1) Tiene varias entradas interesantes sobre cultura de los medios. Se ha ganado mi interés. Volveré a visitarlo.
2) Se despeina pero no se presenta mal: datos de medios, cultura y otras cositas. Bastante entretenido.
Ajá.
(¡KÉ KOKETOS!)
lunes, 20 de diciembre de 2010
Kuriosísimos blogs
domingo, 19 de diciembre de 2010
Incendios
(Paréntesis obligatorio: un texto mucho, mucho menos zopenco que el que presento a continuación puede leerse en el blog de Luis Mario Moncada. Si usted es prudente, lo leerá antes que el mío. Pero no espero que usted sea prudente.)
Tengo para mí que un gran personaje no es nunca el trabajo exclusivo de un actor. Esta obviedad parece impenetrable para buena parte de la población no porque ignore cómo se hacen un trabajo escénico o una película, sino porque es muy difícil sortear la pura fascinación ante los auténticos grandes personajes de la historia de la actuación. En el cine nos hallaremos todos más conectados, así que pongo ejemplos sacados de allí: los perfectos Corleone de la saga El Padrino, el asqueroso Orson Welles de Touch of evil, Katharine Hepburn en The lion in winter, Jack Nicholson en El resplandor (o, con perdón, Sara García en las dos películas de Los tres García). Más recientemente, ese brutal, explosivo Joker de Heath Ledger en The Dark Knight, uno de mis personajes favoritos porque me permite ilustrar lo que empecé diciendo y ahora diré a continuación: un gran personaje en actuación no es la exclusiva creación de un actor, sino la amalgama de un montón de esfuerzos creativos paralelos; en el caso del Joker: el del guionista, el de los compositores de la música, el del fotógrafo, el del editor, obviamente el del maquillista, por mucho el del director y, sí, del actor que se deja la piel y el cerebro y el corazón en este aparato colectivo para insuflar vida: el concierto de impulsos eléctricos y aparataje inescrutable a la doctor Frankenstein que hace posible que un golem se convierta en algo más que un ente andante y parlante, un ser humano como todos nosotros.
No hay Joker sin Ledger, pero Ledger no habría sido suficiente, pues, sin los talentos de Zimmer y Howard, o sin Nolan fijando el desbocado torbellino del desgraciado poder de Ledger.
Acabo de ver una obra de teatro que me ha recordado a Ledger en su esencia, no en su espectáculo, porque acá hay esfuerzo narrativo donde en el Joker hay edición meticulosa. Se llama Incendios, está basada en el texto hecho evidentemente con la sangre y las tripas del nacido libanés Wajdi Mouawad, un dramaturgo francófono que colocó a esta obra como segunda de una tetralogía que desde ya convoca toda mi atención. La historia de Incendios concentra algunas de las más amargas y cruentas experiencias de la vida del autor, a través de la historia de Nawal, una mujer libanesa en una sociedad machista donde las madres lastiman a sus hijas para que aprendan a lastimar a sus propias hijas. Nawal se enamora y embaraza, es obligada a separarse de su hombre, le arrebatan al bebé y lo pierde. Luego huye y aprende a leer y escribir y a contar su historia y la historia de su pueblo, vaga por el país incendiado en la guerra en busca de su bebé y no lo halla, se involucra en la guerra y en un atentado contra un líder paramilitar y termina presa, violada por un mercenario cruel y torturada. Testigo de numerosas atrocidades, atrapada entre la necesidad de poner fin a las venganzas que atraen más venganzas y el impulso irrefutable de obrar ella misma una venganza final, huye del país, tiene dos hijos, envejece y un día decide quedarse en silencio hasta la muerte. La historia pasa entonces a sus dos resentidos hijos menores, a quienes encomienda buscar a su padre y a su hermano perdidos, para romper el silencio al que ella se abandonó: para desvelar elaboradas mentiras que conducen a una verdad compleja y escandalosa, tan cruel como su propia biografía o la de su país. Porque Nawal está convencida de que todos los horrores pueden haberse originado en el amor, que hay amor en todos los actos humanos e incluso en aquellos que son sólo mal y ruindad.
La actriz a cargo de este papel es Karina Gidi, bien conocida en el medio teatral del Defe, también con destacada trayectoria en cine (fue la protagonista de la premiada Abel, de Diego Luna) y en televisión. En Incendios logra una especie de pequeño milagro: soporta sobre sí misma todo el peso de dos distintas tramas (su historia y la de sus hijos) en un ejercicio que es puramente narrativo, pero además dota de carácter al personaje principal, con un concienzudo duelo de resistencia contra el melodrama y la cursilería. Nawal habla: aprende a hablar y sus palabras son la obra, un texto plagado de lirismo y aspiraciones poéticas que funcionan a veces y otras veces se topan contra la interpretación de los actores. Incendios es, digámoslo pronto, una especie de enorme poema narrativo acerca del triunfo del amor enfrentado a las espirales de odio de la guerra. Todo en el texto son imágenes, autorreferencias y representación, retórica de estupenda factura, cuidadosamente vinculada a las intenciones narrativas pero, eso sí, volcada sobre sí misma. Dura dos horas y cuarenta minutos: demasiado para efectos de un trabajo escénico si no eres Shakespeare y careces de actores que soporten con oficio esta ambición estética y estilística.
Incendios vino a Guadalajara como parte de la XXX Muestra Nacional de Teatro mexicana, en noviembre pasado. Le fue tan bien en el juicio popular, que la oficina Cultura UDG de la Universidad de Guadalajara la hizo volver, a una temporada de cuatro funciones. Yo la vi el miércoles pasado. La experiencia es harto conmovedora y todavía más lacrimógena, con ciertas desviaciones hacia el abierto melodrama (mi opinión es que algunos actores se quedan cortos, y asombrosamente descubro que la conocida crítica Olga Harmony piensa algo parecido). Es también pesada por su larga duración pero ha sido eficazmente puesta en escena por el director Hugo Arrevillaga y los responsables del diseño plástico, subrayadamente los de la discreta música y los de la aparatosa pero eficiente escenografía. El gran matiz está en el trabajo de Gidi.
Karina Gidi trabaja, primero que nada, con una depurada técnica de voz: pasa de ser una muchachita a una mujer madura y consigue numerosos matices de caracterización vocal en este tránsito. Hay un cambio en ella de la silvestre y analfabeta adolescente enamorada a la cerebral y resignada adulta que decide cometer un asesinato, y ese cambio es, en principio, vocal. Luego obra un tremendo ejercicio de contención histriónica cuando, con su voz como herramienta primera, interpreta a Nawal después de sobrevivir a años de cárcel y de tortura en el decisivo juicio contra un genocida en una corte internacional. Es capaz de producir efectos pero eso es lo de menos, y esto es lo que me importa: con lo mejor de la obra de Mouawad, es decir, la recargada retórica antibélica y lirista de sus personajes, consigue contar una historia, situar el contexto histórico de un relato de ficción, dotar de dignidad a una casi inverosímil superviviente de la guerra, transmitir horror a los horrores y familiaridad a los clímax románticos y, con todo esto en suma, producir un personaje realista llevado a conflictos que lo exceden: hacer real, verosímil y contemporáneo, para cualquiera, una experiencia humana extraordinaria. Todo esto, al mismo tiempo que ordena la gramática del montaje: el minimalismo de la música que, sin ella, sería cursi; el aparato de la escenografía que, sin ella, sería estridente; un cierto carácter predecible de la iluminación; y el conjunto del esfuerzo y la temeridad de sus compañeros actores, algunos impresionantes (como Alejandra Chacón, que hace a Saura y merece una nota aparte) y otros menos afortunados.
No quiero pensar en una Karina Gidi superdotada, infalible y perfecta, y no quiero colocarla por encima de sus indispensables compañeros de trabajo. Pienso, más bien, en una actriz que consiguió comprender el reto multidemandante de su personaje, que se animó a entregar el cuerpo entero en un papel lleno de matices, cambios violentos que merecen atención cuidadosa. Asumo que su destacada participación en el montaje es obra no sólo de sus talentos, su instinto o sus habilidades —o de su buena suerte—, sino también del bello texto original, una traducción afortunada y una dirección atenta. A ojos más profesionales y avezados, Incendios seguramente está llena de fallos. Me quedo con mi juicio de espectador y mis aspiraciones de perpetuo estudiante de actuación: este trabajo, éste, de Karina Gidi, me resulta ejemplar e inolvidable, y lo sumo, ya, a mi lista de experiencias imprescindibles en el mundo del teatro, al menos por lo que me toca desde una butaca que me solicita respeto y sinceridad y que sólo se rige por una exigencia: hazme creer que esto es verdad. La Nawal de Gidi ha estado viva para mí, viva y consciente de su vida real. Pongo un DVD y me dejo fascinar por la asombrosa realidad carnal del Joker de Heath Ledger. También he ido al teatro muchas veces, y pocas experimenté un tan íntimo contacto como con esta Nawal. Si puede usted, vaya a ver Incendios, juzgue con justicia sus momentos excedidos, y déjese arrobar por el afortunado trabajo de esta actriz. Se quedará con usted para siempre. Y entonces, cuando estemos todos juntos, todo estará mejor. Todo estará mejor.
Por último, el tráiler de Incendios:
(LO DIGO DE VERAS)
Tengo para mí que un gran personaje no es nunca el trabajo exclusivo de un actor. Esta obviedad parece impenetrable para buena parte de la población no porque ignore cómo se hacen un trabajo escénico o una película, sino porque es muy difícil sortear la pura fascinación ante los auténticos grandes personajes de la historia de la actuación. En el cine nos hallaremos todos más conectados, así que pongo ejemplos sacados de allí: los perfectos Corleone de la saga El Padrino, el asqueroso Orson Welles de Touch of evil, Katharine Hepburn en The lion in winter, Jack Nicholson en El resplandor (o, con perdón, Sara García en las dos películas de Los tres García). Más recientemente, ese brutal, explosivo Joker de Heath Ledger en The Dark Knight, uno de mis personajes favoritos porque me permite ilustrar lo que empecé diciendo y ahora diré a continuación: un gran personaje en actuación no es la exclusiva creación de un actor, sino la amalgama de un montón de esfuerzos creativos paralelos; en el caso del Joker: el del guionista, el de los compositores de la música, el del fotógrafo, el del editor, obviamente el del maquillista, por mucho el del director y, sí, del actor que se deja la piel y el cerebro y el corazón en este aparato colectivo para insuflar vida: el concierto de impulsos eléctricos y aparataje inescrutable a la doctor Frankenstein que hace posible que un golem se convierta en algo más que un ente andante y parlante, un ser humano como todos nosotros.
No hay Joker sin Ledger, pero Ledger no habría sido suficiente, pues, sin los talentos de Zimmer y Howard, o sin Nolan fijando el desbocado torbellino del desgraciado poder de Ledger.
Acabo de ver una obra de teatro que me ha recordado a Ledger en su esencia, no en su espectáculo, porque acá hay esfuerzo narrativo donde en el Joker hay edición meticulosa. Se llama Incendios, está basada en el texto hecho evidentemente con la sangre y las tripas del nacido libanés Wajdi Mouawad, un dramaturgo francófono que colocó a esta obra como segunda de una tetralogía que desde ya convoca toda mi atención. La historia de Incendios concentra algunas de las más amargas y cruentas experiencias de la vida del autor, a través de la historia de Nawal, una mujer libanesa en una sociedad machista donde las madres lastiman a sus hijas para que aprendan a lastimar a sus propias hijas. Nawal se enamora y embaraza, es obligada a separarse de su hombre, le arrebatan al bebé y lo pierde. Luego huye y aprende a leer y escribir y a contar su historia y la historia de su pueblo, vaga por el país incendiado en la guerra en busca de su bebé y no lo halla, se involucra en la guerra y en un atentado contra un líder paramilitar y termina presa, violada por un mercenario cruel y torturada. Testigo de numerosas atrocidades, atrapada entre la necesidad de poner fin a las venganzas que atraen más venganzas y el impulso irrefutable de obrar ella misma una venganza final, huye del país, tiene dos hijos, envejece y un día decide quedarse en silencio hasta la muerte. La historia pasa entonces a sus dos resentidos hijos menores, a quienes encomienda buscar a su padre y a su hermano perdidos, para romper el silencio al que ella se abandonó: para desvelar elaboradas mentiras que conducen a una verdad compleja y escandalosa, tan cruel como su propia biografía o la de su país. Porque Nawal está convencida de que todos los horrores pueden haberse originado en el amor, que hay amor en todos los actos humanos e incluso en aquellos que son sólo mal y ruindad.
La actriz a cargo de este papel es Karina Gidi, bien conocida en el medio teatral del Defe, también con destacada trayectoria en cine (fue la protagonista de la premiada Abel, de Diego Luna) y en televisión. En Incendios logra una especie de pequeño milagro: soporta sobre sí misma todo el peso de dos distintas tramas (su historia y la de sus hijos) en un ejercicio que es puramente narrativo, pero además dota de carácter al personaje principal, con un concienzudo duelo de resistencia contra el melodrama y la cursilería. Nawal habla: aprende a hablar y sus palabras son la obra, un texto plagado de lirismo y aspiraciones poéticas que funcionan a veces y otras veces se topan contra la interpretación de los actores. Incendios es, digámoslo pronto, una especie de enorme poema narrativo acerca del triunfo del amor enfrentado a las espirales de odio de la guerra. Todo en el texto son imágenes, autorreferencias y representación, retórica de estupenda factura, cuidadosamente vinculada a las intenciones narrativas pero, eso sí, volcada sobre sí misma. Dura dos horas y cuarenta minutos: demasiado para efectos de un trabajo escénico si no eres Shakespeare y careces de actores que soporten con oficio esta ambición estética y estilística.
Incendios vino a Guadalajara como parte de la XXX Muestra Nacional de Teatro mexicana, en noviembre pasado. Le fue tan bien en el juicio popular, que la oficina Cultura UDG de la Universidad de Guadalajara la hizo volver, a una temporada de cuatro funciones. Yo la vi el miércoles pasado. La experiencia es harto conmovedora y todavía más lacrimógena, con ciertas desviaciones hacia el abierto melodrama (mi opinión es que algunos actores se quedan cortos, y asombrosamente descubro que la conocida crítica Olga Harmony piensa algo parecido). Es también pesada por su larga duración pero ha sido eficazmente puesta en escena por el director Hugo Arrevillaga y los responsables del diseño plástico, subrayadamente los de la discreta música y los de la aparatosa pero eficiente escenografía. El gran matiz está en el trabajo de Gidi.
