Ha llevado al máximo la disposición personal a pasar por la vida con placidez: placer es una palabra demasiado corta para lo que persigue, pero otra, más adecuada, le produce una risa sencilla y humilde: belleza. C. K. persigue la belleza y le ha tocado en gracia una brillante capacidad para alcanzarla, para danzar con ella, para fumarla y saborearla y retratarla y mostrarla a los otros o quedársela para sí solo, en un cuarto fragante a aromas que no sería capaz de identificar, quedársela y sumergir en ella el rostro y embriagarse hasta la desnudez: la belleza de las vigilias y las auténticas puestas de sol que valen la pena, la belleza de los cheques rebotados, la belleza de haber visto a la muerte con los ojos bien abiertos y saber que en ella hay algo que no nos pertenece pero nos será concedido muy pronto.
El problema con C. K. es que es viejo: ha envejecido y un mundo nuevo, cínico y veloz, germina entre el descaro y el escándalo. El problema de C. K. no es que el mundo no tenga lugar para él: es que ha sido encerrado entre muros fuera del mundo, y lo persigue la vida nueva, como si fuera el decadente testigo de la época muerta que todos olvidarán. Le queda la elección de cursar el resto de los días con el recuerdo y la contemplación de pocos regalos espontáneos, o algunos habituales, señalados con la bendición de las rutinas inagotables; o bien, perecer tras un último trago, un único y furioso asomo a lo que queda de vida. Sabe sólo una cosa: ésas son las alternativas, pues la otra, que intentan todos los hombres nuevos, condenados a la confusión espiritual y el exilio sin paredes dentro del mundo, esa otra, digo, es la huida: y C. K. le ha legado ya este hallazgo al planeta entero, al universo que vendrá y el que ha sido, ahora, cuando es más lamentable que lo hayamos olvidado: no hay huida posible, y nacer y morir es irrelevante.
En una tarde favorecida por la belleza, C. K. interroga al peor de los hombres que conviven dentro de su espíritu: el egoísta, y, sólo por diversión, intenta hallar con él un pronóstico claro: cómo habrán de recordarme los tiempos futuros, y qué pasará con mis recuerdos de los tiempos idos.
"¿Has oído hablar de Marguerite Yourcenar? Te escribió una biografía", le dirá este hombre, en algún momento de la obra (sí, bien: pienso en una obra de teatro). Y C. K. se reirá cuando piense en los muchos errores que cometen los hombres al reseñar los días de otros hombres: somos el secreto que más se nos resiste. E, indiferente a su permanencia en la Tierra, C. K. se irá a agotar las horas que le resten, asido a nada, sujeto a nada, libre, sin ninguna respuesta, del todo carente de certidumbres, habiendo renunciado a todo lo que el cuerpo y la mente y el espíritu no son, porque ellos son todo lo que debería importarnos: pero no por el placer, sino por la belleza.
(Se me antojó escribir "si no por la belleza", pero habría sido una tontería; y pensé entonces en "sïno por la belleza", para dejar explícito el sonido que busco, pero esto, en lugar de tontería, habría sido un ejemplo más, que a este post le sobran, de mi mentecatez rampante.)
Como ves, ay perdida lectora, ay cansado lector, la biografía que me desvela no se trata de nada en concreto, no cuenta vida alguna, ni funciona como texto dramático porque, pecata minuta, no se hace nada en ella.
De modo que, por más que esté convencido que habría sido un gran texto, inútil pero bonito, ya me veo interrogando a mi propio oráculo personal.
Y no. No la escribiré.
Porque soy un pelmazo sin la voluntad suficiente.
Pensaba poner este texto en una pared de mi cuarto, pero lo echó a perder la humedad del cajón.
Así que terminé de arruinarlo, posteándolo.
Y ya.
(SI SÓLO POR UN INSTANTE VOLVIERA A SU PASADO...)
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