martes, 11 de marzo de 2008

Quisiera ser caballo

Brinco de gusto por el impacto esta madrugada: de todas las películas de Akira Kurosawa que he visto, y han sido muchas y no siempre con placer sencillo —porque, sí, es un cine exigente y que requiere paciencia y hasta algo de inteligencia y no cualquiera las tiene—, iba a ser Barba roja la que más me impactara. No puedo sino defender a Los siete samurái de cualquier ataque: me parece una obra de factura tan impecable que soy capaz, ahora mismo, de compararla a grandes libros que muy pocos han leído pero que a todos les merecen comentarios solemnes. Pero Barba roja combina casi todos los talentos de don Akira: a Toshiro Mifune que es un talento él solo —un actor sensacional, nacido para la cámara, brutal y delicado a un tiempo, uno de esos rostros que el blanco y negro adora y que el color reverencia con cierta inquietud—, un guión que es un mazazo, una historia que es una serie de historias y cuya sola estructura narrativa rinde homenaje ya no digamos a Scherezade sino a todo el cine, a todo él, una ambiciosa y estupenda exhibición de capacidades técnicas, música hermosa, fotografía de lanzarle flores al camarógrafo, y un paquete de actuaciones que dice maravillas del director pero cosas más lindas de los intérpretes (¿qué hizo después Terumi Niki y por qué no hay estatuas en su honor?). La vi hace un rato y estoy perplejo.


Barba roja es la historia de médico joven y arrogante que es enviado, contra su voluntad, a trabajar en una especie de hospital civil, una clínica para pobres muy pobres regenteada por un adusto y patriarcal Toshiro Mifune. La sinopsis diría algo así como "Yasumoto aprenderá el verdadero valor de la vida a través de virtudes como la vocación por el servicio y la hospitalidad valientes y conmovidas", pero hay demasiadas uvés y demasiadas barbaridades en esa oración. Baste decir que Yasumoto es el testigo necio del necio legado de Barba Roja: una carrera por atender a aquellos que no tienen quien los atienda, de cualquier modo posible, incluso aprovechándose de otros más afortunados, porque los seres humanos merecemos ser libres a la hora de decidir la porquería que haremos con nuestras vidas, pero no se nos debería negar el consuelo de una muerte en compañía. Barba Roja no juzga a sus enfermos: los acompaña hasta que mueren y, si puede, contribuye a aliviarles algo de sufrimiento. No hay en él abnegación de patroncito como los padres indígenas que B. Traven vio en México, sino una especie de resignación a favor de los más débiles, sin juicios, sin perdón: si uno tiene fuerzas, debería usarlas para que el dolor de otros cese. Y sí: Yasumoto aprende, y crece como persona y todo lo demás.


Los recursos narrativos y técnicos de Kurosawa son pasmosos: aúna a un espectáculo expresionista un impresionismo muy dedicado: contrastes marcadísimos del blanco y negro, largas secuencias escénicas, planos fijos que escarban en el trabajo de los actores durante minutos y minutos en que no parece pasar mucho pero está pasando todo, saltos temporales que emulan a Las mil noches y una noche, desarrollo de relaciones entre personajes que absorben de repente toda la atención. Inolvidables todas las escenas: 180 minutos de tanta información y uno quiere volver a verla. La decisión de mostrar el día a día de un grupo de doctores y enfermeras cerriles pero perpetuamente conmovidos por la enfermedad de los más pobres podría llevar a la película a un naufragio por cursilería, pero la mano de Kurosawa —la mano de Drunken angel, la de La fortaleza escondida, y sí la mano de Ikiru— convierte esta narración en una especie de Biblia de lo auténtico. Y eso que no hay contención: el relato es abiertamente melodramático, pero se queda en el límite de lo sensacional y, más bien, flota sobre lo puramente cinematográfico. Y como resultado de todo esto, que ya no sé si he dicho algo sensato: una película deliciosa, emocionante, de una belleza única. Tan conmovedora que uno no quiere llorar para no distraerse. Durísima y curativa. Porque al final hay una especie de ridícula paz, un: sigamos todos con nuestras decisiones que escandalizarían a los hombres prudentes y justos, que tenemos derecho a ello y quizá, en una de ésas, hagamos un poco menos infelices a otros.

No sé si esto está mal, pero me ha recordado por obvias razones a la Morfina de Bulgákov. Y ahora que lo pienso, al hablar del estilo recargado y humilde a un tiempo, pienso si no será ésta una summa ideal de los intereses estéticos de Kurosawa: una especie de mezcla bien lograda entre Trono de sangre e Ikiru. Y por supuesto: Toshiro Mifune es magnífico. Era un actor magnífico. Qué hallazgo afortunado, que don Akira se encontrara un buen día con este toro poderoso de sus mejores cintas.

Leo que Barba roja fue el comienzo de una racha de fracasos para don Akira. Qué lástima. Y no diré nada, que sería irrelevante. Después volvió una fama brutal con Kagemusha y otras cintas en color como la grande, grande Ran. Leo, pero con tristeza, que fue la última cinta de don Akira y don Toshiro juntos (en Kagemusha el protagónico era Tatsuya Nakadai).

Regálenme pelis de don Akira. Me faltan muchas: Dersu Uzala, Madadayo, Stray dog, incluso Los sueños... Venga, denme DVD y los veré todos.

(TE VES BONITA, COMO LAS BELLAS AVES QUE VERÉ DENTRO DE POCO)

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