Karina Gidi trabaja, primero que nada, con una depurada técnica de voz: pasa de ser una muchachita a una mujer madura y consigue numerosos matices de caracterización vocal en este tránsito. Hay un cambio en ella de la silvestre y analfabeta adolescente enamorada a la cerebral y resignada adulta que decide cometer un asesinato, y ese cambio es, en principio, vocal. Luego obra un tremendo ejercicio de contención histriónica cuando, con su voz como herramienta primera, interpreta a Nawal después de sobrevivir a años de cárcel y de tortura en el decisivo juicio contra un genocida en una corte internacional. Es capaz de producir efectos pero eso es lo de menos, y esto es lo que me importa: con lo mejor de la obra de Mouawad, es decir, la recargada retórica antibélica y lirista de sus personajes, consigue contar una historia, situar el contexto histórico de un relato de ficción, dotar de dignidad a una casi inverosímil superviviente de la guerra, transmitir horror a los horrores y familiaridad a los clímax románticos y, con todo esto en suma, producir un personaje realista llevado a conflictos que lo exceden: hacer real, verosímil y contemporáneo, para cualquiera, una experiencia humana extraordinaria. Todo esto, al mismo tiempo que ordena la gramática del montaje: el minimalismo de la música que, sin ella, sería cursi; el aparato de la escenografía que, sin ella, sería estridente; un cierto carácter predecible de la iluminación; y el conjunto del esfuerzo y la temeridad de sus compañeros actores, algunos impresionantes (como Alejandra Chacón, que hace a Saura y merece una nota aparte) y otros menos afortunados.
No quiero pensar en una Karina Gidi superdotada, infalible y perfecta, y no quiero colocarla por encima de sus indispensables compañeros de trabajo. Pienso, más bien, en una actriz que consiguió comprender el reto multidemandante de su personaje, que se animó a entregar el cuerpo entero en un papel lleno de matices, cambios violentos que merecen atención cuidadosa. Asumo que su destacada participación en el montaje es obra no sólo de sus talentos, su instinto o sus habilidades —o de su buena suerte—, sino también del bello texto original, una traducción afortunada y una dirección atenta. A ojos más profesionales y avezados, Incendios seguramente está llena de fallos. Me quedo con mi juicio de espectador y mis aspiraciones de perpetuo estudiante de actuación: este trabajo, éste, de Karina Gidi, me resulta ejemplar e inolvidable, y lo sumo, ya, a mi lista de experiencias imprescindibles en el mundo del teatro, al menos por lo que me toca desde una butaca que me solicita respeto y sinceridad y que sólo se rige por una exigencia: hazme creer que esto es verdad. La Nawal de Gidi ha estado viva para mí, viva y consciente de su vida real. Pongo un DVD y me dejo fascinar por la asombrosa realidad carnal del Joker de Heath Ledger. También he ido al teatro muchas veces, y pocas experimenté un tan íntimo contacto como con esta Nawal. Si puede usted, vaya a ver Incendios, juzgue con justicia sus momentos excedidos, y déjese arrobar por el afortunado trabajo de esta actriz. Se quedará con usted para siempre. Y entonces, cuando estemos todos juntos, todo estará mejor. Todo estará mejor.
Por último, el tráiler de Incendios:
(LO DIGO DE VERAS)
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domingo, 28 de noviembre de 2010
Lo dijo hoy Le Clézio
"Sabemos hoy que, en la red de palabras que rodea a este planeta humano, cada voz es indispensable; que no existe pureza original, porque somos, todos, los ecos y los resurgimientos que construyen la inteligencia humana. Necesitamos escuchar a este concierto donde el pasado y el presente están vinculados; necesitamos, a cada instante, reinventar a la palabra, acercarse a las obras, imaginar las palabras antiguas, los mitos, los cuentos, las fábulas, los poemas, y también escuchar a las antiguas creencias, a los temores, a las novelas y los romances, a la Historia y a las historias. Pero también necesitamos oír el rumor general de la vida cotidiana: las burlas, los refranes, las groserías, las palabras de amor, las oraciones, toda esta red que los seres humanos han tejido y que cubre el mundo desde su principio. No hay un lugar en el mundo que no esté en esta red; no existe un individuo que no la tenga en su memoria".
Lo dijo hoy, en la FIL, Jean-Marie Gustave Le Clézio, escritor al que no he leído. Resarciré ese problema antes de lunes que viene.
(¡WOW!)
viernes, 26 de noviembre de 2010
Yay
Le atribuyen este trabajo a Miguel Brieva. En el blog hay información sobre él y otros. Qué buen blog.
(YAY)
(YAY)
lunes, 15 de noviembre de 2010
Blog de teatro
Un interesante blog sobre teatro y otros temas, con un hermoso nombre: La isla de Próspero.
(¿Y CALIBÁN?)
(¿Y CALIBÁN?)
viernes, 5 de noviembre de 2010
Michoacán y balas
Otra vez, esta noche, hay noticias de sucesos policiacos salvajes en Morelia y Pátzcuaro. Ésa ha sido la tónica en los últimos cinco, ocho años: notas y notas de actividad del crimen organizado. Todo estaría bien si se mataran entre ellos. Pero las balas y los secuestros y las extorsiones y el crimen en que esta gente convive se llevan entre las patas a nuestras ciudades, a nuestra familia, a nuestra gente, a nuestras vidas.
¿Qué puede hacer uno? ¿Qué puedo hacer yo? ¿Qué hacemos, si somos tan enanos frente a un montón de rufianes que se aburren del bajo poder de un AK-47, acostumbrados a hacerse Rambos de cerro, Al Capones de barrio, pequeños príncipes Vlad de ciudad?
Rezar, supongo.
(¡NO TE RINDAS, MORELIA! ¡NO TE RINDAS, MICHOACÁN! Y, POR GRACIA DE ALGO, ¡NO TE RINDAS, MÉXICO!)
¿Qué puede hacer uno? ¿Qué puedo hacer yo? ¿Qué hacemos, si somos tan enanos frente a un montón de rufianes que se aburren del bajo poder de un AK-47, acostumbrados a hacerse Rambos de cerro, Al Capones de barrio, pequeños príncipes Vlad de ciudad?
Rezar, supongo.
(¡NO TE RINDAS, MORELIA! ¡NO TE RINDAS, MICHOACÁN! Y, POR GRACIA DE ALGO, ¡NO TE RINDAS, MÉXICO!)
miércoles, 15 de septiembre de 2010
¡Que (sobre)viva México!
Celebro al país en el que vive mi familia, en el que he tenido amigos y en el que he intentado ser feliz, con el idioma que uso todos los días, las leyes que intento cumplir y las aspiraciones de un mejor futuro que, secretamente, todos compartimos. Celebro al país del mole, las calabacitas con queso, el espinazo que yo llamo chilayo y los tacos de la esquina, al país donde la chela es más sabrosa y los chiles son el ladrillo con que se edificó el rascacielos de una gastronomía irrepetible e infinita: vivan los chilaquiles, la cecina en caldo y el pico de gallo, dios bendiga a las enchiladas y a las albóndigas con chipotle y a los camarones a la diabla. Celebro al país que va en autobús del desierto al bosque nevado y del llano al manglar y de la playa maternal al cenote que demanda veneración. Celebro el país donde la gente se convence con dos o tres datos y dice: “Pancho Villa fue chido”, y va e intenta imitar un poquitito a ese Villa que imagina y que nada tiene que ver, seguramente, con el de ningún libro de historia. Celebro al país donde poco a poco nos hacemos algo menos racistas, no al país donde “indio” es una mala palabra y donde este tema mata de risa a los políticamente correctos. Celebro al país donde un buen policía vigila la manzana por las noches porque le gusta el barrio o le gusta la gente y no al país de esos buitres repulsivos que se aprovechan de cualquiera macana en mano. Celebro al país donde tu vecino te cuida y te convida con favores diminutos que te resuelven el día, donde tu maestro te dedica cinco minutos extra para que entiendas bien la clase, y donde el dueño de tu empresa cumple con darte nómina legal y rehúye el outsourcing y la dictadura de los recibos de honorarios. Celebro al país de secretarías del medio ambiente que detienen o previenen crímenes contra el patrimonio de todos. Celebro al país de los vendedores de elote que se lavan las manos después de dar cambio, donde los meseros no escupen en tu plato porque les caíste gordo y donde los viene-vienes se vuelven amigos de la colonia porque suponen que así les permitirán trabajar a diario. Celebro al país donde los presidentes municipales ponen a desquitar el sueldo a sus regidores en lugar de pasearse por botaneros para manosear a la flor más bella del ejido o a la miss universo barely legal en turno. Celebro al país donde un empleado de la Comisión Federal de Electricidad te dice: “Esto lo arreglamos ahorita, ya va usté a ver”, en lugar de “Uy, joven, esto se va a tardar dos semanas y va a tener que pagarle al inspector”. Celebro al país donde la señora de la esquina se pelea con los parásitos de Parques y Jardines para que no tiren árboles nomás porque el de la casa de enfrente está cansado de la goma que le ensucia el parabrisas, y donde alguien de Parques y Jardines denuncia a sus malos compañeros. Vale la pena decir: “Que viva este país” cuando un conductor del transporte público respeta el semáforo, el límite de velocidad y el derecho del pasajero a bajarse de un camión que no detendrá en doble fila. Celebro al país de las carreteras en mal estado que son reparadas cuidadosamente, de los ministros de culto que respetan la fe opuesta y de los intelectuales que piensan dos veces antes de abrir la boca. Celebro al país de los reporteros que se niegan a publicar memeces o a ponerle el micrófono a un cardenal ponzoñoso, a una señora copetona con urgencias homofóbicas o a un artista de cuarta que canta estupideces. Y, ya que estamos, celebro al país del televidente que le cambia de canal, del que denuncia una esquina de prostitución infantil y del cinéfilo que guarda silencio. Viva el país donde la gente defiende sus parques contra las obras viales que celebran la ridícula soberbia de los gobernadores, el país de maestros que enseñan a sus estudiantes a no grafitear la barda, el país del conductor de automóvil que se detiene antes del paso peatonal. Viva el país del historiador que dice: “El pasado es discutible, pero el futuro debe ser un acuerdo”. Doscientos años más para el país de los buenos médicos, los buenos dentistas, los socorristas de las cruces de colores y protección civil, los cácaros que aman el cine, las chicas guapas y los milagrosos caballeros que le dejan el asiento a las muchachas, los taxistas que respetan el taxímetro, los futbolistas que se expresan con patadas certeras y le sacan la vuelta a los reporteros mentecatos y a las revistas de espectáculos. Viva el país del chocolate oaxaqueño, del Chepe chihuahuense y sonorense y del Catemaco veracruzano, de las carnitas michoacanas y de los tacos estilo La Paz, de la catedral barroca de Zacatecas y del Chiapas de Belisario Domínguez. Viva el país de Alfonso Reyes, de Salvador Novo, de Jorge Ibargüengoitia que inventó el buen humor, de las Margos Glantz y los Marios Bellatin que hallan belleza en lo sórdido. Que la patria sea un día impecable y diamantina. Viva el país de Silvestre Revueltas y su Sensemayá, del teatro delirante e interminable de Antonio González Caballero y del teatro iluminador de Rodolfo Usigli y de los cartones de Calderón. Viva el México de Agustín Lara, de Tin Tan y del blanco y negro de La Perla, del alto contraste de Amores perros o de la Tucita devenida única mujer que dominó a Pedro Infante: “¡¡¡Lorenzo!!!”. Viva el México inolvidable de una pena de amor que toca fondo si la empujas con una canción de José Alfredo Jiménez, ahogada en mezcal y limones agrios con sal de gusano, y el México donde Jaime López no anda firmando insultos contra el buen gusto para felicidad de los shalalá de Aleks Syntek (no tengo nada contra ti, Aleks, salvo que tu canción fue horrible). Viva el México donde más jóvenes llegan a la universidad y no les da risa si reprueban materias. Viva el México donde los niños todavía pueden salir a jugar a la calle sin más peligro que soltarle un balonazo al carro que va pasando: ¿te acuerdas que tu mamá no tenía miedo de que anduvieras allá afuera de noche? Viva el México donde un número desconocido en el identificador de llamadas es una curiosidad más que una amenaza. Viva el México donde se puede pasear de madrugada, donde se puede recorrer la carretera, donde se puede salir en bicicleta. Viva el México caluroso donde el paisaje desde una azotea merece un brindis y donde un buen taco de frijoles cura el cansancio.
Muera el México de gobernantes que utilizan el dinero público como si fuera suyo y van y se emborrachan y le mientan la madre a quien no le haya gustado: Emilio, ¿cuánto cinismo hace falta para no haber renunciado? Muera el México de los extorsionadores, de los secuestradores, de los narcos que se despedazan en las calles con granadas que hacen hoyos en nuestra tranquilidad. ¡Morelia resiste, éste y todos los 15 de septiembre! Muera el México de la Reynosa esclavizada por “alertas de balacera” y el México del Monterrey encerrado entre narcorretenes. Nunca más un México que sirva de patio de prácticas a sicarios para masacrar indocumentados, ni de Acteales que quieren repetirse, ni de guarderías ABC que sí, chingado: sí pudieron evitarse. Muera el México de artistas que se hacen burócratas o declarantes profesionales y de los abajofirmantes listos para respaldar cualquier ocurrencia. Muera el México de periodismo hecho negocio. Muera el México de la cursilería presidencial metamorfoseada sustituto del trabajo eficiente: toda la estructura gubernamental está hecha una vergüenza y, cuando escucho a un priista o a un panista o a un perredista o a cualquiera de ésos pretenderse vocero de mis vecinos y de mí, siento náuseas y una amargada impotencia: ¿cómo cambiar, cómo arreglar este desastre de vicios y holgazanería financiado con nuestros impuestos?
Chinguen a sus madres los malos ciudadanos, los corruptos, los ladrones, los violentos, los asesinos, los abusivos, los que no quieren salir del hoyo porque siempre hemos vivido muy cómodos allí, en nuestro “más vale malo por conocido” que es la más resistente tradición nacional. Muera el México del rencor y el resentimiento: va cualquiera y opina que el Bicentenario le produjo tal idea y hay sesenta listos para llamarlo idiota, ignorante y atrasado y ninguno de esos sesenta y uno siquiera googleó lo suficiente para entrarle al pleito. Viva el México donde a diario se conquista un nuevo escaloncito en esa empinada pendiente de los derechos humanos. Muera el México del Consejo Estatal de la Familia del DIF Jalisco, al que le importa un comino aclarar las denuncias de que roba niños con la venia del gobierno estatal; de los vecinos que se roban la luz, que se roban el telecable, que se roban la señal de Internet, que se roban el periódico y que avientan las bolsas de basura orgánica el día que pasa la inorgánica. Por cierto: ¡muera el México donde sacamos la basura a la esquina aun sabiendo que tapará las alcantarillas y traerá inundaciones de las que luego vamos a quejarnos! Muera el México de esa trabajadora social del IMSS que, al dar orientación en planificación familiar, le pregunta a los muchachos: “Y tu novia, ¿es ‘muchacha popular’ o es ‘de familia’?”. Muera el México de los sacerdotes que dicen que el condón da sida, que toquetean o violan a los niños y que retuercen el concepto “Estado laico” para beneficiar al partido en el poder. Muera el México donde muchos llegamos a creer que es necesario anular la boleta de votación o preferir a un perro porque no hay nadie decente que merezca nuestro sufragio (viva el México que cuida bien a sus mascotas, dicho sea de paso). Muera el México del profe huevón, del camión de gas escandaloso y de los mínimos salarios mínimos. Al carajo con el México de la hiriente miseria, del futbol como sucedáneo de la solidaridad, del oportunismo como reemplazo de la inteligencia. Enterremos y olvidemos sin cruz mortuoria al México de los papás que riegan hijos por todos lados y al México de las esposas que le sirven primero la comida a sus hijos varones: “Mija, tú, que eres mujer, alza el plato de tu hermano”. Chingue doscientas veces a su madre el México donde tantísima gente pasa hambre, donde los médicos dejan morir a sus pacientes porque les dio flojera atenderlos mejor, donde cualquier pelmazo con estéreo nuevo sube el volumen en el auto para que todos escuchemos su reguetonzote, donde los ancianos tienen que resignarse a una pensión de crueldad luego de una vida de romperse la madre trabajando.
