jueves, 6 de septiembre de 2007

Así se comienza un mal cuento:

Otro zorrillo

Cada vez hablo menos con Lucía, y ella no se ha quejado. No sé si es consciente de la recién ganada lejanía: la mayoría de los hábitos se instalan como tales porque aprovechan las distracciones y la indiferencia de sus víctimas, por pequeñas que sean, para ganarse un sitio, para hacerse indispensables, cómodos, útiles a veces. Dormir, por ejemplo, en el sillón de la tele: ella lo hacía a veces cuando tenía que esperarse despierta a que llegara Mónica (y casi siempre se quedaba dormida, para alivio de nuestra hija), y la rutina quedó, poco a poco, fija no nada más para los fines de semana: lo hizo un lunes, una vez, porque había una película en la televisión que yo no quise ver; luego un miércoles porque quería leer pero no espantarme el sueño; luego una noche en que tenía demasiado calor para tolerar nuestras cobijas. Luego, a diario. O casi a diario.

Yo desayuno en la cocina. Mi hija desayuna conmigo y me cuenta que su novio ha conseguido una nueva exhibición de sus ejercicios con las motocicletas que corre. Si entiendo bien —mi hija habla muy rápido, combina información sobre sus clases de historia del arte con los números de la potencia de las motocicletas—, el muchacho participará en el espectáculo del año de su género de espectáculos. Y detrás de la conversación se asoma el sonido de la puerta, que se abre por unos segundos mientras Lucía sale a recoger el periódico y el correo, y luego el sonido de un par de sobres con ofertas de electrodomésticos que azotan en la mesa de la cocina, porque son para mí, dice Lucía. No hay malestar en su voz, ni tedio identificable, nadie podría decir que somos un matrimonio que se ha aburrido. Hay una simple laxitud de las formas, un haberse acostumbrado a que todos los lunes nos esforzamos por empezar bien la semana, y nuestra forma de contribuir a esta meta familiar es dirigirnos la palabra sin habernos mirado y sin reflexionar que no habremos de mirarnos en el resto del día. Pero le sirvo un plato de cereal —mezclo el de arroz y chocolate con las hojuelas de maíz que no saben a nada, lo sé hace veinte años—, lo dejo con la cuchara sobre la servilleta y abro mi correo. Lucía entra a la cocina, habla con Mónica, la regaña por haber violado de nuevo su hora de llegada, desayuna, lava los trastes. Cada uno se va a su trabajo y nos llamamos más o menos a las dos de la tarde:

—¿Todo bien?
—No. El carro tiene una llanta baja y ya le echaron aire, pero volvió a desinflarse.
—Pues es que estará ponchada.
—¿Tú lo llevas mañana a la vulcanizadora?
—Déjaselo a Mónica. Que aprenda a hacerse responsable, si de veras quiere carro.
—No, entonces lo llevo yo. ¿Todo bien contigo?
—Sí. ¿Vas a necesitar que te pague la tarjeta?
—No, ya cobré. Te quiero.
—Te quiero.

Cuando colgamos, saboreo la última oración. Lucía me quiere. La quiero yo.

Hace veinte años hubo un día de iluminación.

Sosteníamos la porción más importante de nuestras conversaciones durante las horas de trabajo, por teléfono. Hablábamos para avisar que ya había comenzado la jornada: ella era una asistente de relaciones públicas en una inhabitable oficina de promoción del deporte. Solía decirme cosas que me parecían dulces y magníficas porque ninguna otra trivialidad me sonaría mejor, era ella, era mi chica, la mujer de la voz que podría calmar mis explosiones de estrés de todos los días:

—Hoy hallaron un zorrillo en la cancha de tenis. Quién sabe cómo se metió, pero no lo podían sacar.
—¿Ya lo arreglaron?
—Sí, pero lo mataron, pobrecito. ¿Te imaginas? Olía a rayos y ahora hay que llamar a unos controladores de plagas. Le va a salir carísimo al municipio.
—¿Vas a tener mucho trabajo hoy o vamos a comer juntos?
—Vamos a comer juntos.

Yo intentaba abrirme paso en el mundo curioso de la docencia universitaria. Lucía tenía 23 años; yo ya tenía 29. Cuando comíamos juntos tenía que ser en casa de uno de los dos. Si estaban sus padres, asaltábamos la recámara de su hermana: dejábamos la televisión encendida en el cuarto contiguo y así cubríamos con éxito cualquier sospecha. Yo ya vivía solo entonces. Si se quedaba a dormir en mi casa, lo procedente es que decidiéramos no volver al trabajo.

Y pasábamos la tarde juntos. Y ella se iba a la noche a casa.

Un día llamó al mediodía a mi trabajo. Dijo que era urgente. Estaba a media clase, no en la sala de maestros, y me tomó dos minutos llegar. Dos minutos. Dos minutos es tiempo suficiente para que tu novia comience a odiarte, con el odio que nunca se detiene sino que crece como el sarro de los muebles de baño, todos los días un poco más. Dos minutos en el teléfono. No colgó y llamó de nuevo. Esperó allí.

(NO CONTINUARÁ...)

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