Era un libro de Editores Mexicanos Unidos que prometía acercar al lector, al menos eso ofrecía la cuarta de forros, a un clásico indispensable para la civilización occidental. Como no fuera el Mío Cid, no les creo, porque era muy delgado para tratarse del Quijote. ¿El buscón don Pablos? El caso es que el señor se embebió en su libro en desprecio del Esto, que parecía interesante y que llevaba en las piernas.
El título decía Gandhi, pero no alcancé a detectar nada más. Parecía una biografía escolar, y seguro que tenía ilustraciones, pero no vi, no lo vi. La señora lo metió en una de esas bolsas mágicas de señoras donde desaparecen lo mismo un lápiz labial que un sofá cama.
El joven señor llamaba la atención de todos los viajeros por obvias razones. Leía un manual francés-español-francés con un nombre hermoso: Le mot pour dire, que vendría a ser "La palabra para decir". Ojalá que aprenda mucho y le sobren palabras para decir.
El señor se dio cuenta de que estaba mirándolo y no sé si lo atribuyó a que me interesó su bonita bufanda verde o a que yo era un entrometido odioso. Luego decidió concentrarse en el libro. Las mujeres del alba, de Carlos Montemayor. No me enteré hasta que nos bajamos del tren, en Periférico Sur; veníamos juntos desde Juárez. Fue un viaje largo.
Cujo, de Stephen King, con auténtico placer. Al menos eso parecía. ¿Leer Cujo a las 8:30 am no es como beber whisky en el desayuno?
(O SEA, ¿CUJO?)
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