Soy, dicho bien francamente, un pesimista.
Soy un escéptico militante.
No soy un cínico. Quisiera morirme ya y no atestiguar la imparable decadencia de la civilización que tan precariamente había construido la especie a la que pertenezco, pero al mismo tiempo sé que muchos integrantes de esa especie son de otra especie: de la especie de los imbéciles. Y que valdría la pena no ser un imbécil, encargarse responsablemente de dos o tres buenas ideas para producir un mundo menos imbécil y, quizá, tener dos o tres hijos que no sean imbéciles ni se solacen en ello.
Todo eso valdría la pena.
Luego ves a tus congéneres cuando lo intentan, cuánto esfuerzo les cuesta, casi siempre vanamente invertido.
Y quieres, de nuevo, morirte de una vez.
Ésta es la historia del género humano: ante la inminencia de la muerte, la tentación perpetua de hacer algo más que esperarla... o algo mejor mientras la esperamos.
O esperarla sentados.
Qué mundito ridículo.
El día mejoró bastante hacia la noche, todo hay que decirlo.
(GÜELTA!)
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