Viva el México donde los jueces castigan al violador, donde las mujeres se defienden del patán que las insulta en la calle y donde una convocatoria filantrópica tras un desastre natural no es un pretexto para evadir impuestos. Viva el México de esperanzas y disciplina para perseguirlas, viva el México donde una hora de trabajo es preferible a una hora de Facebook, viva el México donde una razota se junta en el Centro a festejar un 15 de septiembre sin más afán que pasársela bien, y donde se grita “Viva Hidalgo” porque ese viejo, escurridizo, inasible nombre de avenida significa: “Alguien se partió la espalda para que no viviéramos en una colonia sino en un país autónomo”. Viva el México de güeros y prietos que, de tanto en tanto, comparten una fiesta y no un festín de odios insumisos. Festejemos al país donde vale más “mi ciudad” que “mi nación”, donde vale más “mis vecinos” que “mis hermanos mexicanos”, donde vale más un concreto “mi barrio” que un hueco “mi santo tlatoani Cuauhtémoc, mártir purísimo”. Vivan los héroes que nos dieron patria, pero vivan mejor los mexicanos de ahorita, los que quieren festejar y los que no, los que se ríen de esta discusión y los que se mortifican contemplándola. Prefiero un desconcierto de ciento diez millones de vivos si genuinamente buscan orden y paz que las solemnes repeticiones con uniforme de un Himno Nacional belicoso cuya letra no se aprendió nadie. Quiero un país donde mis aspiraciones personales sean viables y que pueda imaginar para mis lejanos hijos, quiero un país donde ahorrar en una afore o un banco confiables, quiero un país sin espectáculos como los cadeneros de antro con afanes de eugenesia o ladrones plutócratas que asaltan impunemente los puestos de gobierno. Quiero un país que invite a ser defendido todos los días, sin necesidad de niños héroes más que para una memoria inspiradora. Quiero un país con algo de armonía en medio de su desmadre ritual, con más paz y sin granadas en la banqueta, con mejor transporte público y sin camionazos de ruta 30 que dejan niñas parapléjicas. Quiero el México que todos hemos soñado alguna vez y al que traicionamos todos los días cuando haraganeamos, cuando nos corrompemos en pequeño porque qué tanto es tantito, cuando el vecino nos vale madre aunque era más fácil ir a avisarle: “Compa, tenemos fiesta; agarra la onda nada más por hoy, ¿sale? De veras, nada más hoy. Te lo compensaré”.
No sé si somos malos mexicanos, pero podríamos ser mejores. No me uniré a la fiesta del Bicentenario porque soy un amargado y me molestan los gentíos y el ruido, pero salud por el México que mejora, el que cambia, el que es más justo y más libre y más respetuoso de leyes más sabias. Ojalá que no tengan que pasar doscientos años para que nos vaya mejor. Ojalá que lleguemos a ver un México algo más satisfactorio antes de morir. Qué risa, las polémicas bicentenarias: ¿quién puede negar que hay mucho que festejar? ¿Quién tiene el descaro suficiente para negar que también hay mucho, muchísimo que lamentar? Es hora de ponernos a trabajar; si quieren, mañana, después de la fiesta. Pero tenemos discusiones, compromisos y urgencias por delante: basta de solazarnos en la pendejada de la historia oficial o la necedad del revisionismo a ultranza. Tenemos un país hermoso, hecho pedazos. Rearmemos este rompecabezas. Un día, podremos sostenerlo entre todos, cuando lo hayamos resuelto, y lo disfrutaremos. Y fundiremos llaves para hacerle estatuas al héroe del que nos acordemos, u organizaremos juegos deportivos internacionales carísimos, o pondremos al Aleks Syntek de su tiempo a componer algo que mejor que un shalalá o no le pagamos. Pero entonces. Ese día, sí, échenme un grito: zapatearé al son de un mariachi, cantaré que le canto a sus volcanes y a sus praderas y a sus flores, juraré que como mi país no hay dos o lo que quieran. Proclamo que ese día diré “Viva México” más feliz que nadie o que, como mi tío que volvió del norte diez años después de haberse ido de mojado, en una borrachera sensacional y honesta, confesaré: “Estoy orgulloso de ser mexicano”.
Ese día, sí. Ese día, que nos habrá costado trabajo a todos, aunque el año no termine en ceros, celebraremos con más ganas que hoy, cuando tenemos tanto, tantísimo que hacer. Celebraremos algo que es nuestro y que nos pertenecerá.
Ese día, sí.
Nos vemos entonces.
Muera el México de gobernantes que utilizan el dinero público como si fuera suyo y van y se emborrachan y le mientan la madre a quien no le haya gustado: Emilio, ¿cuánto cinismo hace falta para no haber renunciado? Muera el México de los extorsionadores, de los secuestradores, de los narcos que se despedazan en las calles con granadas que hacen hoyos en nuestra tranquilidad. ¡Morelia resiste, éste y todos los 15 de septiembre! Muera el México de la Reynosa esclavizada por “alertas de balacera” y el México del Monterrey encerrado entre narcorretenes. Nunca más un México que sirva de patio de prácticas a sicarios para masacrar indocumentados, ni de Acteales que quieren repetirse, ni de guarderías ABC que sí, chingado: sí pudieron evitarse. Muera el México de artistas que se hacen burócratas o declarantes profesionales y de los abajofirmantes listos para respaldar cualquier ocurrencia. Muera el México de periodismo hecho negocio. Muera el México de la cursilería presidencial metamorfoseada sustituto del trabajo eficiente: toda la estructura gubernamental está hecha una vergüenza y, cuando escucho a un priista o a un panista o a un perredista o a cualquiera de ésos pretenderse vocero de mis vecinos y de mí, siento náuseas y una amargada impotencia: ¿cómo cambiar, cómo arreglar este desastre de vicios y holgazanería financiado con nuestros impuestos?
Chinguen a sus madres los malos ciudadanos, los corruptos, los ladrones, los violentos, los asesinos, los abusivos, los que no quieren salir del hoyo porque siempre hemos vivido muy cómodos allí, en nuestro “más vale malo por conocido” que es la más resistente tradición nacional. Muera el México del rencor y el resentimiento: va cualquiera y opina que el Bicentenario le produjo tal idea y hay sesenta listos para llamarlo idiota, ignorante y atrasado y ninguno de esos sesenta y uno siquiera googleó lo suficiente para entrarle al pleito. Viva el México donde a diario se conquista un nuevo escaloncito en esa empinada pendiente de los derechos humanos. Muera el México del Consejo Estatal de la Familia del DIF Jalisco, al que le importa un comino aclarar las denuncias de que roba niños con la venia del gobierno estatal; de los vecinos que se roban la luz, que se roban el telecable, que se roban la señal de Internet, que se roban el periódico y que avientan las bolsas de basura orgánica el día que pasa la inorgánica. Por cierto: ¡muera el México donde sacamos la basura a la esquina aun sabiendo que tapará las alcantarillas y traerá inundaciones de las que luego vamos a quejarnos! Muera el México de esa trabajadora social del IMSS que, al dar orientación en planificación familiar, le pregunta a los muchachos: “Y tu novia, ¿es ‘muchacha popular’ o es ‘de familia’?”. Muera el México de los sacerdotes que dicen que el condón da sida, que toquetean o violan a los niños y que retuercen el concepto “Estado laico” para beneficiar al partido en el poder. Muera el México donde muchos llegamos a creer que es necesario anular la boleta de votación o preferir a un perro porque no hay nadie decente que merezca nuestro sufragio (viva el México que cuida bien a sus mascotas, dicho sea de paso). Muera el México del profe huevón, del camión de gas escandaloso y de los mínimos salarios mínimos. Al carajo con el México de la hiriente miseria, del futbol como sucedáneo de la solidaridad, del oportunismo como reemplazo de la inteligencia. Enterremos y olvidemos sin cruz mortuoria al México de los papás que riegan hijos por todos lados y al México de las esposas que le sirven primero la comida a sus hijos varones: “Mija, tú, que eres mujer, alza el plato de tu hermano”. Chingue doscientas veces a su madre el México donde tantísima gente pasa hambre, donde los médicos dejan morir a sus pacientes porque les dio flojera atenderlos mejor, donde cualquier pelmazo con estéreo nuevo sube el volumen en el auto para que todos escuchemos su reguetonzote, donde los ancianos tienen que resignarse a una pensión de crueldad luego de una vida de romperse la madre trabajando.
Viva el México donde los jueces castigan al violador, donde las mujeres se defienden del patán que las insulta en la calle y donde una convocatoria filantrópica tras un desastre natural no es un pretexto para evadir impuestos. Viva el México de esperanzas y disciplina para perseguirlas, viva el México donde una hora de trabajo es preferible a una hora de Facebook, viva el México donde una razota se junta en el Centro a festejar un 15 de septiembre sin más afán que pasársela bien, y donde se grita “Viva Hidalgo” porque ese viejo, escurridizo, inasible nombre de avenida significa: “Alguien se partió la espalda para que no viviéramos en una colonia sino en un país autónomo”. Viva el México de güeros y prietos que, de tanto en tanto, comparten una fiesta y no un festín de odios insumisos. Festejemos al país donde vale más “mi ciudad” que “mi nación”, donde vale más “mis vecinos” que “mis hermanos mexicanos”, donde vale más un concreto “mi barrio” que un hueco “mi santo tlatoani Cuauhtémoc, mártir purísimo”. Vivan los héroes que nos dieron patria, pero vivan mejor los mexicanos de ahorita, los que quieren festejar y los que no, los que se ríen de esta discusión y los que se mortifican contemplándola. Prefiero un desconcierto de ciento diez millones de vivos si genuinamente buscan orden y paz que las solemnes repeticiones con uniforme de un Himno Nacional belicoso cuya letra no se aprendió nadie. Quiero un país donde mis aspiraciones personales sean viables y que pueda imaginar para mis lejanos hijos, quiero un país donde ahorrar en una afore o un banco confiables, quiero un país sin espectáculos como los cadeneros de antro con afanes de eugenesia o ladrones plutócratas que asaltan impunemente los puestos de gobierno. Quiero un país que invite a ser defendido todos los días, sin necesidad de niños héroes más que para una memoria inspiradora. Quiero un país con algo de armonía en medio de su desmadre ritual, con más paz y sin granadas en la banqueta, con mejor transporte público y sin camionazos de ruta 30 que dejan niñas parapléjicas. Quiero el México que todos hemos soñado alguna vez y al que traicionamos todos los días cuando haraganeamos, cuando nos corrompemos en pequeño porque qué tanto es tantito, cuando el vecino nos vale madre aunque era más fácil ir a avisarle: “Compa, tenemos fiesta; agarra la onda nada más por hoy, ¿sale? De veras, nada más hoy. Te lo compensaré”.
No sé si somos malos mexicanos, pero podríamos ser mejores. No me uniré a la fiesta del Bicentenario porque soy un amargado y me molestan los gentíos y el ruido, pero salud por el México que mejora, el que cambia, el que es más justo y más libre y más respetuoso de leyes más sabias. Ojalá que no tengan que pasar doscientos años para que nos vaya mejor. Ojalá que lleguemos a ver un México algo más satisfactorio antes de morir. Qué risa, las polémicas bicentenarias: ¿quién puede negar que hay mucho que festejar? ¿Quién tiene el descaro suficiente para negar que también hay mucho, muchísimo que lamentar? Es hora de ponernos a trabajar; si quieren, mañana, después de la fiesta. Pero tenemos discusiones, compromisos y urgencias por delante: basta de solazarnos en la pendejada de la historia oficial o la necedad del revisionismo a ultranza. Tenemos un país hermoso, hecho pedazos. Rearmemos este rompecabezas. Un día, podremos sostenerlo entre todos, cuando lo hayamos resuelto, y lo disfrutaremos. Y fundiremos llaves para hacerle estatuas al héroe del que nos acordemos, u organizaremos juegos deportivos internacionales carísimos, o pondremos al Aleks Syntek de su tiempo a componer algo que mejor que un shalalá o no le pagamos. Pero entonces. Ese día, sí, échenme un grito: zapatearé al son de un mariachi, cantaré que le canto a sus volcanes y a sus praderas y a sus flores, juraré que como mi país no hay dos o lo que quieran. Proclamo que ese día diré “Viva México” más feliz que nadie o que, como mi tío que volvió del norte diez años después de haberse ido de mojado, en una borrachera sensacional y honesta, confesaré: “Estoy orgulloso de ser mexicano”.
Ese día, sí. Ese día, que nos habrá costado trabajo a todos, aunque el año no termine en ceros, celebraremos con más ganas que hoy, cuando tenemos tanto, tantísimo que hacer. Celebraremos algo que es nuestro y que nos pertenecerá.
Ese día, sí.
Nos vemos entonces.
lunes, 21 de junio de 2010
Obituarios para Monsi
1. Hermann Bellinghausen en La Jornada.
2. Rossana Reguillo (mi profa) en su blog.
3. Héctor Aguilar Camín, en Milenio.
4. Jesús Silva-Herzog Márquez, en Milenio.
5. Jabaz.
(EN LA MADRE, BOHEMIOS)
2. Rossana Reguillo (mi profa) en su blog.
3. Héctor Aguilar Camín, en Milenio.
4. Jesús Silva-Herzog Márquez, en Milenio.
5. Jabaz.
(EN LA MADRE, BOHEMIOS)
miércoles, 28 de abril de 2010
Qué bien me cayó este güey
Ahi nomás. Gracias. Me ruborizo un poquito, pero a quién chingados le importa. No le perdono que le guste la imbécil Temporada de patos, pero quien insulta así a Retes y Marcovich merece mi respeto. Siquiera, por unos minutos.
