martes, 2 de octubre de 2007

La errata salida de un sueño

Armando, en una foto que tengo en casa
En este sitio, un periódico llamado La Ribera, de la ciénega de Jalisco, enlistan obituarios de todos los meses. En enero de 2007, en el día 3, viene la muerte de Armando: Armando Gabriel Hernández Rodríguez falleció a la edad de 103 años, el 3 de enero.

Es, definitivamente, mi amigo Armando. Sólo que no tenía 103 años, sino 37; y falleció en realidad el día de mi cumpleaños, el 2 de enero. No encuentro links que lo aclaren salvo por un texto mío que circuló entre amigos comunes, hace pues nueve meses. ¿Cómo hicieron para calcular la diferencia de 66 años de edad? ¿Qué habría sido de Armando en once sexenios de existencia? ¿Por qué el obituario decidió que mi amigo no se fue de este mundo cuando apenas tenía edad para jugar con su hija menor de diez, sino con la edad suficiente para ser conocido en el pueblo como el viejito ese que babea y sale en los récords locales por longevidad, que entrevistan los reporteros de la era post-digital porque se sabe anécdotas de cuando el mundo era joven e importaban Ginsberg, Dylan, Cunningham y Cage (y los cientos de autores y cineastas y poetas y cuentistas que le interesaban, Armando, qué triste extrañarte por correspondencia)?

Esta errata me ha devuelto una esperanza feliz, una alegría delirante que no merezco, que no alcanzaré a narrar: Armando murió a los 103 años, era un viejito sereno y tieso, un señor de memoria asombrosa y un emperrado combatiente de la arena del ajedrez. Medio mano larga con las muchachas, todo hay que decirlo. De Gala Sofía tuvo tres nietos y varios bisnietos y aun le fue presentado un tataranieto al que, sin embargo, no habría reconocido porque ya estaba medio ciego. Volvió a casarse y tuvo dos hijos: el guapo Héctor y la listísima Minerva, digamos, que le dieron otros cuatro nietos y por lo menos siete bisnietos. Vivía en una casa de dos pisos, chiquita pero aguantadora, que apestaba a sus viejos tabacos de los que vendían antes, a principios del siglo XXI, cuando no estaba prohibido fumar en la calle ni perseguían a los fumadores para meterlos a la cárcel. Al final, comía con trabajos, y agobiaba a cualquier incauto con relatos interminables acerca del verdadero repertorio de comida michoacana que llegó a conocer. Y soñaba con volver a Morelia, a donde, por la edad, no habría vuelto ya sino con demasiadas dificultades, porque extrañaba la vieja ciudad de olor a humedad fresca caída en la mañana, donde bastaba con perderse un rato en el viejo bosque Cuauhtémoc para olvidarse del ruidazo infernal y podridamente maldito de automóviles y camiones. Y se leía dos periódicos por la mañana y otro después de comer, y bebía, religiosamente, un caballito de tequila con cada uno; y si alguno le faltaba, se le iba el aire, y hacía un escándalo a su nieta que lo cuidaba.

Falleció dormido, sin quitarse los lentes, sentado en una mecedora. Miraba una tarde vulgar que le parecía asombrosa. Hacía años que una catarata le inutilizaba el ojo izquierdo, pero ahora parecía tan útil como en su juventud. De repente recordó el sabor de una taza de café que había probado a los 16 años en la casa de una mujer de la que no hablaremos ahora, una canción que cantó en voz alta en la casa de Raúl en la Navidad de 1995, un viaje en carretera que jamás existió. Y la primera vez que tuvo a su bebé Gala en las manos: que pesaba poquito, que tenía esos ojos tímidos y enormes y los cachetes morenos hinchados, que había en ella un principio de sonrisa que cuestionaba la autenticidad de cualquier sonrisa vista antes en un ser humano. Lo vio todo tan claro que supo que tenía que dejarse llevar por la imagen, porque sería la última de todas, y se fue arrullando porque la silla lo mecía. Vino la noche y su nieta le buscó un suéter. Lo encontró y respiró en paz, porque el viejito, la mera verdad, era bastante latoso. Que descansara ya. Que descansara en paz. Que se fuera tranquilo.

Y se fue, tranquilo, como el jaque mate que un experimentado jugador ha saboreado larga y alegremente desde el principio de la partida, desde el principio verdadero de todas las partidas de ajedrez del universo.

(ADIÓS, ARMANDO)

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