sábado, 22 de noviembre de 2008

Yo, hace un tiempo (Un cuento)

El unicornio

I
Marcela quedó embarazada y una vez que se enteró decidió trasladarme la culpa. No negaré que me costó trabajo asumirla: a menudo pensé, mientras estábamos juntos, que los remordimientos que mi propia conducta debía provocarme se manifestarían demasiado tarde, igual que sus efectos. Cuando al fin comprendí que tenía que ayudarla, el castigo fue entrar en el territorio de su influencia, voluntariamente vulnerable. Diego nació, lo crió los primeros meses como los animales vigilan y alimentan a sus crías, y se largó a recuperar su vida tan injustamente interrumpida a un país donde yo no pudiera pedirle cuentas. No lo hice nunca. Tampoco supe culparla. La noche en que comprobé su desaparición, vi la cara de Diego y pensé en soluciones parecidas a lo que sigue: regalarlo a un hipotético matrimonio de millonarios estériles, dejarlo morir de hambre y pasar el resto de mi vida fingiendo que no me arrepentía, perseguir a Marcela por el mundo con nuestro hijo en brazos para arrojarle al cuerpo el bulto animado que acababa de legarme sin posibilidad de réplica.

El niño tenía entonces una brevísima pelusa por toda cabellera, la piel muy blanca y los ojos enormes y mucho más brillantes que ahora, aunque conserva el gris verdoso, cruzado de plata, que heredó de su madre. Aquella noche no hizo nada especial para anticiparme el futuro: viviríamos juntos, siempre, al menos hasta que su vida le perteneciera y pudiera atarse a algo o escapar de todo, según el ejemplo paterno que escogiera. Lo llevé a dormir, me despertó de madrugada para que lo alimentara y vomitó mi pijama por primera vez. Entendí que no tendría otra certeza más sólida y diáfana: viviré con él y para él ya para siempre. Mi vida es suya. Será y es ya mi propietario. No hay deseo o exigencia suyos que pueda dejar de satisfacer. Jamás he dudado de querer hacerlo. No quiero decir que el niño se haya vuelto caprichoso o antipáticamente autoritario. Por el contrario, mi vena dictatorial se ha impuesto en nuestra casa, y ante un dictador tienes aún la opción de obedecer para ser libre y feliz. Hace lo que quiere, si yo lo autorizo; casi todo se lo consiento, excepto minucias que alarman a otros padres: meter los dedos en los enchufes de la electricidad cuando era más pequeño, por ejemplo, o utilizar mis documentos de trabajo para ensayar apuntes con sus lápices de colores, más recientemente, lo mismo que gastar su mesada en porquerías sospechosamente comestibles. En cambio, fingí no darme por enterado cuando, en su cumpleaños noveno, hurtó mi cartera a las siete de la mañana y salió de casa para volver, como yo tenía previsto, con el largamente prometido cuaderno de partituras para piano que habíamos visto en un negocio del centro.

Lo del piano, y sus ojos, son la única herencia de Marcela. Esa mujer lo olvidó, ni siquiera sus amigos del país nos dan hoy noticias de ella. Ojalá se perdiera para siempre, pero el niño es un chico inteligente y sabe que su madre es tan permanente como yo mismo lo soy. La reconoció de inmediato en un cartel que la anunciaba como concertista principal en cierto espectáculo, en una ciudad cercana, cuando él era muy pequeño. Se pasó todo el mes anticipando, a sus tíos, a sus primos, a sus compañeros de escuela, que su madre, una artista famosa, esa mujer que posiblemente hoy tenga otros hijos a los que no haya abandonado, uno no sabe cuántas veces repetirá una persona los actos que no puede revertir, no queremos, no quiero saberlo, estaría en el país muy pronto, y que él iría a verla. Fue complicado explicarle que no sería así, y todo lo demás que preguntó. Lo entendió, al final, con una reacción sensata, valiente y resignada. Me siento culpablemente satisfecho de haberle transmitido mi odio hacia Marcela; en él es rencor, apenas un resentimiento, frágil como el hielo quebradizo del lago, pero igual de cristalino y gélido.