(Y A MÍ ME GUSTA CAIFANES Y QUÉ)
(Y A MÍ ME GUSTA CAIFANES Y QUÉ)
Sabina, el inmortal
Sobreviviente de sus propias caricaturas, Joaquín Sabina tiene más de 30 años en los escenarios y, a sus 61 de edad, energía suficiente para regresar a Guadalajara y hacer que poco más de ocho mil personas lo bailen, aplauden, griten y coreen como si se tratara del ídolo juvenil de moda. Ayer trajo Vinagre y rosas durante 140 minutos de concierto
Iván González Vega, 24 de abril de 2010
Joaquín dice que le ha costado años pero que ha conseguido sacudirse su caricatura: el borracho noctámbulo y medio canalla pero sensible —“¡Malo con los políticos, bueno con las muchachas!”— al que todos esperábamos salir, como vampiro recontramoderno, de en medio de una nube de humo de Ducados, sonriente y de cara huesuda, galante como un Groucho Marx sin bigote, riéndose por dentro de todos y dispuesto al tequila y al ligue con grupis ocasionales, que nunca le han faltado. Con ganas de ser Bob Dylan y no Serrat. Qué le queda de todo eso. Nada, quizá. O sólo lo más valioso. Tiene 61 años, sobrevivió a un accidente cerebral que por poco le quita cosas que le han de ser más preciadas que la vida: la convicción de que escribe lo que quiere, de que canta lo que le gusta, de que sólo se trepa a los escenarios que va a disfrutar de veras. Sobrevivió a no sabemos qué tratamiento médico que le hinchó la cara. Sobrevivió a un disco que se distingue de todos los anteriores por su desafortunado sonido —Dímelo en la calle— y a otro que fue un prodigio underground todavía incomprendido —Diario de un peatón— y sobrevivió a una gira que fue, poco a poco, devolviéndole las sonrisas, al lado de Joan Manuel Serrat. Allí lució como un señor de edad al que le venía bien pegar de brincos y jugarse albures inocentones con el cantautor catalán. Y fue haciéndose una caricatura nueva: las playeras de estampado adolescente —a rayas de preso, con bolitas rosas, con un signo de interrogación como la que traía la noche de este 23 de abril—, el pantalón largo, la chaqueta informal —anoche, con camuflaje militar—, el bombín que ahora todo el mundo dice que es “emblemático”, los chistes acerca de sí mismo y las canciones que concede a sus amigos durante los conciertos. Hasta un bastón trajo. Es la caricatura de un cantante sexagenario que asegura que rehúye la estabilidad doméstica pero abraza la comodidad de un escenariote como el auditorio Telmex con ocho, nueve mil personas. La caricatura de un superviviente que sobrevivió a sí mismo. Flaco de nuevo, repleto de energías, fiel a sí mismo: anoche, Joaquín Sabina volvió a Guadalajara.
Alguien arregle avenida Laureles
El tráfico desde avenida Américas y Laureles retrasó al taxista: veinte minutos desde el cruce de Patria hasta los Arcos de Zapopan son algo a lo que muchos conductores de viernes por la noche deben haberse acostumbrado. Yo no. Yo tengo dolor de estómago porque hace años que no veo a Joaquín. Vino en febrero de 2001 —qué tiempos aquéllos, antes del 11 de septiembre y antes del accidente cerebral— al teatro Galerías y allí adentro unas quinientas personas le celebraron 19 días y 500 noches cuando todavía no se volvía El Disco Famoso de Sabina. Acababa de salir a la venta Nos sobran los motivos, un en vivo doble en donde, a la mitad de esa canción, él canta:
“Tenían…”.
Y la gente no completa la frase. Él finge que se molesta y, cariñoso, le reclama a su público:
“No, no, no, no, no. A mí me habían dicho que habíais estado ensayando. ¡Tenían…!”.
Y la gente responde:
“¡…razón!”.
Risas.
Aquello se volvió tan famoso, tan famoso, que desde entonces, en cualquier concierto, la masa de público quiere repetir la hazaña.
Llegué veinte minutos tarde. Había cantado ya “Tiramisú de limón” (que no me entusiasma especialmente) y “Viudita de Clicquot” (que me encanta) y estaba terminando “Ganas de…” (cuya inclusión me sorprendió, porque no es precisamente la canción más popular de su disco, el Esta boca es mía). Luego se arrancó con unos versitos —del accidente cerebral para acá, los sonetos y los poemas también son parte de su repertorio regular, las más de las veces muy malos, pero casi siempre popularísimos en automático— que cerraron con una alusión a su “amor tapatío”. Yo estaba encontrando mi butaca en el auditorio y distinguí su figurita de clown medieval con el vestuario equivocado: la sonrisa cínica de quien sabe que van a aplaudirle, porque, seguramente, está deseando de verdad merecerse esos aplausos.
Las mil cabezas de su amor tapatío le retribuyeron el gesto romántico con un aplauso estruendoso. No regalo el adjetivo: ayer la gente de Guadalajara lo aplaudió como si no hubiera venido en años a la ciudad, pese a sus visitas recientes de 2007 con Serrat y de 2006, en un repleto Foro Expo, para presumir Alivio de luto.
Escuché ese aplauso con la ansiedad de quien temía perderse el concierto. Hallé mi sitio, saludé a mi gente, escuché que empezaba a tocar “Medias negras” (la versión de son cubano del Nos sobran los motivos) y me senté, pero quería pararme. Bailar y reírme y gritarle a Joaquín vulgaridades al calce como “¡No te nos mueras nunca!”. Pero la gente estaba sentada y sentada se quedó casi una hora. Eran las nueve con veinte de la noche. Yo no tenía cervezas y tenía un contundente dolor en la boca del estómago. El escenario estaba repleto de luces y el telón de fondo eran las azoteas de una ciudad. Ah, sí: el viejo poeta urbano más o menos maldito, el cantautor del tren subterráneo, el Sabina que cierra los bares al amanecer. Pero no era ése el que estaba allí arriba. Era un macizo y correoso señor con una guitarra eléctrica encima plantándole cara al público, cambiándole el ritmo al estribillo de la canción, retando a que lo siguieran. Era Joaquín, estaba cantando.
Y el dolor del estómago se fue al carajo.
Alguien arregle la autopista de Morelia
La voz de Joaquín también cambió mucho. Algo le hicieron en el estudio de grabación y en 1999 lo descubrimos más aguardentoso, con la garganta más áspera en el 19 días y 500 noches, posiblemente el mejor de sus discos de estudio. Antes tenía voz de señorito serio pero que se dejaba todo ante el micrófono. El mejor ejemplo es el Joaquín Sabina y Viceversa en directo, un disco de 1986 en el que media comunidad española le rinde un tributo algo inconcebible para alguien tan joven. Gran, gran disco doble. Íbamos escuchándolo en el Neón rojo de Martha, César y yo, en 1997, el día en que dejamos Morelia y movimos nuestras últimas cosas rumbo a Guadalajara. Yo tenía 17 años y tres o cuatro de trayectoria como fan de Sabina. César no estaba seguro de que Martha fuera la mujer de su vida —no tuvo tiempo de cultivar la duda con la paciencia hidropónica que tanto le gusta a los hombres de 30 años, porque, llegando a Guadalajara, Martha le quitó su amor y el Neón rojo— y a mí acababa de decirme adiós mi única novia de la preparatoria. La autopista que viene desde Morelia ya lucía los baches que creo que hoy todavía nadie ha arreglado y el CD brincaba en el estéreo, pero una sola canción se reprodujo completa y sin saltos. Desesperados de amor, César y yo cantábamos:
Y, luego, más fuerte, como conviene a quien es incapaz de renunciar a su cursilería:
“¡Cuando la ciudad pinte sus labios de neón, subirás en mi caballo de cartóóóóón!”.
Lagrimita. Cambio de velocidad.
Guitarra. Otra lagrimita.
Pero Joaquín cantaba con una voz más tersa y jovial, muy poco parecida a la voz de borrachazo fumador que apareció en 19 días… y que lució anoche, en el Telmex. Dura y rasposa, atacó “Aves de paso” y luego cedió el escenario al recuerdo de Fito Páez, acompañado por uno de sus músicos con “Llueve sobre mojado”. Panchito Varona cantó la hermosa “Esta boca es mía” y la —fascinante— chica que lo acompaña ahora cantó “Como un dolor de muelas”.
Luego Joaquín se puso a acordarse de Chavela Vargas y la gente, ¡por fin!, se puso de pie y se sacudió por cinco minutos la flojera: “Por el boulevard de los sueños de rotos” le sirvió para asegurar —momentos de chistes— que él tiene tres cosas en común con la nonagenaria Vargas: “Ser muy borrachos, ser muy mujeriegos y estar muy retirados”.
La gente se puso de pie y le coreó los versitos mexicanos. Por eso no siento pena de mi historia del Neón rojo con César: todos los fans de Sabina son iguales:
Gritos de la gente. ¡Te quiero, Joaquín! ¡Viva Chavela! ¡Viva José Alfredo! Alaridos de jovencita cuando aparecen los Jonas Brothers. Alaridos de jovencita cuando aparece Miley Cyrus. Alaridos de jovencita de treinta, cuarenta años, parejas de cincuenta o sesenta que bailaban, hasta hace unos minutos, con el culo pegado a la butaca sin poder dejar de sonreír. Cuando canta Joaquín, uno tiene que sentir que está al menos un poco feliz. Anoche la gente lucía como enloquecida. Señores míos, ¿a sus edades?
Alguien arregle el auditorio Telmex
En algún momento fui por una cerveza y luego lidié con la chica de mi puerta porque había olvidado mi boleto. Las sonrisas del público en el concierto de Joaquín conocían unos instantes de rictus en esta clase de trances: todo el mundo mete camaritas digitales o iPod o Blackberry o cosas similares a los conciertos de todo el planeta; ¿por qué en esos foros creen aún que podrán controlar que tomen fotos? Entonces, el muchacho o la muchacha del auditorio Telmex que se pasaba la noche en cuclillas, dándole la espalda al cantante porque había que vigilar a los señores del público devenidos presuntos delincuentes, se te metía entre tú y tu acompañante y le decía a la señora detrás de ti:
“Señora, hay que guardar la cámara”.
Y la sonrisa pasaba a ser un mohincito ofendido.
Yo tomé como cincuenta fotos. Horribles. En 2001 no pude fotografiarlo, pero metí una caguama en la mochila y me la bebí en las narices de todos, ja. Ayer me bebí dos cervezas dobles y, hecha su magia, llegó el momento en que, por fin, entendí “Cristales de Bohemia”.
“Cristales de Bohemia” es una de las catorce canciones de Vinagre y rosas, el disco más reciente, ya triple disco de platino y proeza de 2009 en el mercado español. Para mí, es una muestra de que el poquito de estabilidad doméstica que Joaquín disfrutaba en los últimos años le pasó cierta factura. Vinagre y rosas suena a veces al mejor Joaquín: divertido y descarado, capaz de sacarle un verso memorable al ripio menos elegante, intrépido a la hora de echar mano de un buen personaje o de una historia singular con el cuidado de no convertirla en un tótem bohemio; pero a veces suena también simple y obvio, romántico a la fuerza, repetitivo, redundante, predecible. Domesticado. Me lo imagino sentado en su estudio, mirando hacia la calle, en medio de pocos cigarrillos por aquello de que el médico le ha dicho que ya no está para esos trotes, cejita alzada mezcla de que hace mucho calor y de que la vida lo decepciona de tarde en tarde, en íntima genuflexión de la que despierta para decir: “Ah, pues qué caray: no me salen las letras”.
Él juró anoche que no. “No he caído tan bajo como para vivir una estabilidad doméstica que me quite el dolor, la urgencia, el destrozo. Uno necesita de esas cosas para escribir canciones”.
Contó entonces la historia de cómo armó este disco, con Benjamín Prado, triste porque lo había dejado la novia, “y yo estaba triste porque mi novia no me dejaba tener novia”. Y que se hallaron un día bebiendo y despertaron en un hotel de Praga y así volvió la musa. Y a mí ese trabajo de escritura a cuatro manos no acaba de convencerme. No cuando sus nuevas letras se regodean en un “A, e, i, o, u, a mi boda fueron todas, menos tú” o en algo como “De madrugada y por la puerta de servicios, me pasabas el hachís; al borde del precipicio jugábamos a Thelma y Louise”. Pero Joaquín se dice contento de su Vinagre y rosas y dice que es uno de esos discos de los que no se avergüenza, como el 19 días… Me gusta la increíble “Blues del alambique” y aprecio como sabinista “Viudita de Clicquot”, pero encuentro mejores logros en letras como “Nombres impropios”:
O la vieja letra de “Agua pasada”, que ya rolaba por allí entre sus libros de sonetos:
“Cristales de Bohemia” nomás no me entraba. Supongo que mis prejuicios —el más resistente de ellos mandata que ningún disco de Sabina me gusta los primeros meses— bloqueaban esa canción, como si el estribillo me pareciera demasiado poco ingenioso (“Ay, Praga, Praga, Praga…”, y ya podemos repetir el nombre de la ciudad por otros siete versos, Joaquín, hombre). ¿Cómo se desbloquea una canción de tu cantante favorito? Vas a verlo en vivo, le propinas dos horas y media de tu cariño impertérrito, le perdonas los exabruptos con el Presidente y que invite a comer a don Felipe y a doña Letizia (¿”malditos sean los que aplauden al príncipe de hinojos”?), se lo perdonas todo, vuelves a perdonárselo todo. Y, esto es muy importante, te llevas las cervezas al gaznate como si estuvieras ahogándote de sed, de una sed que sólo se alivia poniéndose muy cursi y muy borracho.
“En el puente de Carlos aprendí a rimar ‘cicatriz’ con ‘epidemia’”, dice Joaquín en “Cristales de Bohemia”. Ayer la entendí del todo. Ayer entendí que su Vinagre... también es un disco de Sabina: sobre desamor y la indecencia de quienes ven pasar el mundo y opinan: ¿por qué ha de ser malo ser cursi, azotarse con esas enanas crisis personales que definen un año, dos de la vida propia? ¿Por qué ha de ser malo hacerlo en 1997 en un auto prestado, o en 1995 en un concierto en el Cervantino, o en 2001 en el Galerías, o a los 61 de edad en el auditorio Telmex?
No es malo, no es malo volver a esto. Hay que volver de vez en cuando, sin timidez y sin pena. Otra vez: “Otra vez a volvernos del revés, a olvidarte otra vez en cada esquina, bailando entre las ruinas por desamor al arte de regarte las plantas de los pies”.
Alguien arregle las estadísticas de esperanza de vida
Por eso celebré que llegaran también “Embustera” (la que más prendió a la gente de Guadalajara) y la linda “Vinagre y rosas”. Anotaciones: Joaquín no cantó nada de Alivio de luto, un disco sólido y redondito que es su gran redención después del “periodo negro” del pasado decenio. Nada. Ni “Números rojos” ni “Con lo que eso duele” ni la popular “Paisanaje” ni “Pájaros de Portugal”. ¡Ni “Nube negra”! Tampoco cantó nada de El hombre del traje gris —no, viejos sabinistas de cuño y de diploma: no cantó “¿Quién me ha robado el mes de abril?”—. Y no cantó “Ruido” ni “Más de cien mentiras”, que también eran rituales en los conciertos de otra época. “Se me hizo muy poquito. Si uno quisiera que cantara más, estaríamos aquí hasta las seis de la mañana”, agregó mi novia, a la salida.
