Una tarde, hace años, a unos metros de mí,
Un taxi chocó un poste, y un anciano,
Acalló con sus gritos el tráfico
y el bramido metálico del golpe.
Corrimos a ayudarlo; no era grave
Pero él ya no tenía
Energías suficientes en el cuerpo
Para salvarse solo.
De la boca de dientes diminutos
Le escurría sangre negra, y el sudor
Manaba de su cráneo y de su frente.
Una pieza del auto retorcido
Le presionaba un brazo, y otra
Atrapó su costado.
Sus gritos eran un hueco remedo
De una voz de hombre adulto:
Como un gigante mudo,
Jadeaba y expulsaba aire caliente
Y mugía como un toro derrotado
O como un perro exhausto
Después de una pelea,
Una larga pelea de dentelladas,
De furiosas mordidas,
De huesos hechos polvo
Y de músculos
Llevados hasta el límite.
Pude sentir de cerca sus gemidos,
Su olor a medicinas,
Su terror
Y una sacudida de sus manos:
Las manos de un marino o de un herrero,
Manos encallecidas, resistentes,
Y que en la juventud le habrían servido
Para rendir mujeres
O para castigar sin réplica a los niños.
Había que sacudirlo para liberar
El brazo aprisionado,
Y comenzó a llorar,
“Por favor, no,
“Dios, por favor, que no”.
Pedía que lo dejáramos morir,
Prefería morirse a soportar
Más dolor en el cuerpo.
Y su solicitud
Me hizo daño por dentro,
En los oídos,
Pero aún más adentro,
Entre los ojos,
Pero aún más adentro,
En una parte
Del cuerpo que adivina
Que ese dolor supera lo que un hombre
Debería tolerar nunca en su vida.
Al final lo sacaron.
Unos años después, pude saber
Que había muerto sano,
Indemne
Al dolor que, una tarde, un accidente
Le hizo desear morirse.
Yo ya lo había olvidado.
Y el tiempo me ha dejado
Otro cuerpo en el cuerpo.
Pero hoy lo recuerdo,
Como un mudo gemido
Y un terror sin desmayos
Y el último momento
De pedirle a algo a Dios
Que no me pertenecen,
Pero que son los míos:
Sé que voy a morir:
De pronto
Algo le pasa al auto en el que viajo,
Y tengo ochenta años.
(QUÉ PENA, DIOS MÍO: QUÉ PENA)
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