Desde entonces, libre y decidido a no hablar más de su madre, Diego determinó que estudiaría piano. Lo mandé a una escuela de música a la que va solo seis días a la semana, debe tomar dos autobuses, sólo tiene nueve de años, vuelve de noche, se enoja porque en casa no puede practicar y en cambio se le obliga a hacer su tarea, dormirse temprano para no fallar nunca a la escuela, rabiar el sopor que le producen sus maestros y presentarse, entonces sí, otra vez dispuesto a aporrear el piano en su academia. Poco tiempo tardó en aprender las reglas básicas, las normas iniciales, y fue su profesor quien nos alentó a inscribirlo en más horas, para educar su interés en la música, su obstinada aplicación.

Se sienta allí —lo he visto varias veces, una vez a la semana salgo temprano y puedo pasar a recogerlo—, con las mandíbulas y los hombros apretados, y mira la superficie negra y blanca del instrumento con inquina, amenazándolo, advirtiéndole que lo dominará, que le hará daño si es necesario, hasta que le obedezca, buen hijo de su padre, preciso, que no pide nada con candidez ni con amabilidad excesiva, con educación, y que reclama y exige lo que por derecho le corresponde, parodia de su madre triunfal y sarcástica, ella con sus gestos concentrados, su expresión artificial de elevación extática, mi Diego lanza golpes firmes y recios contra las teclas, las agrede y las emplea como a un martillo, sin abandonarse y sin perder el control de sus dedos de chiquillo, un verdugo tan cruel que hace llorar al condenado sin más esfuerzo que la caricia de sus yemas, un caballero elegante y silencioso que se ha untado las manos de aceite hirviendo para acariciar a una dama, y el piano sumiso resuena dócil cuando él lo gobierna, y admite que bajo ese mando no puede permitirse rebeldías, que cada sublevación sólo provocará más instrucciones de ese dueño minúsculo y atento.

Diego dirige también nuestro hogar. Sólo suena la música que él elige: el hip hop y el rock odiosos que comparte con sus amigos consiguen ahuyentarme, pero apenas nos quedamos solos, o cuando se muda a la mesa de la sala con sus cuadernos y libros y reglas y lápices de colores, rinde honor a los dioses que le han impuesto en la escuela que más le importa, a los conciertos que me jura que podrá tocar pronto. Nombres que no retengo a él le son familiares como los de sus primos, Chopin, Bach, Mozart, Berezovsky, Rachmaninoff, yo puedo ayudarle con mapas donde deban señalarse capitales y con fechas para rellenar cuestionarios de la clase de historia, y los estridentes ejercicios de gramática inventados para inocular a nuestros hijos la vacuna que los protegerá contra la ortografía y la literatura —he querido obligarlo a leer, pero su generación se ha decidido a condenar a los libros—. A veces se duerme con su propia grabadora encendida en el cuarto. Para mí, la música de sus elecciones tiene un sentido lejano. A veces me empeño en descubrir la supuesta genialidad de tal composición que él podría explicar con sus rudimentarios conocimientos técnicos, a veces de verdad escucho y le afirmo mi complacencia. Su sueño es plácido, quisiera darle paz, pero ya me he resignado a que no competiré con su pasión tan prontamente descubierta.


II
Diego ha sido invitado a dos recitales hasta ahora, y el primero de ellos fue ya una exhibición. Aplaudí a los niños de otros padres, pero aquel montón de presumidos, criadores de geniecillos mediocres, tuvieron que reconocer la superioridad incipiente de Diego, un niño talentoso y aplicado, y no un prepúber incómodo que padeciera la tortura de sus padres ociosos. Lo anunciaron como uno de los infantes más prometedores de la escuela. Ensaya más duramente desde entonces, y a veces se obsesiona con la idea de que debo comprarle un piano para trabajar en casa, un piano que no sé dónde meteremos. Lo haré, sin embargo, y creo que lo adecuado es dárselo en su cumpleaños que será el próximo mes, agosto, un buen Leo intransigente y sabio. En el segundo concierto, para una audición convocada por un conservatorio, tocó “El unicornio” de Dasselman-Spytt.