“Poquito”. ¿A ver? Canta tú 26 canciones a esa edad, en medio de una gira de cien plazas, después de seis conciertos en el Defe y de tener que ir este sábado a Aguascalientes y este domingo a Querétaro y luego a Zacatecas-Mérida-Puebla. ¿A ver?Cantó “Cerrado por derribo”, con García de Diego cantó “Amor se llama el juego” y cantó “Calle melancolía”. Cantó “Noches de de boda” y la pegó a “Y nos dieron las diez” y, si se te han subido las cervezas, no tienes idea de qué buen mariachi es el Sabina ése. La gente no terminó de ponerse de pie: a la hora de concierto, por fin le celebró una: “19 días y 500 noches”, sí, con todo y la interacción cantante pródigo-público generoso a mitad de la canción. Le celebró también, con un entusiasmo muy particular, “Embustera”, “Peor para el sol” y la vieja “Princesa”. Nadie esperaba que la cantara, pero hizo el bonito regalo de “Peces de ciudad”, a la que se entregó con emoción auténtica. “Contigo”, “Una canción para la Magdalena” y otras, para que el público se volviera loco. Se despidió dos veces y dos veces regresó. Tapatíos de lento arranque, hacia el final del concierto los del público le gritaban de todo, le lanzaron una prenda de ropa interior que se puso sobre el sombrero, le regalaron un cuadro, le regalaron una playera que decía “Comala”, donde él, dice, aprendió que no debieras tratar de volver al lugar donde has sido feliz. Y el cierre, cierre entero, fue con “La del pirata cojo” y “Pastillas para no soñar”. Dos horas y veinte minutos de concierto. Ahí nomás.
Me temo que no cantó más. Nada de Hotel, dulce hotel, y ninguna más de Mentiras piadosas. Snif. ¿Irá a volver? ¿Y si cumple aquello de retirarse de los “grandes escenarios” y nunca hace otra gira? ¿Cuándo iremos a España a encontrarlo en un “escenario pequeño”? Un hombre promedio en este mundo tiene una esperanza de vida que ronda los 75 años. Hierba mala nunca muere y acá hablamos, estamos de acuerdo, de un hierbajo de los peores: si los dioses nos amparan o si nos castigan, habrá Sabina para rato. Pero ¿cuándo? ¿Cuándo volverá, el muy desgraciado, y cantará más?
Alguien arregle el resto del año
En los discos de Sabina hay unas 230 canciones. Las he escuchado todas, una y otra vez. Solo y en compañía. Tengo mis favoritas y hay varias que he decidido no escuchar de nuevo (como Joaquín, opino que del Inventario mejor ni hablamos). Los amigos que compartían conmigo el gusto por el flaco andan ya en otras cosas: unos escuchan musiquita fresa de sudamericanos románticos y bohemios, otros abjuraron del pecado sabinista y volvieron al rock de verdad, César es pejista así que no sé qué escuche —supongo que a Sabina, ni modo—, otros siguen oyéndolo con fe religiosa. Joaquín es cada vez más popular. El otro día me enteré de que la fanática tapatía número 1 es una adolescente de secundaria que resultó hija de una ex compañera de trabajo: o sea que era una bebé cuando su madre y yo ya sosteníamos charlas mentecatas acerca de Sabina. En mi vida, Sabina es más antiguo que mi empleo, más resistente que mis vicios, y su persistencia primero en mi caja de casets y luego en mis muebles de CDs y luego en mi biblioteca de MP3 hace que mis pocas cualidades parezcan efímeras.
Ayer vi a ocho, nueve mil personas, salir del auditorio Telmex con bombines de 300 pesos en la cabeza, playeras que no quise comprar y muchas cosas interesantes y sabias que comentar acerca de Sabina. Hubo quien afirma conocerlo desde siempre. Hubo quien asegura que ha descubierto dónde iba a ser el after con Joaquín. Señoras, señores, treintones de cerveza Corona, muchachitas enamoradas de su ídolo que ya había dejado las drogas por primera vez cuando ellas no habían nacido. Esto es divertidísimo: antes era un cantante medio ridículo y, principalmente, entretenido y gracioso; hoy hay incluso quien lo llama “maestro”. Me imagino que el Presidente debe haberlo recibido con esas reverencias: “Maestro, pero ¿cómo pasa usté a creer que somos ingenuos en la guerra contra el narco? Pase y tómese un tequila, caray, maestro, maestro Sabina. ¡Miren, vino el maestro!”. Y a tocarle las vestiduras el secretario Gómez Mont. Maestro por aquí, maestro por allá.
Yo no creo que Sabina sea maestro de nadie. Ha sido un acompañante de primera clase en los largos años de canciones sencillas o complicadas, de clichés colados sin que los advirtiera y de clichés convertidos en cita suprema que encuentra su sitio en la vida personal de sus fans. Cada canción de Sabina tiene que ver contigo: eso es lo que descubres una vez que has empezado a escucharlo con atención, con diversión, con sinceridad. Qué te va a importar que lo critiquen por cojo y él luego se ande exhibiendo hablador. Joaquín te alegra la noche, te alivia un mes horrible, resuelve un año aburrido; con tres o cuatro canciones te cura la cruda de años sin verlo. Cantas con él, lo disfrutas, le admites una canción que no te gustaba, le aplaudes otra que ya no recordabas, entiendes una canción nueva y proclamas para ti mismo, con una solemnidad que te avergüenza de inmediato: “Esta canción tiene que ver conmigo. Casi la ha escrito para mí”.
Hace dieciséis años que escucho a Joaquín. Ya lo vi en vivo varias veces, lo he escuchado hasta el hartazgo, he sido testigo de su envejecimiento que, si a metáforas de vino vamos, podría ser un añejamiento en barrica de maderas nobles con algunos periodos de agitado en licuadora de dos velocidades. Allí está, adorado por multitudes, un señor de una caricatura nueva: la chaqueta, los chistes de borrachos, el bombín. Pero anoche le perdoné todo. Lo vi detrás de sus caricaturas, como lo vemos quienes tenemos valentía para decir: “Me gustan sus canciones, y qué”. Queremos creer que está feliz: que escribe lo que quiere, que canta lo que le gusta, que sólo se trepa a los escenarios que va a disfrutar de veras. Que ha sobrevivido y, como las cucarachas en caso de guerra nuclear, seguirá sobreviviendo.
Cumplida la cita, Joaquín. Renovado el pacto. Ahora, regresa. Vuelve. Y haz el favor: no te nos mueras nunca.
(ESCRITA POR UNA DEUDA PERSONAL)
Iván González Vega, 24 de abril de 2010
Joaquín dice que le ha costado años pero que ha conseguido sacudirse su caricatura: el borracho noctámbulo y medio canalla pero sensible —“¡Malo con los políticos, bueno con las muchachas!”— al que todos esperábamos salir, como vampiro recontramoderno, de en medio de una nube de humo de Ducados, sonriente y de cara huesuda, galante como un Groucho Marx sin bigote, riéndose por dentro de todos y dispuesto al tequila y al ligue con grupis ocasionales, que nunca le han faltado. Con ganas de ser Bob Dylan y no Serrat. Qué le queda de todo eso. Nada, quizá. O sólo lo más valioso. Tiene 61 años, sobrevivió a un accidente cerebral que por poco le quita cosas que le han de ser más preciadas que la vida: la convicción de que escribe lo que quiere, de que canta lo que le gusta, de que sólo se trepa a los escenarios que va a disfrutar de veras. Sobrevivió a no sabemos qué tratamiento médico que le hinchó la cara. Sobrevivió a un disco que se distingue de todos los anteriores por su desafortunado sonido —Dímelo en la calle— y a otro que fue un prodigio underground todavía incomprendido —Diario de un peatón— y sobrevivió a una gira que fue, poco a poco, devolviéndole las sonrisas, al lado de Joan Manuel Serrat. Allí lució como un señor de edad al que le venía bien pegar de brincos y jugarse albures inocentones con el cantautor catalán. Y fue haciéndose una caricatura nueva: las playeras de estampado adolescente —a rayas de preso, con bolitas rosas, con un signo de interrogación como la que traía la noche de este 23 de abril—, el pantalón largo, la chaqueta informal —anoche, con camuflaje militar—, el bombín que ahora todo el mundo dice que es “emblemático”, los chistes acerca de sí mismo y las canciones que concede a sus amigos durante los conciertos. Hasta un bastón trajo. Es la caricatura de un cantante sexagenario que asegura que rehúye la estabilidad doméstica pero abraza la comodidad de un escenariote como el auditorio Telmex con ocho, nueve mil personas. La caricatura de un superviviente que sobrevivió a sí mismo. Flaco de nuevo, repleto de energías, fiel a sí mismo: anoche, Joaquín Sabina volvió a Guadalajara.
Alguien arregle avenida Laureles
El tráfico desde avenida Américas y Laureles retrasó al taxista: veinte minutos desde el cruce de Patria hasta los Arcos de Zapopan son algo a lo que muchos conductores de viernes por la noche deben haberse acostumbrado. Yo no. Yo tengo dolor de estómago porque hace años que no veo a Joaquín. Vino en febrero de 2001 —qué tiempos aquéllos, antes del 11 de septiembre y antes del accidente cerebral— al teatro Galerías y allí adentro unas quinientas personas le celebraron 19 días y 500 noches cuando todavía no se volvía El Disco Famoso de Sabina. Acababa de salir a la venta Nos sobran los motivos, un en vivo doble en donde, a la mitad de esa canción, él canta:
“Tenían…”.
Y la gente no completa la frase. Él finge que se molesta y, cariñoso, le reclama a su público:
“No, no, no, no, no. A mí me habían dicho que habíais estado ensayando. ¡Tenían…!”.
Y la gente responde:
“¡…razón!”.
Risas.
Aquello se volvió tan famoso, tan famoso, que desde entonces, en cualquier concierto, la masa de público quiere repetir la hazaña.
Llegué veinte minutos tarde. Había cantado ya “Tiramisú de limón” (que no me entusiasma especialmente) y “Viudita de Clicquot” (que me encanta) y estaba terminando “Ganas de…” (cuya inclusión me sorprendió, porque no es precisamente la canción más popular de su disco, el Esta boca es mía). Luego se arrancó con unos versitos —del accidente cerebral para acá, los sonetos y los poemas también son parte de su repertorio regular, las más de las veces muy malos, pero casi siempre popularísimos en automático— que cerraron con una alusión a su “amor tapatío”. Yo estaba encontrando mi butaca en el auditorio y distinguí su figurita de clown medieval con el vestuario equivocado: la sonrisa cínica de quien sabe que van a aplaudirle, porque, seguramente, está deseando de verdad merecerse esos aplausos.
Las mil cabezas de su amor tapatío le retribuyeron el gesto romántico con un aplauso estruendoso. No regalo el adjetivo: ayer la gente de Guadalajara lo aplaudió como si no hubiera venido en años a la ciudad, pese a sus visitas recientes de 2007 con Serrat y de 2006, en un repleto Foro Expo, para presumir Alivio de luto.
Escuché ese aplauso con la ansiedad de quien temía perderse el concierto. Hallé mi sitio, saludé a mi gente, escuché que empezaba a tocar “Medias negras” (la versión de son cubano del Nos sobran los motivos) y me senté, pero quería pararme. Bailar y reírme y gritarle a Joaquín vulgaridades al calce como “¡No te nos mueras nunca!”. Pero la gente estaba sentada y sentada se quedó casi una hora. Eran las nueve con veinte de la noche. Yo no tenía cervezas y tenía un contundente dolor en la boca del estómago. El escenario estaba repleto de luces y el telón de fondo eran las azoteas de una ciudad. Ah, sí: el viejo poeta urbano más o menos maldito, el cantautor del tren subterráneo, el Sabina que cierra los bares al amanecer. Pero no era ése el que estaba allí arriba. Era un macizo y correoso señor con una guitarra eléctrica encima plantándole cara al público, cambiándole el ritmo al estribillo de la canción, retando a que lo siguieran. Era Joaquín, estaba cantando.
Y el dolor del estómago se fue al carajo.
Alguien arregle la autopista de Morelia
La voz de Joaquín también cambió mucho. Algo le hicieron en el estudio de grabación y en 1999 lo descubrimos más aguardentoso, con la garganta más áspera en el 19 días y 500 noches, posiblemente el mejor de sus discos de estudio. Antes tenía voz de señorito serio pero que se dejaba todo ante el micrófono. El mejor ejemplo es el Joaquín Sabina y Viceversa en directo, un disco de 1986 en el que media comunidad española le rinde un tributo algo inconcebible para alguien tan joven. Gran, gran disco doble. Íbamos escuchándolo en el Neón rojo de Martha, César y yo, en 1997, el día en que dejamos Morelia y movimos nuestras últimas cosas rumbo a Guadalajara. Yo tenía 17 años y tres o cuatro de trayectoria como fan de Sabina. César no estaba seguro de que Martha fuera la mujer de su vida —no tuvo tiempo de cultivar la duda con la paciencia hidropónica que tanto le gusta a los hombres de 30 años, porque, llegando a Guadalajara, Martha le quitó su amor y el Neón rojo— y a mí acababa de decirme adiós mi única novia de la preparatoria. La autopista que viene desde Morelia ya lucía los baches que creo que hoy todavía nadie ha arreglado y el CD brincaba en el estéreo, pero una sola canción se reprodujo completa y sin saltos. Desesperados de amor, César y yo cantábamos:
“Tirso de Molina, Sol, Gran Vía, Tribunal, ¿dónde queda tu oficina, para irte a buscar?”.
Y, luego, más fuerte, como conviene a quien es incapaz de renunciar a su cursilería:
“¡Cuando la ciudad pinte sus labios de neón, subirás en mi caballo de cartóóóóón!”.
Lagrimita. Cambio de velocidad.
“Me podrán robar tus días…”.
Guitarra. Otra lagrimita.
“…tus noches, no”.
Pero Joaquín cantaba con una voz más tersa y jovial, muy poco parecida a la voz de borrachazo fumador que apareció en 19 días… y que lució anoche, en el Telmex. Dura y rasposa, atacó “Aves de paso” y luego cedió el escenario al recuerdo de Fito Páez, acompañado por uno de sus músicos con “Llueve sobre mojado”. Panchito Varona cantó la hermosa “Esta boca es mía” y la —fascinante— chica que lo acompaña ahora cantó “Como un dolor de muelas”.
Luego Joaquín se puso a acordarse de Chavela Vargas y la gente, ¡por fin!, se puso de pie y se sacudió por cinco minutos la flojera: “Por el boulevard de los sueños de rotos” le sirvió para asegurar —momentos de chistes— que él tiene tres cosas en común con la nonagenaria Vargas: “Ser muy borrachos, ser muy mujeriegos y estar muy retirados”.
La gente se puso de pie y le coreó los versitos mexicanos. Por eso no siento pena de mi historia del Neón rojo con César: todos los fans de Sabina son iguales:
“Se escapó de una cárcel de amor, de un delirio de alcohol, de mil noches en pena; se dejó el corazón en Madrid, quién supiera reír…”
Gritos de la gente. ¡Te quiero, Joaquín! ¡Viva Chavela! ¡Viva José Alfredo! Alaridos de jovencita cuando aparecen los Jonas Brothers. Alaridos de jovencita cuando aparece Miley Cyrus. Alaridos de jovencita de treinta, cuarenta años, parejas de cincuenta o sesenta que bailaban, hasta hace unos minutos, con el culo pegado a la butaca sin poder dejar de sonreír. Cuando canta Joaquín, uno tiene que sentir que está al menos un poco feliz. Anoche la gente lucía como enloquecida. Señores míos, ¿a sus edades?
