuestionable e incombatible, cuando, este martes, otras granadas nuevas, menos gravosas pero igualmente impactantes, estallaron en la ciudad. No hubo tantos heridos, ni muertos, como en 2008. Otras no explotaron y los militares tuvieron que desactivarlas.
¿Ésa es, pues, la normalidad ahora? ¿Es, ésa, Morelia? ¿No la Morelia de las inocentes y rancheras corundas, de los cien tipos diferentes de quesos, de la barbacoa por las mañanas y las hamburguesotas por las noches, de atole de grano y el pan de Zinapécuaro? ¿Ya no la Morelia de los plantones de maestros o de Antorcha Campesina en el obelisco? ¿Ya no la Morelia de los ambulantes que brotaban como hongos después de la lluvia en el centro histórico? ¿Ya no nada más la Morelia de los preparatorianos que cierran escuelas y avenidas para organizar tardeadas, de los gobernantes extrañamente corruptos? ¿No la Morelia del 12 de diciembre en que el paseo de San Diego se llena de cáscaras de cacahuate y bagazo de caña, o la Morelia que se hace intransitable al mediodía cuando el tráfico está en su punto más alto? ¿También es una Morelia estupendamente necesitada de militares y policías en las calles, exageradamente temerosa del narco, arrebatada por la amenaza de una granada nueva quién sabe en dónde, en la Vasco de Quiroga cerca de la Inmaculada a la hora de la cena o en la avenida Morelos rumbo a la Feria, vamos poniendo por caso?
¿Cómo se normaliza un desastre? ¿Cómo una catástrofe deviene orden? ¿Cómo lo exagerado es el promedio? Sé que estiro hasta sus consecuencias más graves lo ocurrido hoy, pero no olvido el crítico escenario del 15 de septiembre de 2008, las consecuencias domésticas más básicas —como cancelar algunos festejos públicos— ni el hecho de que eso, que vemos allí, a cinco horas en autobús de Guadalajara, más cerca del DF que esta normalita Perla Tapatía, está volviéndose normal en el país. Ya no es el vergonzoso patrimonio de algunos estados del norte: por todos lados, el crimen organizado y las autoridades corruptas nos arrebatan ciudades que sirven para que nosotros vivamos en ellas. Más todavía: nos arrebatan ciudades que somos nosotros mismos, nuestros barrios y centros y periferias. Vivimos en ellas y queremos que en ellas vivan nuestros hijos y sabemos que en ellas hemos dejado atrás a nuestros padres: luego, esas ciudades somos nosotros.
Me alarma que nos veamos inexorablemente secuestrados: extorsionados, plagiados, asaltados, ejecutados o heridos por esquirlas azarosas sin más culpa que la de haber pasado por el sitio equivocado a la hora equivocada. Me alarma que mi barrio sea más seguro que el de algunos de mis conocidos porque no nos separan más que algunas avenidas. Yo nací en Morelia y viví allí por años. Y he vivido por años en Guadalajara, como en Manzanillo, y mi periplo por ciudades quizá no haya terminado todavía. En cada una dejé no un pedacito de mi corazón o el trocito más dulce de mi memoria, sino a gente, gente viva que merece que la normalidad de sus vidas esté mediada, en principio, por paz y orden. Esas dos palabras le revuelven el estómago a muchos de quienes conozco y cuyas voces e ideas requiero en esta ocasión, pero que piensen en ellas: quizá estemos en guerra, quizá de hecho debamos organizarnos para enfrentar un asedio tan singular como letal, el de la delincuencia organizada que nos lastima a todos, ya por las balas y granadas, ya por la corrupción y el autoritarismo que convoca y provoca. Me disculpo por la ineficiente comparación, pero me urge hacerla básica: ahora, que nos lanzan el jugo de naranja a la ropa, nos azotan el vaso a la cara y nos marcan la leyenda "Miedo" con los pedazos de vidrio que corten mejor, hace falta que nos preguntemos qué normalidad queremos. Y que la persigamos con denuedo y responsabilidad. No sé cómo evitaremos que más granadas estallen en Morelia; sí sé que los ciudadanos somos capaces de construir mejores ciudades, hogares reales que el imperio del crimen no penetre con tal facilidad. Porque el vehículo en el que nos sube es un vochito o un tren bala, lo mismo da: está moviéndose y no se detiene. No se detiene.
Tenemos que meter ya el freno.
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