“El unicornio” es el tercer movimiento de un concierto para piano de Dasselman-Spytt —reconocido por el mismo nombre— especialmente complicado. Describe el encuentro amoroso entre un cazador y una sibilina ninfa de los bosques, que lo rechaza primero pero se le rinde después porque el pretendiente le ha llevado el precioso cuerno de un unicornio. Diego ignoraba el mito. No sabía comprender que lo que ensayó durante meses era en realidad la representación de una proeza, porque atrapar a un unicornio es tarea casi imposible para un hombre. Ese movimiento es una combinación de sonidos sosegados que evocan una persecución sigilosa, primero, y luego el ataque desesperado del cazador, significado en una vigorosa pieza. Me tomó semanas conseguir para Diego el disco con el concierto de Dasselman-Spytt, y bastante dinero pagarlo, pero mi hijo estuvo complacido y me premió con su deferencia cuando intenté introducirlo a la literatura sobre mitologías. Pensé que, como siempre, terminaría por ignorar mis deslucidos libros, sus ilustraciones inmóviles y las historias desprovistas de la música que él seguramente preferiría, pero sobre la mesa de su cuarto permanecen aún los restos de dos ricos volúmenes que conservé, para él, sin saberlo, desde mi propia niñez. Mi pedestre experiencia no me impidió asistirlo en detalles de su ejecución; ciertas secciones de la obra requirieron que yo le explicara cómo se ve un unicornio, cuán violento es su ataque, qué temor le produce a los hombres que osan acecharlo. Pero me excluyó, en general, de sus ensayos. Una noche me confió su alivio porque había dominado a suficiencia la interpretación. Una hora larga habló de los matices de la música, de sus ritmos irregulares y del emocionado final: la derrota de la estupenda presa. El día de la audición me dejé fascinar por su trabajo ante el piano: mi hijo sonrió de puro orgullo al terminar, y me miró retándome a que tuviera la temeridad de no aplaudirlo. Lo aplaudí, sí, lo aplaudí como nunca, y me ordenó discreción con un gesto de los brazos lánguidos por el cansancio, porque esperaba el veredicto de sus evaluadores.


III
Un niño no puede hacerse hombre si se prueba a sí mismo solamente sus talentos, por pocos que ellos sean. En este punto de nuestras vidas, Diego y yo sabemos que él ha pasado por una prueba peor: no la de su coraje, sino la de su cobardía. Encarnado en un desafío, es una prueba atractiva y agotadora, el destino de cada hombre no puede ser más que una aventura que embriaga y revitaliza. Contenido, en cambio, en un demonio real, en una cruel competencia que obliga a perder la esperanza y la fuerza, a romperse el valor, porque el rival es uno mismo, templa a los hombres como endurece el fuego a la madera.

La obsesión de Diego por los unicornios me pareció al principio un ejemplo divertido de su imaginación como niño. No sólo ponía el disco todo el tiempo, llegado al extremo de exigir un walkman para llevárselo a la escuela: también los dibujaba en sus cuadernos, con trazos toscos que querían ser cuidadosos, y hojeó hasta destruir mis libros, me hizo comprarle camisas y gorras con unicornios estampados, y buscar en galerías y tiendas esculturas, baratas o caras, que representaran sobre todo el cuerno de la bestia blanca. Me preocupó porque, pasados los días, no parecía desprenderse de este tótem nuevo de su niñez —cierto personaje de las caricaturas, el policía de una serie de televisión, un futbolista sudamericano, habían sido otros ídolos, desterrados sin misericordia cuando otros los sustituyeron—.

Hallé la explicación bien pronto, gracias a uno de los profesores del conservatorio, que me extendió la copia de un programa de conciertos al que, dijo, Diego tendría que asistir como oyente, con la posibilidad de que se le invitara a las clínicas que ofrecerían los concertistas.

—Todos creemos que lo entusiasma conocer a su madre— dijo el hombre. Marcela se presentaría en el invierno y, qué curiosidad, interpretaría nada menos que el concierto para piano de Dasselman-Spytt conocido por el nombre de su tercer movimiento, “El unicornio”.

Le arrebaté el programa y me alejé para callarme varios insultos.