“…como llora Chavela”.
Alguien arregle el auditorio Telmex
En algún momento fui por una cerveza y luego lidié con la chica de mi puerta porque había olvidado mi boleto. Las sonrisas del público en el concierto de Joaquín conocían unos instantes de rictus en esta clase de trances: todo el mundo mete camaritas digitales o iPod o Blackberry o cosas similares a los conciertos de todo el planeta; ¿por qué en esos foros creen aún que podrán controlar que tomen fotos? Entonces, el muchacho o la muchacha del auditorio Telmex que se pasaba la noche en cuclillas, dándole la espalda al cantante porque había que vigilar a los señores del público devenidos presuntos delincuentes, se te metía entre tú y tu acompañante y le decía a la señora detrás de ti:
“Señora, hay que guardar la cámara”.
Y la sonrisa pasaba a ser un mohincito ofendido.
Yo tomé como cincuenta fotos. Horribles. En 2001 no pude fotografiarlo, pero metí una caguama en la mochila y me la bebí en las narices de todos, ja. Ayer me bebí dos cervezas dobles y, hecha su magia, llegó el momento en que, por fin, entendí “Cristales de Bohemia”.
“Cristales de Bohemia” es una de las catorce canciones de Vinagre y rosas, el disco más reciente, ya triple disco de platino y proeza de 2009 en el mercado español. Para mí, es una muestra de que el poquito de estabilidad doméstica que Joaquín disfrutaba en los últimos años le pasó cierta factura. Vinagre y rosas suena a veces al mejor Joaquín: divertido y descarado, capaz de sacarle un verso memorable al ripio menos elegante, intrépido a la hora de echar mano de un buen personaje o de una historia singular con el cuidado de no convertirla en un tótem bohemio; pero a veces suena también simple y obvio, romántico a la fuerza, repetitivo, redundante, predecible. Domesticado. Me lo imagino sentado en su estudio, mirando hacia la calle, en medio de pocos cigarrillos por aquello de que el médico le ha dicho que ya no está para esos trotes, cejita alzada mezcla de que hace mucho calor y de que la vida lo decepciona de tarde en tarde, en íntima genuflexión de la que despierta para decir: “Ah, pues qué caray: no me salen las letras”.
Él juró anoche que no. “No he caído tan bajo como para vivir una estabilidad doméstica que me quite el dolor, la urgencia, el destrozo. Uno necesita de esas cosas para escribir canciones”.
Contó entonces la historia de cómo armó este disco, con Benjamín Prado, triste porque lo había dejado la novia, “y yo estaba triste porque mi novia no me dejaba tener novia”. Y que se hallaron un día bebiendo y despertaron en un hotel de Praga y así volvió la musa. Y a mí ese trabajo de escritura a cuatro manos no acaba de convencerme. No cuando sus nuevas letras se regodean en un “A, e, i, o, u, a mi boda fueron todas, menos tú” o en algo como “De madrugada y por la puerta de servicios, me pasabas el hachís; al borde del precipicio jugábamos a Thelma y Louise”. Pero Joaquín se dice contento de su Vinagre y rosas y dice que es uno de esos discos de los que no se avergüenza, como el 19 días… Me gusta la increíble “Blues del alambique” y aprecio como sabinista “Viudita de Clicquot”, pero encuentro mejores logros en letras como “Nombres impropios”:
“La mañana y la tarde, qué vaivén entre alarde y agonía: todo lo confundía su swing, porque sabía mirar como un crepúsculo que arde”.
O la vieja letra de “Agua pasada”, que ya rolaba por allí entre sus libros de sonetos:
“Peor es no querer saber quién eres, agua pasada, tierra quemada; que dé igual esperarte o que me esperes, que no seas tú entre todas las mujeres, que la cuenta esté saldada”.
“Cristales de Bohemia” nomás no me entraba. Supongo que mis prejuicios —el más resistente de ellos mandata que ningún disco de Sabina me gusta los primeros meses— bloqueaban esa canción, como si el estribillo me pareciera demasiado poco ingenioso (“Ay, Praga, Praga, Praga…”, y ya podemos repetir el nombre de la ciudad por otros siete versos, Joaquín, hombre). ¿Cómo se desbloquea una canción de tu cantante favorito? Vas a verlo en vivo, le propinas dos horas y media de tu cariño impertérrito, le perdonas los exabruptos con el Presidente y que invite a comer a don Felipe y a doña Letizia (¿”malditos sean los que aplauden al príncipe de hinojos”?), se lo perdonas todo, vuelves a perdonárselo todo. Y, esto es muy importante, te llevas las cervezas al gaznate como si estuvieras ahogándote de sed, de una sed que sólo se alivia poniéndose muy cursi y muy borracho.
“En el puente de Carlos aprendí a rimar ‘cicatriz’ con ‘epidemia’”, dice Joaquín en “Cristales de Bohemia”. Ayer la entendí del todo. Ayer entendí que su Vinagre... también es un disco de Sabina: sobre desamor y la indecencia de quienes ven pasar el mundo y opinan: ¿por qué ha de ser malo ser cursi, azotarse con esas enanas crisis personales que definen un año, dos de la vida propia? ¿Por qué ha de ser malo hacerlo en 1997 en un auto prestado, o en 1995 en un concierto en el Cervantino, o en 2001 en el Galerías, o a los 61 de edad en el auditorio Telmex?
No es malo, no es malo volver a esto. Hay que volver de vez en cuando, sin timidez y sin pena. Otra vez: “Otra vez a volvernos del revés, a olvidarte otra vez en cada esquina, bailando entre las ruinas por desamor al arte de regarte las plantas de los pies”.
Alguien arregle las estadísticas de esperanza de vida
Por eso celebré que llegaran también “Embustera” (la que más prendió a la gente de Guadalajara) y la linda “Vinagre y rosas”. Anotaciones: Joaquín no cantó nada de Alivio de luto, un disco sólido y redondito que es su gran redención después del “periodo negro” del pasado decenio. Nada. Ni “Números rojos” ni “Con lo que eso duele” ni la popular “Paisanaje” ni “Pájaros de Portugal”. ¡Ni “Nube negra”! Tampoco cantó nada de El hombre del traje gris —no, viejos sabinistas de cuño y de diploma: no cantó “¿Quién me ha robado el mes de abril?”—. Y no cantó “Ruido” ni “Más de cien mentiras”, que también eran rituales en los conciertos de otra época. “Se me hizo muy poquito. Si uno quisiera que cantara más, estaríamos aquí hasta las seis de la mañana”, agregó mi novia, a la salida.
“Poquito”. ¿A ver? Canta tú 26 canciones a esa edad, en medio de una gira de cien plazas, después de seis conciertos en el Defe y de tener que ir este sábado a Aguascalientes y este domingo a Querétaro y luego a Zacatecas-Mérida-Puebla. ¿A ver?Cantó “Cerrado por derribo”, con García de Diego cantó “Amor se llama el juego” y cantó “Calle melancolía”. Cantó “Noches de de boda” y la pegó a “Y nos dieron las diez” y, si se te han subido las cervezas, no tienes idea de qué buen mariachi es el Sabina ése. La gente no terminó de ponerse de pie: a la hora de concierto, por fin le celebró una: “19 días y 500 noches”, sí, con todo y la interacción cantante pródigo-público generoso a mitad de la canción. Le celebró también, con un entusiasmo muy particular, “Embustera”, “Peor para el sol” y la vieja “Princesa”. Nadie esperaba que la cantara, pero hizo el bonito regalo de “Peces de ciudad”, a la que se entregó con emoción auténtica. “Contigo”, “Una canción para la Magdalena” y otras, para que el público se volviera loco. Se despidió dos veces y dos veces regresó. Tapatíos de lento arranque, hacia el final del concierto los del público le gritaban de todo, le lanzaron una prenda de ropa interior que se puso sobre el sombrero, le regalaron un cuadro, le regalaron una playera que decía “Comala”, donde él, dice, aprendió que no debieras tratar de volver al lugar donde has sido feliz. Y el cierre, cierre entero, fue con “La del pirata cojo” y “Pastillas para no soñar”. Dos horas y veinte minutos de concierto. Ahí nomás.
Me temo que no cantó más. Nada de Hotel, dulce hotel, y ninguna más de Mentiras piadosas. Snif. ¿Irá a volver? ¿Y si cumple aquello de retirarse de los “grandes escenarios” y nunca hace otra gira? ¿Cuándo iremos a España a encontrarlo en un “escenario pequeño”? Un hombre promedio en este mundo tiene una esperanza de vida que ronda los 75 años. Hierba mala nunca muere y acá hablamos, estamos de acuerdo, de un hierbajo de los peores: si los dioses nos amparan o si nos castigan, habrá Sabina para rato. Pero ¿cuándo? ¿Cuándo volverá, el muy desgraciado, y cantará más?
Alguien arregle el resto del año
En los discos de Sabina hay unas 230 canciones. Las he escuchado todas, una y otra vez. Solo y en compañía. Tengo mis favoritas y hay varias que he decidido no escuchar de nuevo (como Joaquín, opino que del Inventario mejor ni hablamos). Los amigos que compartían conmigo el gusto por el flaco andan ya en otras cosas: unos escuchan musiquita fresa de sudamericanos románticos y bohemios, otros abjuraron del pecado sabinista y volvieron al rock de verdad, César es pejista así que no sé qué escuche —supongo que a Sabina, ni modo—, otros siguen oyéndolo con fe religiosa. Joaquín es cada vez más popular. El otro día me enteré de que la fanática tapatía número 1 es una adolescente de secundaria que resultó hija de una ex compañera de trabajo: o sea que era una bebé cuando su madre y yo ya sosteníamos charlas mentecatas acerca de Sabina. En mi vida, Sabina es más antiguo que mi empleo, más resistente que mis vicios, y su persistencia primero en mi caja de casets y luego en mis muebles de CDs y luego en mi biblioteca de MP3 hace que mis pocas cualidades parezcan efímeras.
Ayer vi a ocho, nueve mil personas, salir del auditorio Telmex con bombines de 300 pesos en la cabeza, playeras que no quise comprar y muchas cosas interesantes y sabias que comentar acerca de Sabina. Hubo quien afirma conocerlo desde siempre. Hubo quien asegura que ha descubierto dónde iba a ser el after con Joaquín. Señoras, señores, treintones de cerveza Corona, muchachitas enamoradas de su ídolo que ya había dejado las drogas por primera vez cuando ellas no habían nacido. Esto es divertidísimo: antes era un cantante medio ridículo y, principalmente, entretenido y gracioso; hoy hay incluso quien lo llama “maestro”. Me imagino que el Presidente debe haberlo recibido con esas reverencias: “Maestro, pero ¿cómo pasa usté a creer que somos ingenuos en la guerra contra el narco? Pase y tómese un tequila, caray, maestro, maestro Sabina. ¡Miren, vino el maestro!”. Y a tocarle las vestiduras el secretario Gómez Mont. Maestro por aquí, maestro por allá.
Yo no creo que Sabina sea maestro de nadie. Ha sido un acompañante de primera clase en los largos años de canciones sencillas o complicadas, de clichés colados sin que los advirtiera y de clichés convertidos en cita suprema que encuentra su sitio en la vida personal de sus fans. Cada canción de Sabina tiene que ver contigo: eso es lo que descubres una vez que has empezado a escucharlo con atención, con diversión, con sinceridad. Qué te va a importar que lo critiquen por cojo y él luego se ande exhibiendo hablador. Joaquín te alegra la noche, te alivia un mes horrible, resuelve un año aburrido; con tres o cuatro canciones te cura la cruda de años sin verlo. Cantas con él, lo disfrutas, le admites una canción que no te gustaba, le aplaudes otra que ya no recordabas, entiendes una canción nueva y proclamas para ti mismo, con una solemnidad que te avergüenza de inmediato: “Esta canción tiene que ver conmigo. Casi la ha escrito para mí”.
Hace dieciséis años que escucho a Joaquín. Ya lo vi en vivo varias veces, lo he escuchado hasta el hartazgo, he sido testigo de su envejecimiento que, si a metáforas de vino vamos, podría ser un añejamiento en barrica de maderas nobles con algunos periodos de agitado en licuadora de dos velocidades. Allí está, adorado por multitudes, un señor de una caricatura nueva: la chaqueta, los chistes de borrachos, el bombín. Pero anoche le perdoné todo. Lo vi detrás de sus caricaturas, como lo vemos quienes tenemos valentía para decir: “Me gustan sus canciones, y qué”. Queremos creer que está feliz: que escribe lo que quiere, que canta lo que le gusta, que sólo se trepa a los escenarios que va a disfrutar de veras. Que ha sobrevivido y, como las cucarachas en caso de guerra nuclear, seguirá sobreviviendo.
Cumplida la cita, Joaquín. Renovado el pacto. Ahora, regresa. Vuelve. Y haz el favor: no te nos mueras nunca.
(ESCRITA POR UNA DEUDA PERSONAL)
sábado, 3 de abril de 2010
¡Woah!
(QUÉ BUENO ES!)
martes, 9 de marzo de 2010
Mejor que Casablanca
No sólo eso: mejor que El retorno del Rey, mejor que El silencio de los inocentes, mejor que Atrapado sin salida, que Ben-hur, que El francotirador, que Gandhi y que Slumdog millionaire. Según Rotten Tomatoes. Como hay que ser medio imbécil para que no te guste ninguna de las anteriores películas (aunque luego digas que las odias: si no te gustan, íntimamente, un poquito, si no te arrancan una lágrima o un grito o un brinco o una sonrisa, digo, es que eres medio imbécil y tienes el corazón podrido, por mucho que después vayas y, tan esnob como repulsivo, digas que las odias), entonces The hurt locker merece una buena visionada cuidadosa. Qué felicidad que ha ganado los Oscar y que su directora le ha puesto una buena barrida a todos los que, como yo, creíamos que premiarían a Avatar por pura deuda financiera. Qué bueno. Qué bueno. Qué bueno.
Viva la Bigelow, chingado.
(¡MEJOR QUE UNFORGIVEN DE CLINT EASTWOOD, NO MAMES!)
martes, 2 de marzo de 2010
Mont y sus Dosis diarias
Su sitio no será el mejor, pero tiene varios geniales cartones.
Ejemplos: 1, 2, 3, 4, 5 y 6.
(BUENO, ¿Y SHAKAYA?
domingo, 28 de febrero de 2010
La casa se queda sola (Patxi Andión)
La casa se queda sola y se hace infinito el aire de las voces en la calle, como marea sin olas, y hay un dolor que está quieto, preso en un rincón, doliendo, que no se ha llevado el viento.
La casa se queda sola y ese dolor, casi miedo, en el comienzo del viento, me ha mostrado un momento, como si fuera un espejo, que la soledad me hace más pensativo y más viejo.
La casa se queda sola y me hace orilla del mundo, y hay un amargor profundo que se me sube a la frente en este rumor de gente, y me falta una guitarra para navegar la pena que me ha dejado en la arena, calafateando un sueño que se ha quedado sin dueño, igual que un barco perdido, desarbolado y vencido.
