martes, 27 de noviembre de 2007

Varios días sin postear: días de FIL

Hace un par de años tuve que dejar la FIL porque mi director consideró que yo requería un cierto disciplinamiento. No me he disciplinado y estoy de regreso: produciendo páginas, talacheando, pero en la feria. Libros, muchos y muy caros. Multitudes de tapatíos fresitas que cambiaron el kiosco del jardín por la Expo Guadalajara. Editores tristones resignados a sufrir cien o doscientos robos y que desayunan expresos todas las mañanas para enfrentarse al competido mundo del mercadito editorial. Extranjeros sonrientes de barbas mal rasuradas o intrépidas faldas para cincuentonas elegantes pero combativas, que compran cajitas con una docena de libros sencillos que consideran indispensables para las bibliotecas gringas o los estantes de otra feria editorial en el planeta. Meseros de mal humor, serviciosocialeros de mal humor, taxistas de mal humor, más meseros de mal humor, langostas vivas de mal humor porque saben que algún invitado con ínfulas excéntricas pedirá que se las sirvan bien cocidas termidor. Ceniceros que sirven para que te regañen porque no se debe fumar. Cuarentonas convertidas en heroínas del workaholismo que vomitan estos días todo lo que no pudieron hacer sentadas ante un puto teléfono el resto del año en una oficina demasiado fresa para llevar a sus ligues de fin de semana y demasiado miserable para presumir con sus amigos del oficio. Un montón de chilangos que miran por encima del hombro los progresos y el oropel efímero de la provincia. Bolitas de adolescentes y universitarias nalgonas, de figuras serpeantes y maquillaje fugaz y breve cachondeo con hombres de pasillos alfombrados que no se detendrán, oh, no se detendrán para decirles nada. ¿Dónde estuvieron todo el año, chicas del mural escolar? Comida rápida indigesta y cara. Muchedumbres, ruidosas, malolientes, que ponen a prueba la tolerancia de quienes estudian el comportamiento de las muchedumbres y echan a andar motores de simulación por computadora que líbrenos Dios no servirán si alguien se le escapa un cerillo mal apagado en un rincón condenado del triplay y el papel y los empaques de plástico. Todavía pocas máquinas para cobrar con tarjeta de débito. Refrescos de lata cuyo precio equivale al de un tinaco de agua potable. Representantes universitarios que hacen lo mismo que todos los años. Carriolas de mierda tentando al peligro. Ancianos endurecidos por la terquedad o el aburrimiento tentando al peligro. Escritores atildados o empavonados tentando al peligro ora por la ninfofilia ora por la hipertensión. Tardes de sol que azota con la furia de un minibusero humillado. La majadería de los reporteros en plan paparazzi-mata-ex-princesa-de-Gales. Rechinar de dientes por placer o por estrés en las oficinas de quienes detentan el poder este año. Y libros. Mierda, libros. Cientos y miles de libros que no leeré, que no podré comprar, que podría tener en casa para cuidarlos como otros no sabrán cuidarlos. Libros que me hacen falta, libros que serían mis amigos, libros que dormirían junto a mí en noches de un placer íntimo e incomunicable que tienen la gracia de Stevenson o la belleza de Joseph Roth o la bilis de Martin Amis o el breve y sencillo genio encapsulado de Verónica en El ángel de Nicolás. El teatro de Pinter de Brecht de Beckett de Strindberg de Ibsen. Shakespeare en ediciones a prueba de tontos. La obscenidad de los precios de Siruela o de El Acantilado. Kertész. Odiar a Tusquets porque agregan un cero en estos nueve días. Odiar a quienes saben robarse los libros que les importan y que sabrán amar como si se robaran a una novia por el zaguán o por el ventanal trepados en el lomo de un caballo de jornales, deshonrarlos y que ya no los quieran en casa y se queden con uno, a vivir y a fundar una casa. Sufrir de alegría cuando bolsas con asas de fibra se incrustan y calan en los dedos porque pesan demasiado. Descansar los pies, limpiarse el sudor de la frente, dar gracias a todos los dioses porque habrá algo de libros que presumirle a la buena familia tapatía y sus exagerados tickets de compra con sus precios fuera de órbita. Dar gracias a todos los dioses porque un buen día dice uno: "Ahí va Rubem Fonseca", y uno siente en el corazón el pálpito de quien le agradece a un viejito calvo y bajo uno, dos cuentos magníficos. Allí está, está vivo. Y, si no, están vivos sus libros, y extienden sus manos al corazón de quien pasa frente a ellos, léeme te dicen. Qué ruido mundanal, qué escándalo, y debajo de él, las voces, Quevedo, de tantos, nobles muertos.

(¡QUIERO IR PUES A LA CHINGADA FIL!)

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