martes, 16 de diciembre de 2008
Amor es...
Penélope Cruz, comiéndose la pantalla con la pura verdad de su sufrimiento y su deseo frustrado, exhibiendo su trastorno para todos nosotros, incapaces de mostrar la mitad de nuestros sentimientos medio auténticos, que preferimos sublimarlos o creer que podemos sublimarlos en otras cosas —la vida familiar, el trabajo, nuestras obras—, Penélope aparece cinco minutos en la pantalla ante un don Woody Allen que la trata más bien con distancia que con respeto y con indulgencia que con confianza y se come la pantalla entera, óigame bien, léame bien: Penélope devora la lona donde usted ve la película. Y de repente no hay nada más que sus ojos enormes, su voz salida de todos nosotros, sus piernas chiquitas pero interminables, su estupidez rampante como la de todas las mujeres cuando el hombre que aman hace como que no las ama y su hechicería automática ante la cual todos los hombres cedemos alguna vez.
¿Le darán el Globo de Oro? ¿La crítica gringa la ama? Da igual. Es una actriz que ha hallado el tono justo entre técnica y forma, ante su cuerpo, su vida, sus rasgos y su presencia. Sabe que puede hacer muchísimas cosas bien, pero prefiere hacer las cosas que la diviertan y entretengan. Vicky Cristina Barcelona no es la mejor peli de mi don Woody, pero es una impresionante labor de exhibición de lo que él sabe hacer. Y ojo: don Woody dio en el clavo otra vez: contrató a la mejor actriz posible para hacer las cosas bien: encontró a Penélope. Y Penélope se come la pantalla.
Ojo, que no se lo coma a usted.
O déjese llevar.
De vez en cuando está bien permitir que lo devore a uno una diosa caníbal como ésta.
(LLÉVAME A MÍ, PÉ!)
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