A los 24 años, yo era una masa de problemas depresivos y una colección de dilemas sentimentales. Tenía un empleo extenuante y no ocupaba en nada más mis días. Sorprendentemente, hacía ejercicio: brincaba a diario, por dos horas o dos y media, en las maquinitas ésas que se llaman Pump it up y que ahora me interesan ya bien poco porque cambiaron y a mí los cambios me vienen mal si no los he perseguido. Bebía muchísimo; ahora bebo más, pero lo festejo menos. No hacía teatro y me había resignado a perder la literatura, pero aún escribía, cuentos infames y patéticas piecitas de poesía que, espero, se habrán perdido en el misterioso limbo binario del disco duro que se echó a perder con un virus maldito hace dos años. Quizá mi mejor cuento lo regalé en un intercambio navideño, para impresionar a una novia de entonces: un arribista indolente conquistaba a dos distintas glorias del periodismo radiofónico en una metrópoli cualquiera, pero tropezaba con el odio y la avidez sexual pervertida de la tercera gloria local, que no le perdonaría su misoginia y aprovecharía su primer descuido para convertirlo en una víctima de la lucha de géneros.
"Yo no soy de esta ciudad: aún me asombran sus cambios paulatinos y ridículos, sus miserables modificaciones hacia la idea de eficiencia y limpieza que persiguen todos los habitantes de un régimen gubernamental basado en el orden pero obsesionado con la libertad. [...] Soy joven, tengo talento, mi cabeza está clara, he cometido errores pero puedo empezar de nuevo, puedo olvidarme de los sitios de antes, donde está toda esa gente que odio tanto."
"Suena bien", me dijeron entonces. "Qué hueva", dirían ahora. Me parecía un cuento horrible y seguí dando de coces por el camino del lirismo existencial, ritual, religioso, místico. Aquel cuento me lo festejaron en una fiesta navideña y luego perdí a la novia. Bogué por los consultorios de a) un psicólogo en cuesta de enero al que le caí mal y me mandó con b) un psiquiatra que después de mirarme el peinado y los tenis me recetó un coctel de pastillas que nunca compré y c) una psicóloga que me salvó del suicidio sin suponer que me arrojaría a las garras filosas del teatro, que, si hiere, te cura. Y ya era 2005, yo tenía 25 años, entré en la crisis de verdad y sobreviví. Y aquí estoy, aburriendo a otras personas (a usted, ay lectora, lector) en el borde los 29.
Fue un año de muchos cuentos. Terminé, en 2005, tras la terapia, con tres últimos cuentos, los últimos de toda mi carrera fallida como cuentista. Uno se llamaba "Mar". Glosaba la memoria final de un hombre encerrado en un faro, testigo primero y último de un maremoto que destruiría una ciudad costera de por sí socavada por el abandono de la metrópoli central y una devastadora crisis económica. El texto daría a entender que el narrador era el hijo del regidor que gobernaba la ciudad en cuestión. El puño de marfil del gobernante mencionado le golpearía la cabeza al protagonista en medio del maremoto, cuando él se hubiera arrojado, con resignación, a la libertad de la muerte. Era un cuento deplorable. Pero sincero hasta la médula: yo había soñado las imágenes centrales, y la historia había ido apareciéndose poco a poco. Adoraba ese cuento. Cualquier cuentista joven sabe lo que es abandonarse a la fe en un cuento, por malo que éste después se revele.
Mi psicóloga, a la que adoro aún (no como al cuento), gozaba exprimiéndole reveladores símbolos al texto. Yo no podía creerlo:
"Me asomo a la ventana y veo la playa, como una pulcra sartén redonda en la que reposara, viva, la masa de mar.
"No hay gaviotas. Torpes pelícanos, extraviados como un barco fantasma, flotan sin preocupación. Las bolsas de sus picos se mecen con la marea. Reposan como dormitando; deben tener sueños mudos y tormentosos.
"El regidor ordena cazar algunos para usarlos de alimento. Quedan algunos hombres. Marchan en filas decididas hacia la playa por las mañanas, nadan hasta los animales y los lazan con cuerdas para tender la ropa.
"De un picotazo, un pelícano hiende los huesos en la mano de uno de sus cazadores. El hombre nada entre gritos y, en la arena, lo curan con grasa de cocina.
"No hay medicinas. No hay médicos. Pronto se nos terminará el agua potable".
Nada de eso me satisfizo entonces. Dejé los cuentos, asumí mi depresión: yo estaba enfermo y podía salir de aquello. O no, pero viviría. Supongo que postear ahora mismo es una demostración de que sobreviví. Me gustaba, sin embargo, esta oración: el narrador se ha negado a dejar su faro, el regidor ha ido a insistirle y a pedirle que piense en el dolor que sufrirá su madre si él muere en el maremoto; el narrador se queda en calma, mira por la ventana el mar que es una "losa de mármol azul":
"Una sombra se eleva y el silencio, sólido como mi propia carne, sube con ella".
El segundo se llamaba Scarlett. Era pésimo y había fracasado desde su primera línea: "Mi mamá me llevaba todo el tiempo al cine". Agh. ¿Por qué, yo, que he apreciado a Dostoievsky, a Bulgakov, a Chejov, a Dahl, al más ferviente Saki y al enfermo Allan Poe, empezaba así un cuento? Yo, que he leído a Borges, ¿Así infamo el mundo? ¿Así, el universo?
Pero era, sí, en verdad, un cuento acerca de un hombre que conseguía lamer la nariz de Scarlett Johansson.
Y nunca he envidiado más el destino de un hombre de ficción o de verdad.
(OH, SCARLETT)
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