La casa se queda sola, y hay una ausencia perdida en pétalos por la tarde, y hay esta página herida con tinta imperdonable que va dejando en la pieza su vocación de tristeza.
La casa se queda sola y no es tarde ni hace frío, tan sólo hay este vacío que, desde un rincón oscuro, se me acerca y solivianta y me produce este nudo que tengo en mitad de la garganta.
(¡PATXI!)
La casa se queda sola y ese dolor, casi miedo, en el comienzo del viento, me ha mostrado un momento, como si fuera un espejo, que la soledad me hace más pensativo y más viejo.
La casa se queda sola y me hace orilla del mundo, y hay un amargor profundo que se me sube a la frente en este rumor de gente, y me falta una guitarra para navegar la pena que me ha dejado en la arena, calafateando un sueño que se ha quedado sin dueño, igual que un barco perdido, desarbolado y vencido.
La casa se queda sola, y hay una ausencia perdida en pétalos por la tarde, y hay esta página herida con tinta imperdonable que va dejando en la pieza su vocación de tristeza.
La casa se queda sola y no es tarde ni hace frío, tan sólo hay este vacío que, desde un rincón oscuro, se me acerca y solivianta y me produce este nudo que tengo en mitad de la garganta.
(¡PATXI!)
martes, 23 de febrero de 2010
A serious man de los Coen
Más importantes por su técnica narrativa que por su cacareado humor negro, más atractivos por su buen gusto tanto con el diseño de sus personajes y su combinación de fotografía más edición que por su estilo irreverente y provocador, los hermanos Ethan y Joel Coen acaban de legarle al mundo la que podría su mejor, más inquietante, más reveladora y más divertida película. Tan entretenida como absorbente, pero no sólo por habilidad de narradores sino también por ganas de mantener al espectador en la incertidumbre de si lo que está viendo es o no una gran broma, A serious man está llena de netas que no se toman en serio a sí mismas, verdades incontrovertibles que pueden ser reducidas a una anécdota de odontólogos que esclarece el orden del universo o de rabinos que descubren que el cosmos siempre puede entenderse a través de un hallazgo rockero. Yo digo: es tan, tan contundente, que hay que verla varias veces y partirse de risa con ella: cuando crees que ya has encontrado la paz, siempre habrá una mala noticia del médico esperándote en el teléfono o un tornado que se lo llevará todo al carajo, así que, ¿cuál es la bronca?
Mi ridículo interés es listar mis diez cintas favoritas de los Coen. Perdonen que no incluya No country for old men: me parece, ante el conjunto, irrelevante.
1. A serious man.
2. The big Lebowski.
3. Barton Fink
4. O' brother, where art thou?
5. Fargo
6. Intolerable cruelty (¿alguien notó lo mucho que se parece a Jardiel esta cinta?)
7. The ladykillers
8. The Hudsucker proxy
9. The man who wasn't there
10. Raising Arizona (¡Holly Hunter!)
Además, ¡the Airplane!
(BE A GOOD BOY)
Mi ridículo interés es listar mis diez cintas favoritas de los Coen. Perdonen que no incluya No country for old men: me parece, ante el conjunto, irrelevante.
1. A serious man.
2. The big Lebowski.
3. Barton Fink
4. O' brother, where art thou?
5. Fargo
6. Intolerable cruelty (¿alguien notó lo mucho que se parece a Jardiel esta cinta?)
7. The ladykillers
8. The Hudsucker proxy
9. The man who wasn't there
10. Raising Arizona (¡Holly Hunter!)
Además, ¡the Airplane!
(BE A GOOD BOY)
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martes, 16 de febrero de 2010
Reliquias ideológicas
sábado, 13 de febrero de 2010
Tráiler de The last airbender, ¡de Shyamalan!
Me importa un comino si lo quieren o no en Hollywood. Shyamalan es un chingón y el tráiler de su película sobre Avatar podría redimirlo de todo, todo The happening. Y eso que a mí me gustó.
(¡WOAAAH!)
(¡WOAAAH!)
miércoles, 10 de febrero de 2010
Guadalajara es bonita...
viernes, 5 de febrero de 2010
Los Ivanes: memoria
Los Ivanes han sido entregados desde hace dos años; éstos fueron los ganadores de las ediciones 2007 (entregados en 2008) y 2008 (entregados en 2009).
2007
Mejor Película Das leben der anderen, Las vidas de los otros
Mejor Dirección Clint Eastwood, por Flags of our fathers y Letters from Iwo Jima
Mejor Actriz Kate Winslet, por Little Children
Mejor Actor Benicio del Toro, por Things we lost in the fire
Mejor Guión Zodiac, de James Vanderbilt y Robert Graysmith
Mejor Fotografía Curse of the golden flower, de Zhao Xiaoding
Mejor Música Michael Giacchino, por Ratatouille
2008
Mejor Película Slumdog millionaire
Mejor Dirección Julian Schnabel, por Le scaphandre et le papillion
Mejor Actriz Penélope Cruz, por Vicky Cristina Barcelona
Mejor Actor Daniel Day-Lewis, por There will be blood
Mejor Guión Before the devil knows you’re dead, de Kelly Masterson y Sidney Lumet
Mejor Fotografía There will be blood, de Robert Elswit
Mejor Música Alexandre Desplat, por Lust, caution
2009
Mejor Fotografía Inglourious basterds, de Robert Richardson
(¡...Y CONTANDO!)
2007
Mejor Película Das leben der anderen, Las vidas de los otros
Mejor Dirección Clint Eastwood, por Flags of our fathers y Letters from Iwo Jima
Mejor Actriz Kate Winslet, por Little Children
Mejor Actor Benicio del Toro, por Things we lost in the fire
Mejor Guión Zodiac, de James Vanderbilt y Robert Graysmith
Mejor Fotografía Curse of the golden flower, de Zhao Xiaoding
Mejor Música Michael Giacchino, por Ratatouille
2008
Mejor Película Slumdog millionaire
Mejor Dirección Julian Schnabel, por Le scaphandre et le papillion
Mejor Actriz Penélope Cruz, por Vicky Cristina Barcelona
Mejor Actor Daniel Day-Lewis, por There will be blood
Mejor Guión Before the devil knows you’re dead, de Kelly Masterson y Sidney Lumet
Mejor Fotografía There will be blood, de Robert Elswit
Mejor Música Alexandre Desplat, por Lust, caution
2009
Mejor Fotografía Inglourious basterds, de Robert Richardson
(¡...Y CONTANDO!)
Los Ivanes 2009: Mejor Fotografía
Los Ivanes son los premios que yo concedo —para regocijo y cardiaca expectación del mundo del cine mundial— a lo mejor del cine que yo vi durante el año. Tienen tanta importancia que me importan: yo los decido, los administro, los gobierno, les sirvo. Soy su amo y su esclavo. Ah, ja, ja, ja.
Y el Ivanes a Mejor Fotografía es una cosa que qué cosa. Porque tiene la pretensión de reconocer al cine por uno de sus componentes esenciales: la puesta en escena concreta, la plástica uniforme o caótica pero decidida y congruente, la narrativa que entra, primero —pero no siempre—, por los ojos. ¿Para qué te sirve tener una cámara? Anular la imagen, escoger la oscuridad o huir de la claridad son elecciones conscientes: ¡ay de los idiotas, cortometrajistas, itesianos y especies similares, que andan por allí pidiendo a sus camarógrafos que sean heroicos! Nada es más inteligente que la inteligencia de los hombres: un director y un camarógrafo que saben lo que quieren decir y cómo quieren decirlo son, por unos segundos, más sabios que todos los libros que puedan decirse sobre una sola imagen. Y entonces, tengo ocho aspirantes al premio, pero digo, en aras de mantener al Ivanes dentro de estos límites: ¡adiós, Déjame entrar (Lat den ratte komma in), esa belleza con una niña vampira que importa por millones de cosas menos por el vampirismo de la cinta! ¡Adiós, Appaloosa, interesantísimo intento de Ed Harris por hacer un western auténtico! ¡Adiós, The curious case of Benjamin Button, más valiosa por los gestos de Cate Blanchet y Brad Pitt y por sus maquillajes que por las elecciones de encuadre, de profundidad de campo o de foco de su excelente equipo de fotógrafos! ¡Adiós, adiós ya!
Y me queda un difícil conjunto de cinco cintas compitiendo por el premio, todas valiosas, sólidas y contundentes, todas de imágenes inolvidables; no: memorables. La redondísima Revolutionary road (¿alguien olvidará esa alfombra sobre la que gotea sangre?), la impactante Watchmen, una asombrosamente atractiva Harry Potter and the Half-blood Prince, la emocionante Inglourious basterds y esa joyita de la fotografía y edición narrativas que es The wrestler (por el amor de Dios: ¡siga usted la espalda de Mickey Rourke en la misma secuencia rumbo al ring o rumbo al frigorífico!). Pero hay que decidir, ay, qué miedo. Y casi siento que soy injusto (lo soy), casi me convenzo de ello, porque he de escoger. Es como Sophie's choice, chingao. Pero escojo, que al cabo aquí no hay nazis. Y el Ivanes 2009 a Mejor Fotografía es para Inglourious basterds.
Dos palabras: gran angular. Y mencionaré tres planos: el de la secuencia inicial, con el francés que parte madera mientras una de sus hijas cuelga la ropa en tendederos, a la Sergio Leone; Mélanie Laurent retocándose el maquillaje bajo una redecilla que le cubre los fatales ojos; y Landa, el maravilloso Christoph Waltz, tras de un teléfono mientras negocia su salvación. Pero hay millones de ésos: millones de planos que son carteles para comprar a dos metros de base para cubrir una pared con ellos, caramelos sembrados en una película que es todo dulces, como la casa de la bruja de Hansel y Gretel. Aunque el resultado final de la cinta de Tarantino me resulte intragable, por empalagoso, ir de humor amargo a una tan edulcorada cinta me proveyó de una de las mejores noches de mi vida. Y sería idiota negarlo: míster Robert Richardson ha bordado con esta película una de sus más explosivas, clásicas y adorables películas del año. ¿Por qué todo, sin embargo, parece tan lejos de Pulp fiction y, por desgracia, tan cerca de Kill Bill?
Tengo para mí que ese perro Tarantino recibirá el Oscar a Mejor Director. No me importa. Inglourious basterds merece varios tipos de reconocimiento, y me queda claro que no se conformará sólo con el popular.
Abur.
(A CONTINUACIÓN: ¡EL IVANES A MEJOR ACTOR!)
Y el Ivanes a Mejor Fotografía es una cosa que qué cosa. Porque tiene la pretensión de reconocer al cine por uno de sus componentes esenciales: la puesta en escena concreta, la plástica uniforme o caótica pero decidida y congruente, la narrativa que entra, primero —pero no siempre—, por los ojos. ¿Para qué te sirve tener una cámara? Anular la imagen, escoger la oscuridad o huir de la claridad son elecciones conscientes: ¡ay de los idiotas, cortometrajistas, itesianos y especies similares, que andan por allí pidiendo a sus camarógrafos que sean heroicos! Nada es más inteligente que la inteligencia de los hombres: un director y un camarógrafo que saben lo que quieren decir y cómo quieren decirlo son, por unos segundos, más sabios que todos los libros que puedan decirse sobre una sola imagen. Y entonces, tengo ocho aspirantes al premio, pero digo, en aras de mantener al Ivanes dentro de estos límites: ¡adiós, Déjame entrar (Lat den ratte komma in), esa belleza con una niña vampira que importa por millones de cosas menos por el vampirismo de la cinta! ¡Adiós, Appaloosa, interesantísimo intento de Ed Harris por hacer un western auténtico! ¡Adiós, The curious case of Benjamin Button, más valiosa por los gestos de Cate Blanchet y Brad Pitt y por sus maquillajes que por las elecciones de encuadre, de profundidad de campo o de foco de su excelente equipo de fotógrafos! ¡Adiós, adiós ya!
Y me queda un difícil conjunto de cinco cintas compitiendo por el premio, todas valiosas, sólidas y contundentes, todas de imágenes inolvidables; no: memorables. La redondísima Revolutionary road (¿alguien olvidará esa alfombra sobre la que gotea sangre?), la impactante Watchmen, una asombrosamente atractiva Harry Potter and the Half-blood Prince, la emocionante Inglourious basterds y esa joyita de la fotografía y edición narrativas que es The wrestler (por el amor de Dios: ¡siga usted la espalda de Mickey Rourke en la misma secuencia rumbo al ring o rumbo al frigorífico!). Pero hay que decidir, ay, qué miedo. Y casi siento que soy injusto (lo soy), casi me convenzo de ello, porque he de escoger. Es como Sophie's choice, chingao. Pero escojo, que al cabo aquí no hay nazis. Y el Ivanes 2009 a Mejor Fotografía es para Inglourious basterds.
Dos palabras: gran angular. Y mencionaré tres planos: el de la secuencia inicial, con el francés que parte madera mientras una de sus hijas cuelga la ropa en tendederos, a la Sergio Leone; Mélanie Laurent retocándose el maquillaje bajo una redecilla que le cubre los fatales ojos; y Landa, el maravilloso Christoph Waltz, tras de un teléfono mientras negocia su salvación. Pero hay millones de ésos: millones de planos que son carteles para comprar a dos metros de base para cubrir una pared con ellos, caramelos sembrados en una película que es todo dulces, como la casa de la bruja de Hansel y Gretel. Aunque el resultado final de la cinta de Tarantino me resulte intragable, por empalagoso, ir de humor amargo a una tan edulcorada cinta me proveyó de una de las mejores noches de mi vida. Y sería idiota negarlo: míster Robert Richardson ha bordado con esta película una de sus más explosivas, clásicas y adorables películas del año. ¿Por qué todo, sin embargo, parece tan lejos de Pulp fiction y, por desgracia, tan cerca de Kill Bill?
Tengo para mí que ese perro Tarantino recibirá el Oscar a Mejor Director. No me importa. Inglourious basterds merece varios tipos de reconocimiento, y me queda claro que no se conformará sólo con el popular.
Abur.
(A CONTINUACIÓN: ¡EL IVANES A MEJOR ACTOR!)
jueves, 4 de febrero de 2010
Salinger
Reproduzco aquí la linda columna que publicó en Mural, este jueves, José Israel Carranza sobre Salinger y su reciente fallecimiento. Yo publiqué una, varias veces menos interesante, el viernes anterior. No pongo el link a Mural porque —ajá, adivinaron— ese remaldito sitio todavía es de paga. Ya cambiarán, ya cambiarán.
LA MENOR IMPORTANCIA
Nadie
José Israel Carranza
4 Feb. 10
En las notas que informaron sobre el deceso de J.D. Salinger, y sobre todo en las de los periódicos estadounidenses, había un regusto generalizado de reproche, de ajuste de cuentas: antes de consignar la estatura literaria del escritor, antes de recordar la influencia decisiva que ha tenido en medio siglo de lectores, dichas notas destacaban cómo, durante la mayor parte de su vida, el autor de El Guardián entre el Centeno había eludido obsesivamente no sólo la fama que le acarreó su obra, sino todo contacto humano.