Diego no supo explicar la mezcla confusa de emociones que le producía la fecha inminente. Dijo que no le importaba, pero después de la cena se tiró en el sillón que da a la ventana, para representar, con “El unicornio” de fondo y con las luces apagadas, el papel de un nostálgico paralizado por la aparición de un ataque invencible de tristeza. Esto ocurrió de noche en casa, cuando yo ya estaba trabajando en mi recámara. Diego y yo hemos evitado siempre escenas de cariño que incluyan abrazos cálidos y el llanto silencioso de un niño indefenso que encuentre refugio en su padre. Aquella noche tampoco fue estrictamente necesario. Él mismo apagó el estéreo y fue hasta mi recámara para decir que no tenía sueño. Le pedí que me ayudara con algunas cuentas. Las hizo y se quedó dormido. Cuando lo llevaba a acostar, despertó a medias y dijo lo siguiente:

—Quiero sopa, papá. Tengo hambre.

—Mañana hacemos sopa, Diego.

—Ahorita.

Y ya íbamos a la cocina, él en mis brazos, atrapándome el cuello, cuando capituló en medio de su sueño:

—¿Voy a conocer a mi mamá?

—Si tú quieres, sí, hijo. Hasta vas a poder escucharla—. Yo no podía negárselo.

—¿Tú me vas a acompañar a verla?

—Si quieres, sí— le contesté, tratando de no dejarlo caer.

—Le tengo miedo— confesó, y se quedó rígido, de pronto, ocultando los ojos en mi pecho, la cara tiesa contra mi camisa.

Supe entonces que todo padre debe conmoverse ante lo que hay de humano en sus hijos, por más que uno mismo ya lo haya perdido, por más que uno mismo halle placer en sepultarlo en el corazón endurecido, en la suma de todos los resentimientos, ese camino de supervivencia por el que avanzamos hacia la muerte y del que sólo ellos, sólo Diego, puede sacarme por unos momentos. No es el camino equivocado; es uno doloroso, por ello mismo aleccionador, que fabrica los sabios; quizá es el único camino. Diego es mi compensación, mi premio por decidir que continuaría hacia delante; y mi nuevo castigo, porque no podré liberarlo de la misma doliente misión, porque tendrá que cumplirla solo, pese a que no lo abandonaré.

—Yo voy a estar contigo, Diego. No tendrás miedo.


IV
Soñé, un día antes, que una Marcela esplendorosa cosechaba la admiración de un auditorio de príncipes, y que seducía con su encanto de madre y mujer al mayor de todos ellos, mi hijo. No la había visto en todos esos años. Antes de que apareciera en el escenario, vestida con un traje negro y peinada con lujo, recordé que tenía que haber envejecido, que debía haber perdido al menos una parte de su jovialidad característica. Me equivoqué: era una mujer adulta y madura, pero en modo alguno había decaído su presencia magnífica: entrada en carnes, algunas arrugas quizá, la vimos de cerca y nos pareció un espíritu resplandeciente cuyo cabello no podría tornarse nunca ceniza, ni su andar menos gracioso, ni su imagen menos deliciosa. Era también la primera vez que Diego la veía, salvo algunos programas de televisión y fotografías. Lo obligaron a ponerse de pie y a saludar a la invitada. Auditorio y profesores, prensa especializada, convinieron hacer de aquel reencuentro un momento conmovedor: la consagrada pianista y su promisorio hijo y heredero. Diego tembló antes de soltar mi mano y caminar hasta el proscenio, donde su madre le concedió un abrazo y el favor de arrodillarse para besarlo. Miraron hacia el público y las cámaras. Un profesor se acercó a separarlos y escoltó al niño hasta su sitio. Me lo entregó lívido y aterrado, condenado como un edificio de piedra que fuera consciente de la inminencia del terremoto que iba a destruirlo:

—La maestra Santander ha sugerido además que su hijo ejecute el tercer movimiento del concierto. Escucharemos así a dos generaciones unidas por el amor esta obra, pues Diego Lomelí es un reconocido intérprete de “El unicornio”.

Diego se desmoronó, entre sus propios aplausos, sobre la butaca.

