Imaginemos un bonito cocodrilo. Son bonitos: no sea usted, lectora, lector, malo con ellos. Pero, en lugar de patas, pongámosle unas aletas palmeadas unidas al cuerpo por un extremo ancho y no angosto, como ocurre con las extremidades inventadas para caminar: es un cocodrilo que "vuela" bajo el agua con cuatro aletas gruesas y una poderosa cola ancha. Aunque, si a anchuras vamos, allí está su cabeza. No es la cabeza típica de un cocodrilo de sonrisa sardónica, sino un señor cabezón sin cuello, casi tan ancho como el cuerpo, y bien provisto no sólo de hileras de dientes del tamaño —por decir algo— de un plátano, sino también de mandíbulas rígidas y resistentes que hacen pensar que un cocodrilito tan tierno como éste es capaz de partir a la mitad, de un mordisco, un vocho o un tsuru como el que usan los taxistas. Ajá: el cocodrilo en cuestión, que no es un cocodrilo sino un pliosaurio, mide unos once metros de la nariz a la punta de la cola; su sola cabeza mide unos tres metros de largo. Insisto: tres buenos metros de cráneo. ¿Suena desproporcionado? Intente decírselo al pliosaurio éste, un día que esté de humor regular: Ea, tú, pliosaurio: qué desproporcionado estás. Y desaparecerá usted, aplastado como cuando usted mastica una alita de pollo, en las fauces del desproporcionado pliosaurio, quien se reirá pensando, mientras mastica: "A ver ahora el cuerpo de quién carece de proporciones".
Un pliosaurio así (aunque del sentido del humor no puedo dar fe) existió. Existió y es la marranada de reptil marino más temible que debe haber existido en este planeta de Dios (vea usted esta imagen
que he extraído del blog Noticias de ciencia). Le bautizaron El Monstruo, descubrieron su esqueleto hace decenios en el Ártico y apenas en 2001 comenzó la campaña auténtica para extraer los fósiles. Y ya están recuperados, bajo estudio: y El Monstruo le debe meter a los paleontólogos que lo estudian y lo imaginan un frío que ni el Ártico.
Puede usted imaginárselo, y temblar: una bestia así no habría admitido nuestra convivencia, nuestra presencia ridícula, nuestra infatuada convicción de que reinamos sobre el planeta. Un pie que metiera cualquiera de nosotros a unos dos metros de la playa y El Monstruo se deleitaría demostrando que le cabemos en el hocico tres o cuatro gorditos seres humanos. Él era el auténtico Neptuno, el dios y señor de los mares. Debe haber sido hermoso y terrible (sí: blablablá ante una mole tan fascinante). Y lo que es yo, honestamente, agradezco mucho vivir en el siglo XXI, a millones y millones y millones de años de su inhóspito Jurásico. Yo estoy muy bien en esta época, gracias. No me permitan reencarnar jamás en dinosaurio marítimo o hagan, dioses fantásticos, que un día sueñe yo que soy pliosaurio y gobierno en el océano.
(AYAYAY!)
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