"Recluso de sí mismo", lo llamaron por ahí, o "el Garbo de las letras" (por recordar a alguien más que quiso omitirse de su propia celebridad). "Famoso por no querer ser famoso", se leyó en The New York Times: una calificación que no por artera deja de ser comprensible: si alguien es Alguien, lo es exclusivamente gracias a que la prensa y la publicidad y la avidez del público así lo deciden.
Aunque pasó casi 60 años retirado del mundo, Salinger resucitó varias veces en la atención de los medios por la vía del escándalo: se quiso hallar claves en los subrayados que hizo en su ejemplar de El Guardián... el asesino de John Lennon; su foto más reproducida es la que lo muestra agitando un puño enfurecido delante de la cámara de un intruso; en 1981 apareció la "entrevista" que le sonsacó una oportunista que lo sorprendió mientras iba a recoger su correo (luego se ha dicho que tal "entrevista" fue posible porque la dizque entrevistadora estaba de muy buen ver). Hace algunos años, una hija sacó una biografía dictada por el resentimiento, y apenas hace seis meses Salinger tuvo que pedir a un juez que impidiera la publicación de una secuela de su novela (que se publicó, aunque no puede circular en los Estados Unidos). Y ello por no hablar de las ediciones censuradas, las prohibiciones de leerlo, las leyendas que lo imaginaban como un chiflado y, ahora, el ansia por saber qué habrá estado haciendo todo este tiempo, porque, al morirse, perdió la batalla: en ningún lugar hay menos privacidad que en la tumba.
En un mundo aturdido por la frivolidad y la ira, siempre es admirable alguien que decide hacerse a un lado. Pero, además, lo que enseñó con su obstinación en el silencio fue que, cuando se trata de literatura, uno está solo y no puede pedirle cuentas a nadie más que a sí mismo. El autor siempre sobra. O, quizás, si mandó a su editorial que quemara toda la correspondencia que le dirigieran sus fans y echó el candado, fue porque, como Holden Caulfield, quiso "estar lejos de toda maldita conversación estúpida con nadie", y ser al fin esa cosa extraña, infame e imperdonable: un hombre que quiere que lo dejen en paz.
menorimportancia@mural.com
(SNIF)
LA MENOR IMPORTANCIA
Nadie
José Israel Carranza
4 Feb. 10
En las notas que informaron sobre el deceso de J.D. Salinger, y sobre todo en las de los periódicos estadounidenses, había un regusto generalizado de reproche, de ajuste de cuentas: antes de consignar la estatura literaria del escritor, antes de recordar la influencia decisiva que ha tenido en medio siglo de lectores, dichas notas destacaban cómo, durante la mayor parte de su vida, el autor de El Guardián entre el Centeno había eludido obsesivamente no sólo la fama que le acarreó su obra, sino todo contacto humano.
"Recluso de sí mismo", lo llamaron por ahí, o "el Garbo de las letras" (por recordar a alguien más que quiso omitirse de su propia celebridad). "Famoso por no querer ser famoso", se leyó en The New York Times: una calificación que no por artera deja de ser comprensible: si alguien es Alguien, lo es exclusivamente gracias a que la prensa y la publicidad y la avidez del público así lo deciden.
Aunque pasó casi 60 años retirado del mundo, Salinger resucitó varias veces en la atención de los medios por la vía del escándalo: se quiso hallar claves en los subrayados que hizo en su ejemplar de El Guardián... el asesino de John Lennon; su foto más reproducida es la que lo muestra agitando un puño enfurecido delante de la cámara de un intruso; en 1981 apareció la "entrevista" que le sonsacó una oportunista que lo sorprendió mientras iba a recoger su correo (luego se ha dicho que tal "entrevista" fue posible porque la dizque entrevistadora estaba de muy buen ver). Hace algunos años, una hija sacó una biografía dictada por el resentimiento, y apenas hace seis meses Salinger tuvo que pedir a un juez que impidiera la publicación de una secuela de su novela (que se publicó, aunque no puede circular en los Estados Unidos). Y ello por no hablar de las ediciones censuradas, las prohibiciones de leerlo, las leyendas que lo imaginaban como un chiflado y, ahora, el ansia por saber qué habrá estado haciendo todo este tiempo, porque, al morirse, perdió la batalla: en ningún lugar hay menos privacidad que en la tumba.
En un mundo aturdido por la frivolidad y la ira, siempre es admirable alguien que decide hacerse a un lado. Pero, además, lo que enseñó con su obstinación en el silencio fue que, cuando se trata de literatura, uno está solo y no puede pedirle cuentas a nadie más que a sí mismo. El autor siempre sobra. O, quizás, si mandó a su editorial que quemara toda la correspondencia que le dirigieran sus fans y echó el candado, fue porque, como Holden Caulfield, quiso "estar lejos de toda maldita conversación estúpida con nadie", y ser al fin esa cosa extraña, infame e imperdonable: un hombre que quiere que lo dejen en paz.
menorimportancia@mural.com
(SNIF)
martes, 12 de enero de 2010
Los Ivanes 2009
Los Ivanes son los premios más importantes del cine: para mí. Son los premios que yo entrego a lo que más me gustó del cine que yo vi durante el año. No es una selección poco variada, poco plural o poco abultada: durante 2009 vi 119 películas y te apuesto a que tú no viste tantas (de las dos apuestas que conseguiré, ja, perderé una y ganaré otra). Muchas fueron películas viejas, o cintas ya del año del caldo, que no meteré a la competencia. La idea es que entren sólo estrenos o películas no estrenadas que hubiera podido ver en video. Es el caso, digamos, de Push, esa bobaliconada sobre superhéroes que sufren donde Dakota Fanning consigue ser despedazadoramente aburrida, ella, que era una niña tan simpática: acá no se había estrenado cuando ya me la habían traído en video. Milk, Changeling, The curious case of Benjamin Button, entraron en esta selección porque yo las vi en video cuando no las había visto en cine y apenas estaban en cartelera. Así funcionan los Ivanes.
Como es éste el tercer año que entrego los Ivanes, para catarsis y asombro del mundo del cine, vale la pena hacer un brevísimo recuento:
- 2 entregas de los Ivanes han acontecido: 2007 y 2008.
- 7 premios Ivanes se entregan: película, director, guión, actor, actriz, música y fotografía, además de tres premios honorarios que pueden ser individuales o múltiples: los Ivanes de Plata, los Ivanes con Laureles y los Ivanes Olímpicos; los nombres son así de mamones y qué y qué.
- 1 chingo de horas has gastado leyendo mis posts sobre los Ivanes.
- 119 películas vi durante 2009.
- 49 películas de las que vi este año son susceptibles de competir: desde la infame Australia de Baz Luhrmann (alguien que le dé un papirotazo de mi parte, porfa) hasta la amable Trumbo de Peter Askin con ese elenco que ya lo quisiera, digamos, Clint Eastwood o de allí pa' arriba.
- 14 de esas 49, nada más, fueron películas en video; seguramente, cintas piratotototas. Ni modo.
- 1 de esas películas es un documental, y sólo una: This is it, la peli sobre Michael Jackson. Me gustó mucho, pero vayamos, desde ya, descartándola porque no entrará en ninguna puta categoría. Qué hueva.
¿Estamos listos? En los próximos días haré una pedante, insoportable, pesadísima selección de entre las cintas que vi este año. Nadie más que yo entenderá su lógica, pero tú, obsesa lectora, adicto lector, las revisarás con calma parsimoniosa.
Allí vienen los Ivanes 2009.
Nos vamos a divertir, cómo chingaos no.
Ajúa.
(¡!)
Como es éste el tercer año que entrego los Ivanes, para catarsis y asombro del mundo del cine, vale la pena hacer un brevísimo recuento:
- 2 entregas de los Ivanes han acontecido: 2007 y 2008.
- 7 premios Ivanes se entregan: película, director, guión, actor, actriz, música y fotografía, además de tres premios honorarios que pueden ser individuales o múltiples: los Ivanes de Plata, los Ivanes con Laureles y los Ivanes Olímpicos; los nombres son así de mamones y qué y qué.
- 1 chingo de horas has gastado leyendo mis posts sobre los Ivanes.
- 119 películas vi durante 2009.
- 49 películas de las que vi este año son susceptibles de competir: desde la infame Australia de Baz Luhrmann (alguien que le dé un papirotazo de mi parte, porfa) hasta la amable Trumbo de Peter Askin con ese elenco que ya lo quisiera, digamos, Clint Eastwood o de allí pa' arriba.
- 14 de esas 49, nada más, fueron películas en video; seguramente, cintas piratotototas. Ni modo.
- 1 de esas películas es un documental, y sólo una: This is it, la peli sobre Michael Jackson. Me gustó mucho, pero vayamos, desde ya, descartándola porque no entrará en ninguna puta categoría. Qué hueva.
¿Estamos listos? En los próximos días haré una pedante, insoportable, pesadísima selección de entre las cintas que vi este año. Nadie más que yo entenderá su lógica, pero tú, obsesa lectora, adicto lector, las revisarás con calma parsimoniosa.
Allí vienen los Ivanes 2009.
Nos vamos a divertir, cómo chingaos no.
Ajúa.
(¡!)
Y más ,más cine
Las listas de las Rotten Tomatoes, es decir, sus Tomates de Oro, son referencia indispensable cada año. Lo pésimo es que descubro que, de 2009, no he visto ¡ni la mitad! A surtirse de discos pirata, supongo.
(¡UP IN THE AIR QUÉ ONDA!)
(¡UP IN THE AIR QUÉ ONDA!)
Más cine, cine, cine
1. Oliver Stone y sus mamadas.
2. Spider Man 4 y sus mamadas.
3. Y Sam Mendes dirigirá Bond 23 y sus ma... ey, espera. ¿Sam Mendes? ¡Wooow!
(NINGUNA DE LAS DOS PRIMERAS COSAS ME IMPORTAN. HOY VI ZOMBIELAND Y ME DIVERTÍ: JODEOS)
2. Spider Man 4 y sus mamadas.
3. Y Sam Mendes dirigirá Bond 23 y sus ma... ey, espera. ¿Sam Mendes? ¡Wooow!
(NINGUNA DE LAS DOS PRIMERAS COSAS ME IMPORTAN. HOY VI ZOMBIELAND Y ME DIVERTÍ: JODEOS)
Trolls en los foros y los homosexuales
La discusión sobre el matrimonio ente homosexuales, recién aprobado por ley en el DF, y la posibilidad de que adopten niños, tiene encendidos los foros de los periódicos en Internet. Homófobos auténticos, furiosos y ofendidos, e inquisidores de inquisidores, indignados y progresistas, se enfrentan con rabia y con faltas de ortografía de tipos no documentados por la Academia. Los foros, sin embargo, no son divertidos: preocupan horrorosamente. ¿Serán trolls, me pregunto yo?
Jotito lector, tortillera lectora, lee esta nota. Y, para darse un ejemplo de que no soy el único advertido de la actividad incesante de trolls en el planeta, lee esto. Además, del foro de comentarios a la nota de El Universal rescato esto, que es valioso, útil y, por supuesto, singular en medio de las discusiones de estos días.
MÁS
Y luego, por supuesto, tenemos a las iglesias unidas. Con el debido respeto, ¿qué chingados les pasa?
(¡SÍ AL DERECHO DE ADOPCIÓN DE LOS MATRIMONIOS GAY! SOY PROGRE Y QUÉ)
Jotito lector, tortillera lectora, lee esta nota. Y, para darse un ejemplo de que no soy el único advertido de la actividad incesante de trolls en el planeta, lee esto. Además, del foro de comentarios a la nota de El Universal rescato esto, que es valioso, útil y, por supuesto, singular en medio de las discusiones de estos días.
MÁS
Y luego, por supuesto, tenemos a las iglesias unidas. Con el debido respeto, ¿qué chingados les pasa?
(¡SÍ AL DERECHO DE ADOPCIÓN DE LOS MATRIMONIOS GAY! SOY PROGRE Y QUÉ)
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sábado, 9 de enero de 2010
Dos titulares del día
1. "Niña se quema al chupar cable USB conectado a laptop". Yo hice algo así cuando era pequeño, como de siete años, con un eliminador conectado al tomacorriente de la pared. Vi varios tonos de morado y verde y luego me vine al piso y reaccioné unos segundos después, sin problemas. Nadie me vio, nadie me regañó, nadie me reconvino, nadie se alarmó: una mano quemada es el mejor maestro. Supongo que una lengua quemada debe ser algo así como el mejor prefecto que jalonea del suéter mientras saborea una sonrisita pervertida porque acaba de sorprenderte mientras una de tus compañeras tiene las manos dentro de tus pantalones en el baldío que hay detrás de los baños, a la hora del recreo. O algo así. Qué mala onda. Y mira, las USB, tan inofensivas que se veían.
2. "Harold Pinter tuvo una amante al tiempo que engañaba a su mujer con otra". ¿Por qué eso es nota, en cualquier caso? No lo sé, pero me queda claro que "frasear" el titular debe haber sido divertidísimo.
(ERA AMANTE DE LA NOVIA QUE TENÍA CUANDO SU AMANTE ERA SU NOVIA Y SU ESPOSA NO SE OLÍA NADA DE NADA. PARECE OBRA DE PINTER, PODRÍA DECIRSE, PERO DEBEN HABER TENIDO MUCHOS MÁS DIÁLOGOS)
2. "Harold Pinter tuvo una amante al tiempo que engañaba a su mujer con otra". ¿Por qué eso es nota, en cualquier caso? No lo sé, pero me queda claro que "frasear" el titular debe haber sido divertidísimo.
(ERA AMANTE DE LA NOVIA QUE TENÍA CUANDO SU AMANTE ERA SU NOVIA Y SU ESPOSA NO SE OLÍA NADA DE NADA. PARECE OBRA DE PINTER, PODRÍA DECIRSE, PERO DEBEN HABER TENIDO MUCHOS MÁS DIÁLOGOS)
jueves, 7 de enero de 2010
Patiños en la controversia
Cositas curiosas de la libertad de expresión. Esteban Arce, el que era patiño del Burro Van Rankin que era patiño de este otro, se convirtió en uno más de los líderes de opinión que atizan la polémica en torno a los matrimonios homosexuales. ¿Esto no iba en serio, digo yo?
(LA PREGUNTA ES: ¿POR QUÉ HAY GENTE A LA QUE LE IMPORTA LO QUE DIGA ESTEBAN ARCE, EN CUALQUIER CASO?)
(LA PREGUNTA ES: ¿POR QUÉ HAY GENTE A LA QUE LE IMPORTA LO QUE DIGA ESTEBAN ARCE, EN CUALQUIER CASO?)
sábado, 2 de enero de 2010
Las películas más esperadas de 2010 según RT
La cosa de RT es que suele ser muy exigente, excepto cuando se pone gringa (le da a la bobalicona Avatar un increíble 83%). Yo sí diría: éste es el cine gringo que habremos de ver en el año que viene. Sea.
(THE GREEN HORNET!)
(THE GREEN HORNET!)
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