viernes, 5 de febrero de 2010

Los Ivanes 2009: Mejor Fotografía

Los Ivanes son los premios que yo concedo —para regocijo y cardiaca expectación del mundo del cine mundial— a lo mejor del cine que yo vi durante el año. Tienen tanta importancia que me importan: yo los decido, los administro, los gobierno, les sirvo. Soy su amo y su esclavo. Ah, ja, ja, ja.

Y el Ivanes a Mejor Fotografía es una cosa que qué cosa. Porque tiene la pretensión de reconocer al cine por uno de sus componentes esenciales: la puesta en escena concreta, la plástica uniforme o caótica pero decidida y congruente, la narrativa que entra, primero —pero no siempre—, por los ojos. ¿Para qué te sirve tener una cámara? Anular la imagen, escoger la oscuridad o huir de la claridad son elecciones conscientes: ¡ay de los idiotas, cortometrajistas, itesianos y especies similares, que andan por allí pidiendo a sus camarógrafos que sean heroicos! Nada es más inteligente que la inteligencia de los hombres: un director y un camarógrafo que saben lo que quieren decir y cómo quieren decirlo son, por unos segundos, más sabios que todos los libros que puedan decirse sobre una sola imagen. Y entonces, tengo ocho aspirantes al premio, pero digo, en aras de mantener al Ivanes dentro de estos límites: ¡adiós, Déjame entrar (Lat den ratte komma in), esa belleza con una niña vampira que importa por millones de cosas menos por el vampirismo de la cinta! ¡Adiós, Appaloosa, interesantísimo intento de Ed Harris por hacer un western auténtico! ¡Adiós, The curious case of Benjamin Button, más valiosa por los gestos de Cate Blanchet y Brad Pitt y por sus maquillajes que por las elecciones de encuadre, de profundidad de campo o de foco de su excelente equipo de fotógrafos! ¡Adiós, adiós ya!

Y me queda un difícil conjunto de cinco cintas compitiendo por el premio, todas valiosas, sólidas y contundentes, todas de imágenes inolvidables; no: memorables. La redondísima Revolutionary road (¿alguien olvidará esa alfombra sobre la que gotea sangre?), la impactante Watchmen, una asombrosamente atractiva Harry Potter and the Half-blood Prince, la emocionante Inglourious basterds y esa joyita de la fotografía y edición narrativas que es The wrestler (por el amor de Dios: ¡siga usted la espalda de Mickey Rourke en la misma secuencia rumbo al ring o rumbo al frigorífico!). Pero hay que decidir, ay, qué miedo. Y casi siento que soy injusto (lo soy), casi me convenzo de ello, porque he de escoger. Es como Sophie's choice, chingao. Pero escojo, que al cabo aquí no hay nazis. Y el Ivanes 2009 a Mejor Fotografía es para Inglourious basterds.



Dos palabras: gran angular. Y mencionaré tres planos: el de la secuencia inicial, con el francés que parte madera mientras una de sus hijas cuelga la ropa en tendederos, a la Sergio Leone; Mélanie Laurent retocándose el maquillaje bajo una redecilla que le cubre los fatales ojos; y Landa, el maravilloso Christoph Waltz, tras de un teléfono mientras negocia su salvación. Pero hay millones de ésos: millones de planos que son carteles para comprar a dos metros de base para cubrir una pared con ellos, caramelos sembrados en una película que es todo dulces, como la casa de la bruja de Hansel y Gretel. Aunque el resultado final de la cinta de Tarantino me resulte intragable, por empalagoso, ir de humor amargo a una tan edulcorada cinta me proveyó de una de las mejores noches de mi vida. Y sería idiota negarlo: míster Robert Richardson ha bordado con esta película una de sus más explosivas, clásicas y adorables películas del año. ¿Por qué todo, sin embargo, parece tan lejos de Pulp fiction y, por desgracia, tan cerca de Kill Bill?



Tengo para mí que ese perro Tarantino recibirá el Oscar a Mejor Director. No me importa. Inglourious basterds merece varios tipos de reconocimiento, y me queda claro que no se conformará sólo con el popular.

Abur.

(A CONTINUACIÓN: ¡EL IVANES A MEJOR ACTOR!)

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