Marcela representó su tradicional pantomima de iluminación inspirada. El auditorio no hizo otra cosa que acompañar con su contemplación la interpretación precisa, escrupulosa y espectacular. Era una maestra, en realidad, cuando estaba ante el piano. Brillaba una luz distinta mientras ella tocaba: era su música, que iluminaba la sala del conservatorio. En su impecable papel, no tuvo tiempo de apreciar que su hijo la miraba con reverencia y temor. Para el final del segundo movimiento, gobernaba sutilmente el espacio, contraído sobre su ejecución irreprochable.

Se levantó con un gesto elegante y esperó que el mismo profesor llevara a Diego al escenario. Mi hijo caminó con corrección y ocupó el lugar de su madre, suspiró y alargó los brazos.

Temí por él.

Entonces comenzó a tocar “El unicornio”.

Quiero dejar aquí mi testimonio inútil de aquel momento, la actuación de mi hijo como pude verla, y sé que no lo conseguiré: si las palabras fueran suficientes para trasladar a los groseros sentidos de los hombres un acontecimiento de tal naturaleza, la música ocuparía un lugar distinto en nuestras vidas, pero está allí la vida de mi Diego, cristalizada y manifiesta en música que es también su vehículo y su privado lenguaje. Diego tocó esa noche al principio con pausada dedicación de jovencito aleccionado, un pequeño talento capaz de cierta hazaña al que su madre mira desde detrás sentada en un banco oscuro, pero unos segundos después hizo arremeter al cazador contra aquella figura similar a la de un ciervo enorme. Se le cimbraron el cuello y la espalda y apretó el gesto sobre el piano: ya la bestia, sorprendida, saltaba hacia adelante, tratando de poner distancia entre ella y el su perseguidor, pero el hombre alzó un arco y una flecha y la furia dulcísima del metal y la madera mordieron el costado de aquel monstruo. Diego lanzó las manos para dominar al enemigo. Un resoplido hizo elevarse el aliento helado de la presa, que se perdió entre los árboles, y el cazador corrió hacia ella, otra flecha en la mano, agotado, pero el unicornio saltó de nuevo y emprendió una carrera fabulosa, la última, restallaron sus pezuñas de plata y de cristal contra el húmedo suelo, el sudor le perló el cuerpo, se levantó el cuerno orgulloso y resplandeció con la luna que vigilaba su escape. Ya se perdía en la desesperada oscuridad, ya huía, y el cazador hizo el último esfuerzo, ¡adelante!, el brazo trémulo tensó de nuevo la cuerda vacilante en la carrera y el silbido en el aire precedió a una pausa. El auditorio estaba en silencio.

Unas notas agudas no nos despertaron de aquella fascinación. Eran tristes, triunfales pero opresivas, sofocantes. ¿Cómo compartir la caída de un tesoro fantástico y la insegura elevación del asesino que lo ha usurpado? Era el cazador que se ponía de pie, agotado en la tierra, y de su cinturón tomaba el puñal que no dudaría como él: pues, ante sus pies, agonizaba el unicornio, de fuera la rosada lengua, dando coces contra el enemigo que lo había cegado, la sangre humeante brotaba del ojo. El cazador se arrodilló y pidió perdón, y todos pudimos verlo, cómo el hombre degolló al unicornio, y le sostuvo la cabeza en el instante de la muerte, y cómo, arrepentido por un crimen contra lo más secreto de la naturaleza, le hundió la hoja en el cráneo, para arrancarle el marfil que sería su trofeo.

Tomó aire mi hijo, el bosque y sus dos habitantes desaparecieron, y ya no vimos la luna enrojecida. Diego se levantó y cedió el lugar a la sombra derrotada que lo miraba detrás, la víbora envidiosa que sólo supo arrastrarse de nuevo entre las hojas secas, mordiéndose de cólera los labios: algo que daba luz se había roto dentro de ella, y un brillo olvidado acababa de abandonarla. No aplaudió ya, y escapó de la ciudad al final de su actuación.

Diego y yo festejamos esa noche con un gran banquete.

(21 DE ABRIL DE 2004)

1 comentario:

Alexa M. dijo...

No deja de asombrarme - gratamente - cuán bellas son las proezas que se desarrollan aún entre la tristeza, el rencor y todo ese conjunto de sentimientos que se conocen como oscuros.
Usted es un excelente padre!
(ya lo sabía)
=)