Creo en los hombres que se equivocan de buena intención. Creo que más de un éxito en la vida fue un error en un principio: el retorcido efecto inesperado de aquello cuyo autor lloró una noche larga, aferrado a una hoja de papel o a una sábana o a una camisa ajena o a una fotografía o a un cheque o a unas llaves de una puerta que ya no podría abrir, clamando a los cielos que al abrir el crispado puño fuera distinta toda la vida, la vida entera. Creo en los hombres que se equivocan porque confiaron en sí mismos y aprendieron así que los hombres que confían en sí mismos pueden equivocarse, y que no hay nada más que aprender de esta lección. Creo en los hombres que descubren que están ciegos si no persiguen aquello por lo que han apostado tan alto: pasarán por encima de tantas oportunidades colaterales, tantas alternativas no previstas, y a todas las pisotearán, y a muchos harán daño por saber que serían incapaces de comprenderlos. Creo en todos esos hombres: creo en el error, el error en el que hemos creído un poco, o apasionadamente. Porque nos hace humanos y nos hace distintos. Porque unos fracasan para que puedan triunfar otros, y porque a veces triunfan, sólo a veces, los que de veras merecen un triunfo, discreto o estrepitoso.
Creo en haberse equivocado. Creo en vivir después del error.
Creo incluso en el milagro de equivocarse y ganar, ser, contra toda probabilidad, el amo y señor de la victoria.
Pero sobre todas las cosas, sobre todas las cosas, creo en el inapelable derecho que tenemos todos los seres sobre la buena tierra de Dios a equivocarnos, sobrevivir a la derrota y equivocarnos de nuevo, haciendo exactamente lo mismo otra vez: creo en los hombres que, habiendo tenido una oportunidad para arreglar las cosas, lo arruinan todo de nuevo.
Cada tanto hay que volver a arruinarlo todo.
(IN WEITER FERNEH, SO NAH!)
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