jueves, 20 de marzo de 2008

Los elfos que asustan adultos

A veces es desafiante trabajar en un periódico: uno se enfrenta a tal cantidad de preocupaciones de individuos que creen que representan el interés público, que termina por juzgar con mucha distancia el interés de los demás. Pero algo resulta extremadamente raro cuando los actores públicos hablan de cosas que parecen ya no baladíes, sino, abiertamente, bobas.

Hace unas semanas, a un prelado católico que todos conocemos se le ocurrió advertir del riesgo que representan unos muñequitos algo feos que venden en varios sitios de la ciudad, como el Tianguis Cultural: los elfos (no ha sido el único: esta selección de notitas de Notisistema da cuenta de, llamémoslo así pero engolemos la voz, un debate al respecto. Como lector de mitologías, consumidor de literatura de la fantasía heroica y seguidor de la obra de John Tolkien, tengo que decir que esos elfos son, entre todas las representaciones gráficas de la palabra elfo, los más feos de la Creación: son peludos, regordetes y siniestramente sonrientes como otros primos suyos de plástico, los troll; tienen unas bolitas negras por ojos y visten complicadas ropas que reclaman, en definitiva, más atención que las Barbies o las Bratz de las niñas. Pero hay decenas de personas a los que les gustan; niños y adolescentes, sobre todo. Y esto le ha parecido alarmante a un sector de las voces tapatías que habitualmente acaparan el espacio que los medios asignan quienes invisten como la opinión pública. ¿Qué son esos elfos?, se preguntan, y, como no los conocen, les inquieta pensar que sean malos, y que la compulsiva relación sentimental que los niños establecen con ellos —hay que adoptar a los muñecos, y demandan tal atención que podrían perjudicarte si los descuidas— seguramente es enfermiza y los distrae de tareas más sensatas. Tareas “normales”, querrían decir: hacer la tarea escolar, jugar sanamente con sus amiguitos, huir de las drogas y crecer sin supersticiones excéntricas que los hagan verse “raros”.

Como en todas las generaciones desde que el mundo es mundo, a los padres se les olvida que los hijos tienen, como principal ocupación, hacerse los “raros” y alarmarlos de vez en cuando, con tendencias cándidas o escandalosas. El problema son los funcionarios y servidores públicos, convencidos de que son los papás de la comunidad: cuando lo de los elfos se convirtió en preocupación de un sacerdote, saltaron algunos regidores de Guadalajara (busque usted este viernes 21 de marzo la nota en la edición impresa de Público, o en internet pues, sección Cultura, firmada por Dolores Reséndiz Mora), que, en un despliegue de sociología etnográfica, fueron a pararse al Tianguis Cultural, le miraron la cara a los elfos, chasquearon los dientes, se persignaron perplejos y volvieron al cabildo a presentar una iniciativa, que ya fue votada a favor por todos sus compañeros: y ahora le pedirán a la Secretaría de Educación estatal que tenga la amabilidad de estudiar si los niños con elfos no tendrán algo de veras malo y si están aprovechando sus clases igual que siempre. ¿Por qué eso, se pregunta uno, y no otros males de las aulas? ¿Por qué no le piden a la secretaría investigar si todos los maestros están capacitados para atender a grupos de 50 niños en una primaria? ¿O investigar si todos los niños están comiendo lo suficiente para no caer dormidos a media clase o babear el pupitre de puro cansancio? ¿O investigar si hay conductas de prevención suficientes a la hora en que salen de clases, los papás se vuelven locos con el tráfico, se paran a doble fila, secuestran dos banquetas y propician que a sus hijos, con elfos o sin ellos, los arrollen los carros de al lado?

Tengo para mí que un niño con elfo estudia lo mismo que un niño sin elfo. Que tenga tan malos gustos para escoger a su muñequito —o tan buenos gustos: en eso de la estética, casi siempre los niños van por delante de los adultos— no me merece una especial preocupación sobre su tranquilidad pedagógica. A nadie le preocuparon, en su momento, los tamagotchis, ni los pokemones, ni las estampitas de los Thundercats que salían en las papas, ni la fiebre de los tazos, ni que media clase se saliera a la calle en el recreo para comprar raspados con chamoy. Les preocuparon los cigarros de broma que encendían una brasa fosforescente y escupían un polvito que parecía humo, y eso es comprensible en tiempos de histeria antitabaco. Sale. Pero todavía no se sabe de un caso en que un niño con elfo se pare en el mesabanco y proclame, con expresión satánica, que destripará a la miss porque, con sus distractoras clases de historia de los héroes patrios, no le deja alimentar a su muñequito con semillas de girasol. En realidad, lo que ocurre es que a esta generación de padres le ha tocado lo de los elfos, como a otros le tocaron las estampitas de los thundercats: déjenlos que pase y ya vendrán otras costumbres feas a distraer a los niños. Para eso son niños. Mientras tanto, señores regidores, pórtense ustedes como adultos, y ocúpense de asuntos más urgentes.

(GROAR)

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