Es el premio de literatura más conocido en todo el planeta. Cada año lo gana quien aparecía con menor frecuencia ya no en los pronósticos, sino en la imaginación de los quinielistas. Casi nunca me importa: gracias al Nobel descubrí la existencia de gente tan importante hoy en mis libreros como Imre Kertész, un húngaro de una profundidad intelectual y emocional tan extraordinaria que es capaz de hacer hermosa la reflexión del Holocausto, sólo para obligar a que el lector admita la infinita fealdad del tema. O sea: el asunto me importa.
Toooodos los años, el Nobel mueve a notas y notas. Doris Lessing lo obtuvo la vez anterior. Declaré mi gusto por su novela Mara y Dann y punto. No la he leído de nuevo en este último año. Y qué. Tampoco leí a Gao Xinjiang sólo porque ganó el Nobel. Sí a Orhan Pamuk, cuyo Me llamo Rojo es una de esas novelas que son novelas. Pinter, sí. Jelinek, sí. Coetzee y Naipaul, oh, sí. Saramago, no tanto, gracias. Grass, fíjate que no tanto. Fo, sí mil veces. Y así por el estilo.
Las notas de estos días dicen que Claudio Magris ganará el premio. Yo me lo dudo y, al mismo tiempo, me parece que ya va siéndole hora. Allí están el eterno Adonis, un poeta sirio tan famoso que nadie lo ha leído. Luego están tres estadunidenses básicos que parece que jamás serán premiados: el omnipresente Philip Roth, cuyo nombraría honraría al Nobel más de lo que ningún premio podría honrarlo a él, y Joyce Carol Oates y Don DeLillo. Hay que contar a Haruki Murakami o a Amos Oz. Uno se preguntaría: ¿y John Updike? ¿Y Thomas Pynchon? ¿Y algún día tomarán en serio lo de premiar a Bob Dylan? Ay, que no sea ésta tal ocasión...
De Magris hay que leer El Danubio. Del Nobel de este año hay que leer sobre las declaraciones del presidente de la Academia.
Yo me voy a leer a casa. A Moliére.
Moliére nunca ganó el Nobel.
(MIAU!)
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