jueves, 18 de diciembre de 2008

Un articulito mío sobre don Jardiel

Helo aquí. Lo publicó la revista Replicante este fin de año; por ello, merci.

Para mi desgracia, descubro que la versión que me gustaba más del artículo nunca la terminé (parece que la abandoné porque ya iba demasiado largo; y el artículo que publicaron finalmente está recortado de su versión original). Soy un mala compañía para mí mismo, pues.

He aquí esa otra versión. Lo pongo porque es mi blog y se me antoja, pues.

Las famosas dos máscaras del teatro, una que ríe y otra que llora, suelen servir de referencias para los dos grandes géneros dramáticos, comedia y tragedia. Desde dentro del teatro suele llegarse bien pronto a la comprensión de que la referencia es la misma en realidad: cuando uno ríe de veras es para secarse después las lágrimas con una mano, y cuando uno quiere llorar lo primero que siente es ganas de reírse de sí mismo. Lo ridículo nos mueve al llanto; lo triste nos saca la carcajada. Y así va el mundo.
Desde dentro del teatro, a donde fue a dejarse la vida como un obsesionado, Enrique Jardiel Poncela (España, 1901-1951), que era escritor pero declinó a favor de la comedia, entendió con bastante rapidez que el ser humano es ridículo: que el teatro de España en la primera mitad del siglo XX merecía una buena sacudida; y sus aletargados críticos, un rival de altura; y su público convencional, un auténtico desafío. Y fue y le dio todo a todos, con un humor inteligente y temerario que no perdonó a nadie, tomándose a broma cualquier cosa susceptible de solemnidad. Y ocurre en estos casos —él debe haber previsto que integraría las filas un curioso tópico que hoy conmueve a muchos necios— que le aplaudieron en vida, lo abandonaron antes de su muerte, le echaron tierra por años y, por fin, de algún tiempo para acá, los tímidos que reclamaban ir a limpiarle la tumba y a ponerle flores se volvieron legión. Y hoy hace casi 60 años de su muerte y no hay quien niegue su importancia para las letras en español, su originalísimo aporte, su relevante valor y su capacidad de anticiparse a las vanguardias cuyas filas habría rechazado integrar. Y si una vez dijo que los muertos, por mal que lo hagan, salen siempre en hombros, y que morirse es lo mejor para lograr la fama, bien podemos sentarnos a pensar que le habría parecido una broma conseguir el reconocimiento tanto tiempo después de su desaparición. Unos meses antes de morirse, digámoslo así, no le habrían venido mal los homenajes y las mesas redondas de nuestros tiempos. Le habría salido un salario y lo habría agradecido, y se habría ido a casa pensando de qué cosas tan chistosas nos ocupamos los desocupados.

Primera risa
Hoy nadie duda del genio de Jardiel. Y eso es curioso porque, en su tiempo, eran legión quienes juraban que carecía de cualquier talento serio. Don Enrique era hijo de un periodista y de familia de buena cuna. Solo y en colaboración, escribió 68 comedias de las que abjuraría después, en los años veinte, cuando tuvo educación literaria para revisarlas y admitir que eran pura porquería. Le daba asco, también, el universo de las letras de su tiempo. Se propuso cimbrar los mismos cimientos de ese sistema y comenzó a escribir mordaces, sarcásticas y casi escandalosas comedias convencionales para el gran público: espectaculares pero inteligentes, no demasiado para dejar de ser espectaculares. Comenzó por burlarse de las convenciones acerca del amor romántico, de la vida en familia, de la gente decente y de las aventuras cursis con viajes trasatlánticos que enloquecían a las damas de sociedad de la época. Tuvo algunos éxitos en teatro y algunos fracasos y entabló sus primeros contactos con la rabiosa y lerda crítica de la época. Luego escribió cuatro novelas en las que hizo gala de sus mejores recursos como humorista y como narrador talentoso. Volvió al teatro, vino la guerra, no lo mató ningún bando y viajó por Argentina y Estados Unidos, donde hizo cine. Y luego se dedicó al teatro en España, donde hizo más fama y algo de fortuna, donde se granjeó enemistades con actores holgazanes y con críticos necios, donde se ganó un puesto de reconocimiento popular y donde experimentó, en carne viva, el veleidoso amor del público: sus últimas obras recibieron “pateos” clamorosos que le arruinaron la salud, y un cáncer se lo llevó en 1951, a los 50 años, sin los muchos presuntos amigos que lo habían acompañado en el éxito, sin dinero suficiente para pagarse necesidades primarias, con su familia cerca solamente y, podemos suponerlo, de bastante mal humor. Y eso debe haberle dado mucha risa.



(BEAUCOUP)

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