Abrir los ojos para descubrir que el cansancio se ha escondido
debajo de cobijas donde no tiene permiso.
Atravesar la neblina y encontrar agradables los camiones
que amenazan volcar tu compacto en la carretera.
Sudar entre desconocidos, llenarte de polvo, echar a perder tus pantalones
y ser feliz quizá hasta los gritos dos horas y media.
Y entonces despeñarte hacia el rencor la decepción a comprobar
que la gente que admiras es gente al final
y no merecen ya no tu admiración sino el menor de tus respetos, nunca lo merecieron,
no lo tienen.
Abrir vinos tintos dulces de Verona y soñar con el verbo 'regar'
durante la comida, los platos se van
llegan arúgulas y macarrones y especias desconocidas que tu madre no empleaba
que no usó en la cocina cuando tu niñez olía a la misma comida
y bastaba el más simple de sus platos para desear que el aroma llevara al extravío.
Dormir el dolor de cabeza.
Volver y desear no haber vuelto. Que el sol que se eleva
no tiñe la ciudad como los cinco minutos de sus destellos rojos en el amanecer
cuando entra por tu ventana un resplandor de locos que te despierta
ya no puedes despertarte así, te has hecho viejo,
te han quitado lo poco que tenías que era tú mismo, no sabes si es tu voz tu voz
o un ajado remedo de lo que antes fuiste.
Y si te quedas solo, estar conforme, y asustarte
cuando rebota en tu cuerpo el sosegado eco de la soledad
que te has ido ganando, que ahora tienes,
el continuo fracaso,
la conformidad remota,
la dulce indiferencia, ararte vías
hacia la más amarga madurez
que envenena el asombro
y la sorpresa.
Y ya va amanecer:
te crispa la mandíbula
el horror de una noche
cuya longitud está tan lejos
del control y el cariño
y el ruego y la caricia
de tus manos.
(ALGUIEN MÉTALE UN TIRO AL REDACTOR)
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