sábado, 14 de febrero de 2009

Mirándonos los dos

Nos va ocupando una incipiente indiferencia que levanta su voz en silencio precoz, avisando que el fantasma del tiempo no vive en la edad sino en la soledad, esa prisión donde envejece el corazón.

Y, así, es lo mismo la noche y el día, la cumbre, el abismo, la melancolía y el llanto de amor, ese espejo de Dios que se empañó mirándonos los dos.

Siento que el alma, desvaneciendo en nuestros cuerpos, lejos de resistir, se dispone a morir en la calma. Y esa muerte que nadie podrá detener no dejará de ser un paso más, ese otro que quedó detrás.

Y, así, es lo mismo la noche y el día, la cumbre, el abismo, la melancolía y el llanto de amor, ese espejo de Dios que se empañó mirándonos los dos.

La cobardía que nos esposa el uno al otro provocando el temor de afrontar el error, que nos guía, es la herida que deja el sentido común, ese residuo aún de insensatez,
que nos conduce a la vejez.

Y, así, es lo mismo la noche y el día, la cumbre, el abismo, la melancolía y el llanto de amor, ese espejo de Dios que se empañó mirándonos los dos.


(OH)

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