viernes, 24 de octubre de 2008

Veneno y sombra y adiós

El tercer libro de Tu rostro mañana está en mi casa hace unos días. De hecho, ahora mismo está en mi mochila, atravesado de separadores, atormentado diría yo si lo pienso dos veces, siempre he sido incapaz de encontrar citas concretas en la enorme mayoría de mis libros, supongo que me cuesta menos trabajo obviamente con aquellos que conozco mejor pero es que hay una especie de encanto en tener una mente que se permite ser revuelta por la memoria de un libro: vas a la página del lado izquierdo que sabes que está más adelante del capítulo 7, digamos, pero cuya posición exacta no recuerdas; la recordarás porque unas páginas antes está el diálogo donde tal personaje emplea un verbo que no habrás olvidado nunca, y sabrás que te has pasado porque el capítulo en cuestión termina con una pelea entre dos personajes que discuten acerca de un tema en específico y las frases del párrafo final se cierran con imprecaciones concretas. Vas allá, intentas encontrar la página que buscas, tropiezas con la discusión aquélla, ah, es antes, pero entonces encuentras otra página que también necesitas en la vida, tu memoria la ha escogido y no es la que precisas justo ahora pero te hace falta, por eso eres incapaz de olvidarla, casi podrías citar de corrido el párrafo ante el que te encuentras. Espera, digamos que le dices a quien ibas a leerle el párrafo que buscabas originalmente, es cierto: casi a todo el mundo le gusta que le lean en voz alta, espera que he encontrado esta otra, mira, y lees, y vinculas el tema con otro que aparece un libro más allá, mira, este señor o esta señora también hablan del asunto en este otro libro, y por supuesto sabes dónde está la idea pero no la conoces en concreto, es como ir a buscar un domicilio específico a un país que es una sola ciudad que ya recorriste antes, pero sólo una vez el conjunto y muchas, muchas veces calles, cuadras, manzanas en concreto, y nunca sabes cómo llegar hasta ellas, siempre terminas atravesando la ciudad entera. Y ya quieres quedarte en ella y rehabitarla, y decides que ahora sí vas a memorizarla toda, vas a vivirla de día y de noche por los sitios que sólo visitaste superficialmente. Pero no hay tiempo nunca, maldita sea: una ciudad tan furiosamente atractiva, tan pacífica y viva, y no hay tiempo de vivirla entera; al menos pasaré de nuevo por esos lugares que conozco bien, te dices.

Todos estos días he querido citar citas concretas del libro de Marías. Su portentosa novela se me escapa: voy a tener que visitar esa ciudad tan a menudo, que quizá no sea capaz de salir de ella en mucho tiempo. Y ya sé que saldré, ya sé que habré salido un día. Me retumban en la cabeza voces que ya conozco, que son mías, ojos que no existen pero he mirado, yo conozco el color de la piel de la joven Pérez Nuix, quiero decir, yo he sentido ante Tupra el mismo miedo que siente Deza cuando lo ve alzar el metal y amenazar el cuello de Rafita. Y ahora siento miedo, y siento asco, y un veneno desconocido se me va repartiendo por la sangre: no hay nada más asombroso en este mundo que la velocidad con que corre la sangre y lo rápido que toda ella se infecta. Que nuestra savia sea líquida también, es eso una decisión asombrosa de la Naturaleza: porque el terror mayor de todos es que nos hayan sorbido la sangre, que se nos seque, que se nos escurra, que se nos rompa un día el recipiente que la contiene y se pierda en el suelo o en el aire y nos quedemos vacíos. Habrá dejado su rastro y costará limpiarla: y dentro de nosotros quedará también una marca de obstinados bordes, la marca de nuestra sangre propia. Ahora mismo se mueve dentro de mí un líquido que añade varios litros a mi peso regular. Mi cuerpo la precisa: no hay vida sin mi sangre, que para nuestro mundo sólo sirve como prueba o como denuncia o como recuerdo lamentable y triste y violento. Es como si fuera solamente el vehículo de todos los venenos.

No es idiota desear una sangre más pura. Es idiota confiar en que alguien habrá de conseguirla.

Uno quisiera no derramar jamás su sangre, derramar la de otros pero que no sepamos que nuestros cuerpos contienen el líquido mismo, una igual prueba de muerte y de vida, de la que disponemos cuando otros pueden disponer igualmente de la nuestra. Uno quisiera estar lleno ya de otro fluido, y derramar sangre que sería distinta a la nuestra, que sea la de otros la que se agote, la que se haya secado, la que hayan tenido que lavar del suelo. Ya mis manos son de tu color, pero me arrepiento de tener un corazón tan blanco.

(LADY MACBETH NO ERA HUMANA)

No hay comentarios: